Por Fernando DAddario
Es evidente que el duelo terminó,
quizás porque el tiempo es capaz de transformar todas las emociones
(hasta las que provoca la muerte de un ídolo), o acaso porque la
presencia de Rodrigo es tan ostensible que, en algún punto, para
muchos es lo mismo que esté vivo o que esté muerto. No hubo
muchas lágrimas ayer en la sala 9 del Hoyts Abasto, uno de los
125 cines argentinos donde se estrenó Rodrigo, la película,
y eso que el guión de Alejandra Marino y la dirección de
Juan Pablo Laplace hicieron lo humanamente posible para llenar con nostalgia
primaria sus irreversibles agujeros artísticos.
La gente llegó y se fue contenta del cine. Preadolescentes de no
más de 13 años calmaban con pochoclo la ansiedad por ver
en escena a Rodrigo y cumplir de ese modo el sueño que prometía
la promoción televisiva: vas a encontrarte con él.
No hubo mentiras esta vez. Rodrigo estaba allí, con el esplendor
de sus mejores días y una ayudita de la tecnología digital.
Y Agustina Cherri, una de las fans, una representante de todas ellas,
se debatía del otro lado de la pantalla frente a una exigencia
ficcional absurda e innecesaria. Un documental con los mejores shows del
cantante cuartetero hubiese sido un intento más honesto, pero,
debe reconocerse, mucho menos vendible. Se eligió, entonces, envolver
lo verdaderamente importante (los espectaculares shows de Rodrigo en el
Luna Park, actuaciones en Mar del Plata, en Azul TV, etcétera,
con una selección de sus canciones más conocidas, desde
Soy cordobés hasta Yerba mala) con una
historia tan leve que Chiquititas, a su lado, parece una de
Bergman, y de las más difíciles.
Las chicas-espectadoras se iban pensando en volver, una y otra vez, pero
por Rodrigo, no por la película: Es un poco tonta, ¿no?
Pero el Potro está divino buscaba complicidad una niña,
ante una madre que corría presurosa al McDonalds más
cercano. El final se fue un poco al carajo..., decía
otra, menos recatada, que recibió de parte de su amiga un silencio
piadoso.
Porque la película tuvo un principio, un desarrollo y un final,
como corresponde técnicamente, pero transitó los territorios
de la narración cinematográfica con un crescendo de golpes
bajos que superó las expectativas más pesimistas, y capaz
de socavar, al final, la incondicionalidad del más recalcitrante
de los fans. De todas maneras, no conviene traicionar el invisible hilo
de suspenso que propone esta historia y hay que empezar diciendo que Romina,
el personaje compuesto por Cherri (impecable haciendo de lo que es, una
fan), es una chica de clase media baja, que vive en la Boca, que tiene
una madre buena y trabajadora, un padre que los abandonó y un novio
(Dante, interpretado por Lucas Crespi) tonto, sin onda (no le gusta Rodrigo)
y represor. En un show de Rodrigo conoce a otro pibe (Ezequiel, interpretado
por Guillermo Pfening), que siempre pasan estas cosas es fachero,
piola, bohemio y fan de Rodrigo.
No se necesita ser un as del Quini 6 para acertar lo que viene: la versión
edulcorada y púber, tipo Clave de Sol, de Lo
mejor del amor, esa apología del romance clandestino que
Rodrigo transformó en hit. En toda la película hay un solo
beso, el que todas intuyen, y algunas chicas de la platea saludan con
tímidos aplausos. Una pelea entre los dos candidatos de la protagonista
deriva en un desgraciado accidente automovilístico del hermanito
de Romina, que en su agonía hace sentir culpables a todos (inclusive
a los espectadores, cuando la única culpa, si es que la hay, les
pertenece en exclusividad a los realizadores del film) y desencadena sin
querer un festival del absurdo: conmovido, Ezequiel consigue que Beatriz
Olave, madre verdadera de Rodrigo y, a la sazón, la actriz más
convincente de la película, le prometa una pronta visita del Potro
a su lecho de enfermo. Mientras, le deja la bata de boxeador que usó
en el Luna, para cubrir su cuerpecito en la sala de terapia intensiva.Hoy
no va a poder visitarlo, porque tiene un show en La Plata, dice
Olave, con absoluta naturalidad. Ya se sabe qué pasó en
la ruta a La Plata.
Romina y familia se enteran de la tragedia en el hospital y por un momento
se olvidan del nene, hasta que este ¡primer milagro de Rodrigo!
recobra el conocimiento. Después, todos al santuario en Berazategui.
La cámara mirando al cielo y, entre las nubes, el Potro cantando
La mano de Dios, versión Luna Park, con Rodrigo y seis
mil voces cantando Olé olé olé olé,
Diego, Diego... que aquí, y con el perdón de Diego,
se transforma en Olé olé olé olé, Potro,
Potro..., es decir, punto final.
MONKEYBONE,
UN FALLIDO EXPERIMENTO DE HENRY SELICK
La película que cayó en coma
Por M. P.
Fallido. Ese es el primer término
que aparece cuando llega el momento de presentar Monkeybone, el flamante
film de Harry Selick, director de gemas de animación como El extraño
mundo de Jack o Jim y el durazno gigante. Alejado de Disney luego de aquellos
dos productos demasiado atípicos, Selick recaló en Fox para
un film que cruza su artesanal estilo de animación con actores.
Con el versátil Brendan Fraser al frente y el aporte de un arte
deslumbrante, el estreno de Monkeybone prometía. Pero su resultado
no hace más que decepcionar.
Basada en la historieta Downtown, Monkeybone cuenta la historia de Stu,
un dibujante cuya creación animada está a punto de convertirse
en un éxito televisivo. Pero lo que a él más le importa
es proponerle matrimonio a su novia Julie (Bridget Fonda). Exito y romance
se verán suspendidos por un accidente que hará caer a Stu
en coma, razón por la cual su alma irá a parar a un extraño
limbo en el que vagará en pena hasta que recobre el conocimiento.
O no. Pero un extraño complot enviará de regreso a su cuerpo
al peor de los personajes posibles. Y él deberá luchar para
recuperar su cuerpo y el amor de su novia.
Tal oscura e intrincada trama está rodeada de un despliegue de
efectos y artes visuales realmente impactantes, pero que se no hacen más
que diluirse en la incapacidad narrativa del film, que durante todo su
metraje debe hacer demasiados esfuerzos para ir recorriendo cada pliegue
de la trama. Informar que Julie, por ejemplo, además de ser la
amorosa novia de Stu ha hecho un importante descubrimiento médico.
O el extraño funcionamiento del particular limbo al que ha caído
el alma de Stu. Y si a eso se le suma una manifiesta incapacidad
para hallar el tono en el cual debe contarse tan macabra pero potencialmente
entretenida historia, el término fallido queda corto.
Por lo general, las películas tan prometedoras pero fallidas terminan
ganándose el apelativo de culto, pero gracias a un
enervante doblaje y la ridícula pretensión de venderlo como
un film para niños (en un film que comienza con un juego de palabras
sobre una erección y sigue con un accidente que pone en coma a
su protagonista) en vez de apuntar a los adolescentes, Monkeybone ni siquiera
puede aspirar a un limbo de culto.
PUNTOS
�Llegó
el recreo� no hace honor al nombre de Disney
Por
Martín Pérez
Te voy a
contar un secreto, niño: todos los adultos alguna vez fuimos chicos,
le confiesa el director Prickly a su pesadilla, el niño problema
T.J. Y, a partir de semejante declaración, víctima y victimario
de las bromas más crueles del ciclo lectivo sellan su alianza durante
el período de receso para salvar las vacaciones de verano, amenazadas
por un malvado ex director de escuela obsesionado por las estadísticas
de eficiencia de los países más fríos.
Producto animado demasiado poco ídem como para ostentar la marca
Disney, Llegó el recreo es en realidad un subproducto televisivo
que carga con el nombre del tío Walt, pero en realidad poco tiene
que ver su tradición de dibujo animado clásico para la pantalla
grande. Versión cinematográfica del programa de televisión
titulado Disneys Recess, el film firmado por Chuck Sheetz se apoya
principalmente en las voces antes que en la animación.
Suerte de Rugrats creciditos, y con gags verbales antes que visuales cargando
con la responsabilidad de llevar la trama (tal como lo enseñaron
los maestros de la animación televisiva, el dúo Hanna-Barbera),
la historia de T.J. y su pandilla comienza el último día
de clases, cuando el muchacho de gorra lanza un operativo comando para
rescatar los helados que la marcial señorita Finster ha escamoteado
de los niños durante todo el año lectivo. ¿Los
podremos llevar a la corte como adultos? se pregunta la maestra
cuando se da cuenta de la travesura.
Claro que las travesuras escolares terminan con la llegada del verano,
y con él también la pandilla de T.J. se desbanda, cada uno
de ellos a una colonia de vacaciones diferente. Y así es como T.
J. una suerte de Bart Simpson sin piel amarilla, un toque realista
que en realidad limita sus posibilidades subversivas se queda solo
en el vecindario, razón por la cual comienza a husmear alrededor
de la escuela vacía, hasta descubrir la trama de un confabulación
terrorífica, excusa ideal para reunir a toda la pandilla. Y aún
más.
Ridícula y absurda pero sin dejar de ser didáctica, política
y sentimentalmente correcta, con una banda de sonido ideal para los padres
(que incluye desde el One de Harry Nilsson utilizado también
en Magnolia hasta el Another brick in the wall de Pink Floyd)
e incluso algunas líneas de texto recordables, Llegó el
recreo no deja de ser apenas un capítulo doble (o triple) de una
serie televisiva. Producto digno antes que nada, la historia de la barra
de T.J. se apunta como correcto y educado entretenimiento de duración
bien cronometrada. Pero en el que pesa más la nostalgia por aquella
niñez perdida que señala el director Prickly, antes que
la celebración por cierta infancia eterna propia de los dibujos
animados.
PUNTOS
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