Por
Mary Sibierski
Desde Varsovia
Casi
58 años después de que los nazis deportaron a los últimos
judíos del gueto de Varsovia a los campos de concentración
(y muerte) y redujeran aquel complejo a un montón de escombros,
sus muros coronados con alambres de espinas han vuelto a levantarse nuevamente
a lo largo de los desvencijados edificios de ladrillo, en un distrito
de la capital polaca. La sobrecogedora atmósfera de la trágica
historia de Varsovia es palpable cuando empieza a oscurecer en las estrechas
calles adoquinadas que recorren fachadas de edificios abandonados, que
todavía guardan las marcas de las balas disparadas durante la Segunda
Guerra Mundial. Este es el escenario que ha escogido Roman Polanski para
el rodaje de El Pianista, basada en la estremecedora biografía
del pianista y compositor polaco Wladyslaw Szpilman, sobreviviente del
gueto.
La adaptación a la gran pantalla de este testimonio del Holocausto
promete ser, al menos, distintiva. A diferencia de La lista de Schindler,
de Steven Spielberg, y de La vida es bella, de Roberto Benigni, ésta
es la primera película dirigida por un judío-polaco que
de niño sobrevivió a los nazis. No es casualidad que Polanski,
cuya madre murió en la cámara de gas de Auschwitz, haya
esperado toda una vida para analizar el tema y haya justo elegido la conmovedora
historia de Szpilman, internacionalmente aclamado. Esta es la historia
que evoca los recuerdos de mi infancia y recuerdo muy bien los bombardeos
y el ataque a Varsovia, dijo Polanski, quien estaba en la capital
polaca el día que comenzó el ataque nazi y más tarde
sobrevivió al gueto de Cracovia. Polanski esperó 40 años
para volver a Polonia y mirar el pasado. Asegura que finalmente lo inspiró
a actuar de este modo la veracidad de la historia de Szpilman, que evita
los estereotipos. Este libro no es un capítulo de la martirología
que todos conocemos ya. Muestra una realidad sin compromisos, objetividad
pura. Hay buenos y malos polacos, hay buenos y malos judíos, buenos
y malos alemanes, señaló recientemente en un lugar
muy concreto de Varsovia, donde en 1939 las bombas nazis silenciaron la
emisora de radio polaca en la que Szpilman, entonces de 28 años,
interpretaba una obra de Chopin. La historia se desarrolla alrededor de
su lucha solitaria por sobrevivir dentro de las muros del gueto, donde
350.000 judíos un 30 por ciento de la población de
Varsovia antes de la guerra fueron forzados a malvivir en muy poco
espacio. Szpilman, interpretado por el actor neoyorquino Adrien Brody,
escapó y permaneció escondido en casa de unos amigos, pero
más tarde pasó meses exhausto, solo, hambriento, escondiéndose
entre las ruinas de Varsovia.
La muerte lo miró de frente cuando fue descubierto por un oficial
alemán, pero su música lo salvó cuando el hombre
se conmovió al escuchar su interpretación de Chopin en un
piano dañado y desafinado. Tras las seis semanas de rodaje en los
estudios Babelsberg cerca de Potsdam, Alemania, donde en su momento fue
rodada la propaganda nazi, ahora siguen once semanas de posproducción,
para un film que tiene un presupuesto de 35 millones de dólares.
Esta película llega cuando los polacos están embarcados
en un doloroso episodio, en el que se revisan la ocupación nazi,
las relaciones con los judíos durante las Segunda Guerra Mundial,
el trasfondo antisemita y los nueve siglos de historia conjunta judío-polaca,
cortada por el Holocausto. Las cámaras de gas y los guetos se llevaron
a la más importante y antigua comunidad judía en Europa,
que suponía cerca del diez por ciento de la población de
Polonia. Al igual que Polanski, muchos judíos huyeron después
de la guerra o fueron expulsados por las purgas que hacía el Partido
Comunista y regresan ahora al país que antes fue su hogar.
OPINION
Por Liliana Herrero *
Ensayo
sobre un ensayo
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Una cámara
cinematográfica ensaya una composición musical y un
bandoneón tantea imágenes. He aquí la película
Saluzzi, ensayo para bandoneón y tres hermanos, de Daniel
Rosenfeld. Esa es su dialéctica. Saluzzi... es más
que una película sobre Saluzzi. No es explicativa, no dispone
de relatos testimoniales que complementen al personaje a descifrar.
Uno podría suponer entonces que no hay una biografía
pero, sin embargo, hay un drama, una historia de vida que está
tensada y en suspenso como el pentagrama en blanco antes de ser
escrito. Es una película que se entremete en el mundo enigmático
y complejo de la composición musical de este magnífico
músico que es Dino, y en esa intromisión traza el
plano sobre el que va a extender una vida. Podríamos suponer
que la pregunta que sostiene este film, tal como se interroga el
propio músico aunque nunca en forma explícita
es cómo es posible crear, cómo es posible, en definitiva,
el hecho artístico. Es en medio de esa indagación
en donde Rosenfeld prefiere situarse. En el entre de ese universo
ansioso y en trance que inspira una idea, un fragmento melódico
o la disposición de un silencio.
Esas circunstancias están buscadas por la cámara,
intuyendo o anticipándose a los pensamientos que el músico
expresa en chanzas, en pequeñas reflexiones, en miradas descuidadas
detenidas sobre caminos ya celebrados desde mucho tiempo antes.
Saluzzi vaga por las ciudades europeas como lo hace aquel que ya
las ha contemplado, aquel que ya estuvo alguna vez allí,
pero también como alguien que está de paso. La cámara
se acerca, penetrante, hacia su rostro y sus manos, esos dedos ansiosos
que siempre intentan una melodía o un acorde. La máquina
y el hombre, una vez más en la historia de la cultura, se
dejan llevar por quién sabe qué pensamientos. Muchos
filósofos vieron en los rostros, en los primeros planos,
una promesa de obra. En Saluzzi hay una mirada nerviosa y divagante.
Hay una obra que acecha sobre la base de otra que nunca sabe bien
qué será. En Saluzzi hay gozo e insatisfacción.
Pero estas geografías están interpoladas por otras
que, coloridas, se introducen inapelables. Otras geografías
acosan e inquietan a las ciudades europeas. El noroeste argentino
aparece una y otra vez como si reclamara una presencia al mismo
tiempo doméstica y desusada, mientras música y cámara
prosiguen. ¿Hacia dónde? ¿Qué mira ese
Saluzzi en Venecia, en París, en Alemania? ¿Qué,
en Salta? ¿Es que recuerda o va hacia el recuerdo? He aquí
el otro nerviosismo del director y del músico: dos continentes,
dos culturas amasadas en espíritus impacientes y aventureros,
en choque y en armonía.
El fragor de las culturas universales y de una música que
parece inubicable retorna en pasión y color en la peculiaridad
de la infancia. Salta reaparece entonces en la madre de los músicos
y en las fiestas populares. En este film, la música se vuelve
espacio y las imágenes elaboran melodías alcanzadas
por segundas menores como si quisieran ser una de las tensiones
de las culturas.
* Cantante.
El film Saluzzi, ensayo para bandoneón y tres hermanos, de
Daniel Rosenfeld está en cartel en Buenos Aires.
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