¿Quién va a comprar
argentino?
El sociólogo francés Loic Wacquant, cuyo libro Parias
urbanos viene de aparecer en castellano, editado por Manantial,
decía en una reciente entrevista (suplemento cultural de
Clarín del domingo 1º de abril) que la Argentina está
enfrentando el peor escenario social por el simultáneo desarrollo
de dos formas de marginalidad urbana. La villa miseria del
año 2000 no es la misma que la de 1970 explica.
Hoy es una entidad híbrida, que padece a la vez la escasez
del trabajo industrial al viejo estilo y la abundancia de los nuevos
empleos precarios, que no ofrecen un mínimo de estabilidad
social. El espinoso dilema que esto crea añade
es que toda política que reduzca un tipo de pobreza automáticamente
incrementará el otro. Wacquant señala que ante
esto las élites del poder estatal optan por la contención
punitiva de la miseria (su exponente más explícito
es el discurso de mano dura y de meter bala del gobernador Carlos
Ruckauf), cargando así la culpa sobre los pobres y eximiendo
de responsabilidad colectiva a la clase política y a la burguesía
transnacional, que controla el destino del capitalismo desregulado.
En la mencionada radiografía de la villa miseria, en alguna
medida válida para la pobreza en general, el desempleo provocado
por la desindustrialización es una de las causas. Lo desalentador
del caso es que el empleo, en sus condiciones actuales, también
produce pobreza y precariedad, o rara vez la repara. La reforma
laboral se encarga de presagiar que incluso una política
que logre reducir la tasa de desocupación sólo trasladará
trabajadores de un contingente social crítico a otro. Ahora,
si este modelo económico va a persistir, no puede esperarse
una recuperación significativa del mercado interno. Podrá
repuntar el consumo desde su muy bajo nivel actual, pero no volverá
a ser un motor de crecimiento sostenido. Tanto la concentración
económica como la degradación laboral se encargarán
de impedirlo.
Por tanto, si no se modificaran estas condiciones, la Argentina
tendría que basar su estrategia de crecimiento en los mercados
externos, tanto de las economías más ricas tipo
Unión Europea como de países periféricos
con capacidad de pago China o Irán. Salvo en
bienes de alta diferenciación (por tecnología o diseño),
en los que el precio no es decisivo, pero que casi no figuran entre
la oferta argentina, un arma fundamental para competir es el costo,
determinado por la productividad (lo que lleva a esquemas más
intensivos en capital y a mayor flexibilización laboral)
y el tipo de cambio.
La exportación como remolcador de la economía presenta
un primer problema: el punto de partida. Como la Argentina exporta
poco (un monto equivalente al 9 por ciento de su PBI), harían
falta incrementos muy fuertes durante mucho tiempo para que las
exportaciones dinamicen toda la economía. Pero hay un segundo
escollo: la sobrevaluación del peso, que vuelve poco competitiva
la producción. Desde este punto de vista, es muy difícil
que un régimen de tipo de cambio fijo, como el implantado
diez años atrás, pueda sostenerse. Primero Domingo
Cavallo, después Roque Fernández, más tarde
José Luis Machinea y ahora de vuelta Cavallo insistieron
en aumentar la productividad y reducir los costos como manera de
resolver la cuestión de manera virtuosa, pero los problemas
de la economía siguieron profundizándose.
Para países como Brasil, una clave para mantener la competitividad
de su producción ha sido y sigue siendo la devaluación
(o, en todo caso, el manejo cambiario flexible), evitando que los
precios internos, y sobre todo los salarios, subieran en igual proporción
que el dólar. Al carecer de ese instrumento, la Argentina
se fue condenando a la deflación, suma de recesión
y de caída de (algunos) precios y de salarios. Esa condena
se postergó mientras se mantuvo el ingreso de fondos por
las privatizaciones (y la corriente de inversiones asociada a ellas)
y la fuerte toma de deuda por parte del sector público (cuyo
déficit fiscal inyectaba así recursosextra en la economía,
como hasta 1991 lo hiciera con la emisión monetaria).
Después se añadió la locomotora brasileña.
Sujetándose a Brasil, la Argentina pudo disimular su descolocación
cambiaria gracias a la ventaja arancelaria garantizada por el Mercosur,
al discriminar contra la producción del resto del mundo.
Ahora, con este bloque austral jaqueado por sus conflictos, Cavallo
intenta alguna forma de recrear la fe en el crecimiento, alentando
sobre todo la inversión. Pero, más allá de
abaratar los bienes de capital y de eliminar algunos impuestos,
deberá convencer a los inversores de que vale la pena producir
en este país, sea para el mercado interno (consumo) o para
la exportación.
El empecinamiento por introducir al euro en la convertibilidad forma
parte de su empeño por zafar de la encrucijada. Quizá
todo consista en generar la impresión de que el peso ha comenzado
a flotar, dejando atrás el desprestigiado régimen
cambiario fijo. Si hasta ahora la política monetaria argentina
permanecía en manos de la Reserva Federal, en el futuro se
le transferirá la mitad al Banco Central Europeo. En la práctica,
suponiendo que Cavallo cumpla con su palabra de no aprovechar el
cambio de referencia para devaluar, el peso pasará a seguir
pasivamente las variaciones del euro respecto del dólar,
pero amortiguándolas en un 50 por ciento. El día que
el euro suba contra el dólar en los mercados, el peso también
subirá, pero la mitad. Y lo mismo ocurrirá cuando
baje.
Como nadie puede saber de antemano si la moneda europea se apreciará
o depreciará respecto del dólar en el corto, mediano
o largo plazo, es imposible predecir si la novedad mejorará
o empeorará aún más la competitividad argentina.
Las teorías sobre la desconcertante relación dólar-euro
llegan al extremo de responsabilizar a la mafia rusa por la actual
debilidad del signo europeo. Como éste comenzará a
existir físicamente el primer día de 2002, hay quienes
aseguran que los malhechores rusos están cambiando ahora
por dólares sus masivas tenencias de marcos y otras monedas
vecinas para no tener que canjearlas mañana por euros en
las ventanillas bancarias. Lo que a ninguno de esos malandrines
se le ocurrió es comprar pesos.
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