R.
K.
El
sida finalmente consumió a Héctor Retana. Lo había
contraído un tiempo antes de participar de la operación
en la que fue asesinado José Luis Cabezas. Era un ladrón
de poca monta del barrio de Los Hornos por eso a él y a sus
tres compinches los llaman horneros, adicto a la cocaína
y siempre bastante cercano a la Bonaerense. En realidad, robaba para oficiales
y suboficiales de la fuerza y terminó participando del crimen llevado
de la mano de los hombres de uniforme. En lugar de empujarlo a la rehabilitación
y a un tratamiento, lo usaron para un negocio de cuarta: robarle a los
que no querían poner las alarmas que vendían los allegados
a la Bonaerense. Y terminó condenado a cadena perpetua por el crimen
de Cabezas, aunque, en verdad, Retana fue de los que menos tuvo que ver:
según parece estaba borracho y drogado por lo que no participó
del secuestro del fotógrafo y no se bajó del auto cuando
llevaron a José Luis a la cava.
Si uno se guía por el juicio oral del caso Cabezas y por las evidencias
de la causa es más que difícil saber si Retana efectivamente
estuvo en la escena del crimen. Nunca pudo aportar ni un dato, siempre
fue impreciso, contradictorio e invariablemente se refugiaba en una pesada
niebla: no vi nada porque estaba pasado.
Para dar una idea, Retana no se bajó del auto para encañonar
a Cabezas en el momento en que lo secuestraron, no golpeó al fotógrafo,
no estuvo en el momento en que lo mataron ni cuando le prendieron fuego
al coche con el cuerpo adentro. No disparó, no puso las esposas.
El único papel protagónico fue que aquella noche acompañó
al policía Gustavo Prellezo hasta una estación de servicio:
allí el uniformado habría comprado un bidón con el
combustible que un par de horas después se usó para quemar
a Cabezas.
¿Cómo había llegado a la Costa? Lo llevó el
policía Prellezo. ¿Dónde vivía? En la casa
que consiguió otro policía, Sergio Camaratta. ¿A
qué habían ido? A robar por cuenta y orden de esos policías.
La idea de los uniformados era impulsar un negocio de alarmas y habían
llevado ladrones para entrar en las casas y hacerle sentir a la gente
que, justamente, necesitaban alarmas. ¿Quién les mostró
a Cabezas para señalarles el objetivo? Otro policía, Aníbal
Luna. Seguramente Retana murió sin saber a ciencia cierta para
quién había trabajado en aquel asesinato, sólo para
la mafia policial o para policías que trabajaban para la mafia
de Alfredo Yabrán.
Después del crimen, el propio policía Prellezo trajo a los
cuatro horneros de regreso a La Plata. Les ofreció unos pocos pesos
para que se callaran, pero este grupo de ladrones de poca monta, habitués
de una unidad básica, hinchas de Estudiantes, alardearon en la
barra brava que habían estado en la muerte del fotógrafo.
Dicen que el que más fanfarroneó fue Retana, de lejos el
que tenía menos luces y ya estaba quemado por la droga.
Al final fue cadena perpetua, aunque Retana seguramente esperó
hasta expirar que le cumplieran con la promesa: Ustedes confiesan
y les van a dar una pena muy baja, dicen los horneros que les prometió
el ex gobernador Eduardo Duhalde.
Ya la semana pasada, Retana era un enfermo considerado terminal. Su abogado,
Fernando Burlando, pidió el traslado a un hospital y finalmente
lo llevaron al San Juan de Dios de La Plata. Sus horas finales las pasó,
de todas maneras, en el penal de Olmos en la unidad para los portadores
de HIV.
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