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el Kiosco de Página/12

Pequeños placeres

Por Sandra Russo

Casi sin darse cuenta, sin habérselo propuesto, llevando a cabo el gusto personal de enumerar y detallar esos pequeños instantes cotidianos que le dan sentido a la vida, el francés Phillipe Delerm logró que Gallimard le publicara hace tres años un libro llamado El primer trago de cerveza, y generó en su país un fenómeno que excedió al editorial. El libro fue un acontecimiento que generó adeptos y fanáticos, gente sorprendida y agradecida de que alguien le recordara que la felicidad en general no se dibuja con grandes rasgos sino con trazos finos y delicados. Delerm, un profesor de Letras y técnico de un equipo de fútbol del interior profundo de Francia, habla en su libro de placeres que no le están vedados a nadie que haya sido capaz de conservar la capacidad para el disfrute pleno e íntimo de cosas que en general son gratis o cuestan poco. No es un placer capitalista ni consumista ni hedonista ni transgresor el que habilita con sus textos breves, aunque, teniendo en cuenta los tiempos que corren y el estado de las cosas, mantener en sí vivo el germen del placer por lo pequeño constituye, si se lo logra, una revolución personal a destajo de la autoayuda, un dogma de entrecasa que se niega a acomodar las sensaciones y los sentimientos al menú hegemónico.
La satisfacción de conservar una vieja navaja familiar sin más utilidad que la de prestarse a ser acariciada en su acabado de nácar o madera; abrir el paquete de pasteles para el desayuno del domingo; paladear un oporto; bajar a un sótano provinciano y dejarse sorprender y embargar por el olor de las manzanas (“Es doloroso el olor de las manzanas. Es el de una vida más intensa, de una lentitud que ya no merecemos”); viajar de noche por una autopista (“Por supuesto, todo parece dócil, todo obedece”); viajar en un tren viejo; rendirse por una vez a la tentación “monstruosa, casi insulsa por su opulencia azucarada”, de un banana-split; dejarse invitar de improviso en una casa en la que no teníamos pensado quedarnos a cenar; leer en la playa (por que con todas sus incomodidades, finalmente, si uno lo logra, “tiene la sensación de leer con el cuerpo”); la cena informal y desprolija de los domingos por la noche; el suéter ligero con el que se combaten los primeros fríos del otoño; el diario que se lee en el desayuno (“Lo desplegamos como podemos en la mesa, entre la tostadora y la mantequera. Registramos vagamente en nuestro cerebro la violencia del siglo, pero ésta tiene un aroma a confitura de grosella, chocolate y pan tostado”); mirar un caleidoscopio; andar en bicicleta (que no es lo mismo que correr en bicicleta: “Lo de ir o correr en bicicleta es de nacimiento, casi una cuestión política. Pero los que corren en bicicleta deberán renunciar a esta parte de sí mismos si quieren amar, pues sólo se enamoran los que van en bicicleta”).
Estos son sólo algunos de los pequeños placeres que desgrana Delerm, quien apunta, además, otros placeres excesivamente franceses. Es cierto que también es mucho más francesa que otra cosa esta capacidad de convertir en rito lo cotidiano, de prestar atención a la confección artesanal de cada día, de refinar lo simple. No hay en lo francés inclinación a venerar lo rápido: lo fast se lleva en otros lados, donde, como también y lamentablemente aquí, el buen gusto no se espera de la comida sino de los condimentos.
Tienta hacer la lista argentina de los pequeños placeres equivalentes a los que Delerm detalla. Los hay, aunque la realidad se nos imponga como una mole reseca e impenetrable a la que es imposible sacarle alguna chispa, algún sabor. Busquen y encuentren.

 

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