Por Luciano Monteagudo
La tarde cae a plomo en la finca
La Mandrágora. Un cielo de tormenta amenaza detrás de los
cerros salteños. Alrededor del agua turbia de la pileta familiar
se produce el movimiento de unas figuras humanas, arrastrando unas reposeras
como si arrastraran el peso muerto de sus vidas. A lo lejos se escucha
un tiro, o quizás un trueno. Acompañada por un intranquilizador
tintineo de copas y botellas de vino, Mecha (Graciela Borges) avanza dificultosamente,
hablando sola, murmurando una queja o un reproche. Tropieza y se derrumba
en un vaho de alcohol. Algo más que cristales rotos quedan por
el suelo: pareciera que con Mecha a la que nadie a su alrededor
está en condiciones de auxiliar se derrumba también
algo más, quizás una clase social, o tal vez una cierta
idea de país. No hay nada simbólico en La ciénaga,
el notable film de Lucrecia Martel, ganador del premio a la mejor ópera
prima en el reciente Festival de Berlín. Todo tiene una extraña,
inquietante, materialidad, una presencia física por momentos abrumadora.
Y, sin embargo, no se puede dejar de advertir que en La ciénaga
vibra una realidad aún más amplia que la del film, una percepción
capaz de expresar a partir de un grupo de personajes muy concretos
las tensiones profundas, subterráneas de una sociedad.
Mujeres. Son dos mujeres, dos madres quienes están al frente de
La ciénaga. Desde una cama de la que cada vez más le cuesta
salir, Mecha el mejor trabajo de la Borges desde El dependiente,
de Favio es el centro alrededor del cual gira su familia y La Mandrágora
toda, esa casa que parece una ciénaga, un pequeño mundo
aparentemente inmóvil, pero lleno de una intensa, perturbadora
vida interior. Allí llega Tali (Mercedes Morán, también
excelente), con su propia familia, para reencontrarse con Mecha, su prima,
a la que tenía un poco olvidada. Y alrededor de ellas se agita
todo un torbellino de hijos y criadas, en el que las mujeres Momi,
Isabel, Victoria siempre tienen una presencia determinante. Los
hombres allí parecen estar de paso, o detrás de un vidrio
eternamente oscuro, como Gregorio (Martín Adjemián), el
marido de Mecha. ¡Qué porquería resultaste!,
comenta ella en un susurro, cuando lo encuentra una vez más tumbado
por el tinto.
Familias. En la articulación de esas familias se intuye la complejidad
de un tramado social, con sus múltiples matices. Por delante de
la familia de Mecha, que parece vivir de una tradición que nunca
existió, no se infiere otro futuro que no sea el de una inmovilidad
angustiante como una pesadilla. En ese grupo familiar también hay
que incluir a esas indias, como llama Mecha a las empleadas
domésticas que llevan la casa adelante y a quienes siempre acusa
de robarse las toallas. Proveniente de una clase media más asumida,
la familia de Tali parece anclada en una realidad que querrían
creer más simple de lo que en verdad es.
Cicatrices. Casi todos los personajes llevan una marca, una herida a flor
de piel. El caso más impresionante es el de Joaquín, el
hijo menor de Mecha, que alguna vez perdió un ojo durante un accidente
de caza en el cerro. Pero también están los cortes de la
propia Mecha en el pecho (Conlo que a mí me gustan los escotes,
se lamenta), después de su caída en un charco de sangre
y vino. El hijo mayor, José (Juan Cruz Bordeu), vuelve de una bailanta
con la nariz quebrada. Nadie parece exento de salir herido de La ciénaga.
Deseo. Hay una constante circulación del deseo en el film de Martel.
Nada explícito, ni puesto en acto, pero siempre latente: una suerte
de erotismo familiar, de promiscuidad de sábanas y olores. Nada
hay en el registro de La ciénaga que asocie estos movimientos con
algo parecido a la decadencia. Se trata más bien de una energía
muy particular, una rara fuerza vital en medio de la inercia y la parálisis
que signan a la familia de Mecha.
Polifonía. Hagan caso, che. No te cuelgues del
teléfono. Apretá bien el embrague. China
carnavalera... Todo tipo de voces y diálogos coloquiales
se superponen en La ciénaga, constantemente. Se diría que
las palabras en el film de Martel están tan elaboradas como la
magnífica banda de sonido, una composición en sí
misma, donde el silencio también tiene un peso específico.
Observaciones, reproches, comentarios banales van tejiendo una densa multiplicidad
de sentidos. Nada está enunciado como tal y, sin embargo, a partir
del uso del lenguaje, se hacen evidentes todas las fricciones familiares,
sociales, raciales.
Estructura. Hay una circularidad casi secreta en la manera en que comienza
y en que termina el film. Nada es recto, lineal, en La ciénaga.
No hay relaciones causa-efecto. Tampoco verdades a probar ni crescendos
dramáticos a la manera del cine de Hollywood. El sentido de amenaza
que preside el film se diría que es de orden casi metafísico.
La ciénaga transcurre como los cuentos a la hora de la siesta que
los chicos de La Mandrágora comparten alrededor de esa pileta putrefacta:
historias de perros salvajes y ratas africanas, mientras afuera el cielo
se oscurece de manera ominosa y la lluvia no alcanza a atenuar un calor
extenuante.
PUNTOS
Dos
superestrellas, en un paisaje muy hitchcockiano
Por
Horacio Bernades
Mis películas no son trozos de vida, sino trozos de torta,
afirmó una vez Alfred Hitchcock, fijando cierta idea del cine como
objeto de degustamiento. Primer saludo de dos superpotencias cinematográficas
como son Julia Roberts y Brad Pitt, La mexicana es uno de esos films-trozos
de torta. Dirigida por Gore Verbinsky (el de Un ratoncito duro de cazar)
y coproducida por Lawrence Bender, brazo derecho de Tarantino, La mexicana
representa, para la gran industria hollywoodense, uno de los más
decididos intentos de volver a aquellos tiempos del star system y recuperar
el placer perdido. Porción sin duda menos sustanciosa que las que
Hitchcock sabía servir, el bocado es lo suficientemente espumoso
como para relamerse, aunque el gusto se vaya tan rápido como llegó.
Hablando de Hitchcock, toda la película parece construida a la
sombra de sus films más ligeros. Como en Intriga internacional,
hay un tipo del montón, metido en una intriga que lo supera. El
tipo se llama Jerry (Brad Pitt) y tiene una deuda con un poderoso capomafia,
contraída por propia torpeza y pura mala suerte. Un intermediario
le encarga uno de esos favores que no se pueden rechazar: cruzarse hasta
México para recuperar una pistola legendaria, llamada La
mexicana. Si se va, su novia Samantha, harta ya de los líos
en los que Jerry suele meterse, lo abandona. Samantha es, claro, la Roberts.
Pero Jerry se va, porque no le queda otra. Llegar a México y meterse
en problemas cada vez más densos serán una misma cosa. Como
a Jimmy Stewart en En manos del destino, se le morirá gente que
no debería morirse y pronto se encontrará perseguido por
más de un terrible asesino a sueldo. Mientras, la mexicana
pasa de mano en mano, como las botellas de uranio de Tuyo es mi corazón.
Será necesario que acuda Samantha, como Grace Kelly en Para atrapar
al ladrón, para salvarle la vida a este especie de Lewis que es
Jerry.
De lo que no hay rastros en La mexicana es de las cuestiones de identidad
y otras inquietudes metafísicas, que aparecían hasta en
las películas más livianas de Hitchcock. Más allá
de alguna simpática tomadura de pelo al típico turista yanqui,
es posible que, después del último beso, el espectador se
pregunte qué sentido tuvo todo esto. Tal vez ninguno, salvo el
de disfrutar durante dos horas una película sin mayor sentido.
Gore Verbinsky filma con gusto e indudable savoir faire. Aprovecha muy
bien todo el ancho del scope, llenándolo con la luz y el paisaje
del desierto. Muestra, sin el menor complejo, un México de tarjeta
postal, lleno de paisanos de sombrerazo, festividades a tiro limpio, tugurios
y torvos nativos. Siendo una comedia de aventuras, La mexicana no se atropella
por ir a los tiros o persecuciones. Prefiere descansar en largas escenas
conversadas, en las que, más que lo que se dice, importa con qué
pausas, ritmos y entonaciones.
No podría haber llegado a ninguna parte esta película, de
no ser por sus actores. A disfrutar a pleno del gran James Gandolfini,
Tony Soprano en persona, que da vida aquí, con esa áspera
humanidad, al más viril de los killer-gays. Cuando Gandolfini sale
de escena, allí está nada menos que Gene Hackman (no acreditado),
para llenarla de nuevo. También ese infalible secundario de Bob
Balaban, haciendo un temible yuppie. Y están, claro, Julia &
Brad. Meciéndose siempre ella entre la furiosa fotogenia y el mohín,
arriesgado él en un papel de botarate que hasta a Ben Stiller hubiera
hecho recular. Quien quiera saber en qué consiste eso de ser superestrella,
que vea cada primer plano de Roberts & Pitt como quien mira el más
fascinante de los paisajes. Se aconseja hacerlo sin culpas.
PUNTOS
UN
AMOR EN MOISES VILLE, DE ANTONIO OTTONE
El homenaje que no pudo ser
Por H.B.
Nuestros cuerpos eran
muy jóvenes, pero el amor se encendió en el momento en que
nuestras miradas se encontraron, poetisa, en off, Víctor
Laplace, recordando el primer amor, a bordo del ómnibus que lo
lleva de regreso a Moisés Ville. Intento de homenaje a la colonización
judía en el Litoral argentino, desde fines del siglo pasado hasta
el presente, Un amor en Moisés Ville, cuarto largometraje de Antonio
Ottone (Flores robadas en los jardines de Quilmes, Los amores de Laurita),
naufraga estentóreamente, por culpa de un guión esquemático,
una puesta en escena de tarjeta postal y diálogos tan almidonados
como cada una de las actuaciones. De resultas de todo ello, el ansiado
homenaje termina pareciéndose demasiado a un discursivo acto oficial,
con resultados contrarios a los que se pretendía alcanzar.
Laplace es aquí David, hijo de campesinos llegados del centro de
Europa en las primeras décadas del siglo, que vienen huyendo de
la miseria y los pogroms y se encontrarán aquí con las dificultades
propias de la dura vida de campo. El regreso al pueblo de David, como
actor famoso que triunfó en la ciudad, disparará los recuerdos,
y éstos le permiten al realizador y guionista un repaso, tan ambicioso
como epidérmico, de la historia entera de aquellos colonos, sus
logros y penurias. Con la familia de David y la de su amada Hannah como
eje, Ottone recurre a lugares comunes de folletín, incluyendo accidentes,
muertes y agonías varias, amores contrariados, prejuicios familiares,
hijos preferidos y renegados y hasta una muchacha, Raquel, idéntica
a su madre, con la actriz Malena Figo en ambos papeles. Como fondo, las
callecitas adoquinadas y casas de ladrillo de Moisés Ville, y los
prados y bosquecillos de las inmediaciones, entre coros y bailes del folklore
judío, refuerzan la sensación de estar asistiendo a un acto
municipal, en ocasión del centenario de la ciudad.
Dato curioso, David termina quedándose con Raquel por el mero hecho
de que ésta es exactamente igual a su mamá, en lo que parecería
un involuntario elogio a la clonificación. Con las presencias de
Cipe Lincovsky y Max Berliner como homenaje a la tradición del
teatro judío en Argentina, ni ellos ni el resto del elenco pueden
ir más allá de la macchietta, atrapados entre el esquematismo
de los personajes y una dirección de actores poco menos que ausente.
Cada vez que crece la emotividad de las situaciones, irrumpen, desde la
banda sonora y a todo volumen, trozos clásicos de Fauré
o Smetana, llevando las cosas hasta el límite mismo del ridículo
y dejando en deuda todo posible homenaje hacia aquellos sacrificados pioneros
de la tierra.
PUNTOS
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