Por Cristian Alarcón
Con risas, con una euforia que
tardará en aplacarse, Matías y Cristian González
Cansino juegan en el patio cuarteado de su casa, demasiado cerca del río,
en el pueblo tucumano de La Madrid. Hace una semana eran ciegos. Apenas
distinguían, como en una noche cerrada, las siluetas más
groseras. Ahora no terminan de preguntar por el nombre de los colores.
Aún no cesa el asombro de distinguir las formas de sus animales
el perro y el alazán de unos vecinos a los que antes
les temían como a monstruos. Los chicos fueron operados varias
veces en el Hospital Garrahan durante los últimos nueve meses.
Su madre, Yolanda, que hacía diez años había perdido
completamente la visión, lo fue en el Santa Lucía. También
recuperó la vista. Ahora, en una desoladora escena, tratan de ordenar
y de recuperar lo último que les queda dentro del rancho de bloques
y sin piso, con fogón, destrozado por el agua de las inundaciones
de hace casi un año. La humedad se ha enviciado y huele a podrido
porque no habían regresado desde aquel momento. Pero si no hubieran
sido evacuados como cada uno de los madrileños que
soportaron la crecida quizá nunca nadie hubiera conseguido que
les solventaran los 750 pesos que jamás habían podido juntar
para operarse en una clínica tucumana.
Los González Cansino, como casi los seis mil habitantes de La Madrid,
a cien kilómetros de San Miguel, son conocidos entre sus vecinos.
Ayer por la tarde la algarabía en el barrio cercano al río
Marapa se había apagado con la siesta. Pero Cristian y Matías
no bajaban. Se habían pasado la mañana jugando con sus amigos
de siempre y estaban ansiosos por ir a la escuela, a conocer la cara de
los otros, a sumar sus voces con sus rostros. Aunque que no tienen guardapolvo,
como casi nada tienen, y carecen de dinero para continuar, para retomar
la vida, o para cambiarla más allá de lo que ven sus ojos.
Esa es apenas una de las preocupaciones de Yolanda y de su segundo marido,
Gustavo González, jornalero de la zafra y de la cosecha de granos,
enfermo ahora de una cardiopatía grave que debe operarse cuanto
antes, sin idea alguna sobre si la ayuda del Estado nacional, además
de devolverles la visión, les abrirá la puerta para subsistir
en condiciones menos miserables.
Yolanda tiene 40 años, Ariel 30. Hace diez que están juntos,
los hijos del anterior matrimonio de ella ya son grandes. Fue justamente
cuando se conocieron que Yolanda perdió totalmente la vista por
un desprendimiento de retina, combinado con sus cataratas. Son las mismas
que heredaron dos de sus tres hijos. Con ellos vive también María
Rosa, de 8 años. Cristian, el de siete, es un chico callado. Matías,
de nueve, más charlatán. Mamá, sos más
chiquita de lo que creía. Papá, qué alto que sos,
les dijo a sus padres cuando los profesionales del Garrahan le quitaron
las vendas. Cristian quiso saber cuáles eran el azul y el amarillo,
los colores de Boca, el equipo al que hinchaba siguiéndolo por
radio. Anduvimos cinco años por las clínicas de Tucumán,
pero nunca tuvimos los 750 pesos que nos exigían para la operación
de cada uno de los chicos. Es increíble que en diez meses todo
se haya resuelto, dijo Gustavo ayer, cuando llegó a la provincia.
La Madrid nació a fines del siglo pasado cuando el ferrocarril
se abría paso creando poblados en el interior. Luego, al ritmo
en que los trenes se apagaron, fue cayendo hasta que llegamos al
ocaso total, le cuenta a Página/12 Ramón Carrasana,
maestro jubilado y de los que se quedan por arraigo. A la
debacle se le sumaron dos inundaciones: la del 92, cuando por primera
vez el desbordamiento de un dique sepultó al pueblo en agua. Entonces
el ex presidente Carlos Menem visitó la zona de desastre y prometió
un millón de pesos que jamás llegó. Con una fuerza
similar, el río creció nuevamente en marzo del año
pasado. Entonces, otra vez los González fueron rescatados en una
lancha y trasladados hasta la escuela José Farías de Simoca.
Allí, las maestras detectaron que la ceguera de los chicos era
curable y el ex secretario de Desarrollo Humano de la provinciaFernando
Juri gestionó el viaje, financiado por su padre, el fallecido diputado
Amado Juri y luego por el gobierno nacional.
Según los especialistas, las cataratas que cegaron a Cristian y
Matías son consecuencia de la rubéola materna o de la falta
de vitaminas durante la lactancia. De hecho, la cuentan entre las enfermedades
de la pobreza. Durante el 2000, los residentes de la Universidad
Nacional de Tucumán destinados a pasantías rurales dieron
una serie abrumadora de casos de niños que repetían de grado
y sufrían una segregación en sus cursos por no poder seguir
como el resto con la currícula. Eran relegados a las filas del
fondo. Pero en realidad la falta de participación y la callada
actitud se fundaban en sus problemas de vista o de audición que
los aislaban. El caso de los hermanos González se torna más
paradigmático aún si se tiene en cuenta que la patología
que les impedía ver no sólo era operable desde el nacimiento,
sino que a medida que pasaba el tiempo el riesgo de no poder recuperar
totalmente la visión aumentaba (ver recuadro).
Ese fue uno de los motivos por los cuales hubo un lento tratamiento que
incluyó varias intervenciones. La primera de ellas se hizo en setiembre.
La última hace pocos días y llevó cinco horas. En
menos de 24 horas volvieron a ver en un ciento por ciento. Yolanda Santos
Cansino fue operada en el Hospital Santa Lucía y recuperó
parcialmente la visión del ojo derecho, del que era completamente
ciega. Durante el tiempo que pasaron en Buenos aires, los chicos estudiaron
con docentes de la Escuela Domiciliaria 2. Matías sabe ahora escribir
su nombre, aunque le cuesta todavía el Cansino, dice. Ayer, Gustavo
comenzaba a descansar. Durante estos años ha sido él quien
llevo adelante la casa, cocinó, limpió y veló por
todos. Ahora, entre todos intentan ordenar la casa, un solo cuarto de
cuatro por cuatro, que no tiene ni luz ni agua. Limpian los utensilios
con restos de barro, airean ropa húmeda y raída, y ríen
en medio del pueblo al que ven maravillados aunque huela a humedad y abandono.
Las cataratas congénitas
Las cataratas congénitas pueden aparecer a partir
de una enfermedad de la madre, que después se transmite al
feto: una rubeola, un déficit vitaminario, o una toxoplasmosis,
explicó a Página/12 el doctor Alberto Ferraina, jefe
de los consultorios externos de Oftalmología del Hospital
de Clínicas. También pueden darse como parte
de un síndrome malformativo, pero en ese caso están
acompañadas de otras patologías, como por ejemplo
la hipocalcemia, agregó.
Según el especialista, la única solución para
esta patología es la cirugía, porque consiste
en la opacidad del cristalino, por lo que no se arregla con anteojos.
En el caso de los ancianos, indicó Ferraina, es un problema
habitual, por el envejecimiento natural del cristalino. La visión
se recupera fácilmente con la extracción del cristalino
y la implantación de un lente. En un chico es distinto:
si no lo opero apenas diagnostico la patología, el ojo se
ambliopiza; esto quiere decir que pierde capacidad de visión
porque no recibe los suficientes estímulos, aclaró.
Ferraina comentó que si bien no es un problema muy frecuente,
es común que a los hospitales públicos lleguen chicos
con cataratas congénitas. Lamentablemente, es una enfermedad
muy vinculada con el nivel social y económico. No sólo
por falta de control de la mamá durante el embarazo, sino
también por la distancia y la pobreza, que hacen difícil
acceder a una atención adecuada.
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