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el Kiosco de Página/12

La bandera del
general Arrillaga
Por Osvaldo Bayer

El 2 de abril pasado, la lujosa casa de departamentos de Arcos 2145 lucía en su entrada una bandera argentina de guerra. El general que vive allí quiso demostrar que es un patriota y festejó así el llamado Día de Malvinas, cuando los argentinos, por orden oficial, festejaban uno de los peores crímenes de la dictadura de Galtieri, aquel general borracho que se sintió Benito Mussolini en el balcón de la Rosada.
Aquel 2 de abril nefasto de 1982, el citado general argentino, cuando el whisky ya le salía por los ojos, envió a jóvenes argentinos a la muerte, porque se le dio la gana, para huir hacia delante del fracaso total de la dictadura de las tres fuerzas armadas.
Entre los que festejaron este año ese día de muerte y de derrota, estuvo el general Arrillaga. En esa casa de departamentos de lujo de Belgrano, donde vive gozando de su pensión por los servicios prestados, vegeta recordando su mayor hazaña: la desaparición de abogados marplatenses, en un operativo conocido como la “Noche de las Corbatas”. El, un militar superficial e ignorante –basta escuchar cómo se expresa–, hizo desaparecer a los más inteligentes y humanitarios: los abogados marplatenses de derechos humanos. Ahora pone la bandera de guerra para embanderar sus crímenes. Aprovechó para eso uno de los pasos atrás más notorios del gobierno radical: el querer levantar el caído honor del Ejército poniendo esa fecha de vergüenza como algo heroico. Pero dejó aún más al descubierto toda la carroña que nos cubre cuando recordamos a los jóvenes destrozados por la metralla británica, desamparados, entregados, abandonados por sus jefes, los de la dictadura desaparecedora. En vez de la bandera de guerra del general Arrillaga, en el vestíbulo de la casa de departamentos de lujo de Arcos 2145 tendrían que figurar los retratos de esos jóvenes abogados que fueron asesinados en forma tan abominable. Los asesinos están entre nosotros, obediencia debida y punto final con Elena Cruz y Fernando Siro, consecuentes en su trágica payasada de rendir pleitesía al asesinato por la espalda.
Pero si López Murphy –batidor del record del ridículo– con el general Brinzoni, De la Rúa y las bancadas de nuestro triste Parlamento crearon el trágico adefesio de festejar el 2 de abril, Día de la Traición a la República, los ciudadanos memoriosos y sin miedos siguen investigando y trayendo a la faz de la sociedad uno por uno los crímenes de estos vulgares represores. Es enternecedor revisar la documentación nueva, las publicaciones, el ver los rostros de las víctimas resurgir del olvido a que nos querían condenar quienes en 1983 inventaron aquello muy cómodo llamado la “teoría de los dos demonios”. Hasta en diarios locales depequeñas poblaciones aparecen los nombres y los retratos de los desaparecidos. El escritor Hugo Presmann relata en Realidad, de Marcos Paz, por ejemplo, una hermosísima y trágica historia de amor de dos jóvenes, Enrique Sous y Amanda Petroff. El era delegado de ATE y además distribuidor de productos de laboratorio. Ella, Amanda, maestra y profesora secundaria. Hugo Presmann relata la vida de esta pareja, con sus sueños y la alegría de la llegada de dos niños. Hasta que los uniformados de siempre vendrán a buscarlo a él. Cuando era arrastrado, Enrique Sous todavía tuvo fuerzas para volver a la puerta de calle y darle un último beso a Amanda. Después como siempre, la única respuesta: “No está ni muerto ni vivo, está desaparecido” que repetía ese sádico medieval llamado Videla. La destrucción de lo más sagrado y luego la cobardía de no afrontar sus crímenes. Una maldad semejante no podrá borrarse por los siglos de los siglos.
Como decíamos, los investigadores siguen implacables. Lo mismo ocurre hoy en la Alemania actual, donde los libros sobre los crímenes sobre el nazismo siguen llenando las librerías. Acaba de aparecer en Buenos Aires una publicación riquísima en documentación de la época de los crímenes militares. Se llama Veinticinco años después y está editado por Milenio y compilada por Norma Fernández. Las ilustraciones de Ricardo Carpani -aquel artista testimonio del pueblo– nos acompañan en todo el texto, que arranca, como tenía que ser, con el clásico de esa época, Rodolfo Walsh y su cada vez más gigantesca “Carta Abierta a la Junta Militar”. Luego desfilan todos aquellos que fueron testigos de esos años, con sus testimonios. Y las víctimas. Los que perdieron sus vidas y los que sufrieron el exilio, tanto externo como el interior. Una publicación para aprender y para saber más. Ya no hay retroceso. Los militares y sus civiles paniaguados en todos estos años no fueron capaces de responder con ningún trabajo serio. Son las pocas, monstruosas publicaciones donde se nota la raigambre profundamente fascista de los autores del gran crimen. Esa es la mejor prueba, no saben ni siquiera intentar su defensa. Se cubren con “Dios, Patria y Hogar”. Se detienen en su oficio de represores, nada más. Esa es la alegría de los otrora perseguidos; ése es el triunfo final. La cultura los pone al desnudo. Aunque se cubran con la bandera argentina con sol, han quedado desnudos ante la historia, con el olor nauseabundo por la diarrea de Malvinas. Con el general borracho al frente forman una decrépita columna que da vueltas sobre sí misma. Ya no los acompaña ni siquiera el hisopo de algún cura. Etchecolatz trata de refugiarse detrás de su patota de palurdos. Suárez Mason trata de desertar. Dos calaveras aplauden con ruidos de huesos: Elena Cruz y Fernando Siro. Cierra el espectáculo el general Videla en pijama repitiendo ya como un sonámbulo: “No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos”. Desde alguna esquina Héctor Oesterheld hace esbozos, esa caravana de la muerte pasará a ser el final de su última historieta. En todos los cuadros aparece cada vez más nervioso el general Arrillaga tratándose de envolver en una bandera azul y blanca con sol, pero al final lo deja desnudo ante la historia.
Paso de nuevo ya siendo noche cerrada por el edificio de departamentos de lujo de Arcos 2145; la bandera de Arrillaga está media chingada. En la calle hay un hombre parado que lee versos. No distingo bien, pero esa figura tiene rasgos de Paco Urondo. Le oigo decir:
Tropiezos heridos de muerte;
Esperanza y dolor y cansancio y ganas.
Estar hablando, sostener
Esa victoria, este puño; saludar, despedirme.
Sin jactancias puedo decir
Que la vida es lo mejor que conozco.

 

REP

 

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