Por Silvina Szperling
La idea de cruce perceptivo
que Variaciones cromáticas alrededor del naranja plantea desde
el título (lo cromático puede referir tanto a distancias
entre sonidos como al color en tanto percepción visual) inunda
todo el trabajo que el coreógrafo Miguel Robles y el compositor
Martín Bauer presentan hasta mañana en el Centro de Experimentación
del Teatro Colón. A partir de una autopropuesta de trabajar en
absoluta independencia hasta último momento, este dúo creativo
prueba la efectividad con que lograron enfrentar el desafío artístico
que semejante perspectiva auguraba. Honrando una tradición que
John Cage y Merce Cunningham fundaron en los años 50 (y que nunca
abandonaron) con su método de chance, Robles y Bauer saltaron ciertas
vallas que la subordinación de una disciplina a otra suele generar,
ciertos acomodamientos ficticios, costumbres metódicas y referencias
artísticas que fueron sacudidas por el hecho de tomar este riesgo.
Un par de acuerdos conceptuales: el trabajo en módulos, la clara
elección de temas a desarrollar, la variación mínima,
la convivencia de la visión panorámica con una (o varias)
puntuales llevaron a cada miembro de la dupla a zambullirse en los materiales
propios con una libertad poco frecuente. El coreógrafo se metió
con el silencio y eso hizo brotar sonidos, gestos faciales, ritmos propios
del movimiento, el desarrollo de un imaginario personal nuevo. El músico
se metió con el espacio, a partir del deseo de generar una superficie
musical para la danza y del disparador que la arquitectura del CETC constituye:
los ejecutantes rodean a público y bailarines, en una disposición
circular inhabitual que se ve reforzada por la particular instrumentación
de dos pianos, dos vibráfonos y un cello.
La relación sonido-movimiento, entonces, goza de varias capas y
posibles lecturas. El espectador se ve sorprendido por el hecho de que
los silenciosos movimientos musicales no siempre provocan la interrupción
del movimiento o un cambio de escena. Del mismo modo, Robles rompe la
cuarta pared, acercando a sus bailarinas al público. Ellas tocan
las caras o brazos de la gente, en un desfile que provoca reacciones que
van del resquemor a la simpatía. Un humor extraño se adueña
por momentos del espacio escénico, como cuando los tres bailarines
varones que un minuto antes desarrollaban relaciones de contacto con tres
bailarinas entran al escenario vestidos con polleras, galera y fusta,
sacando la lengua y meneando sus pelvis en un remedo de dragqueen que
descoloca al público del CETC. La gestualidad facial es uno de
los recursos más utilizados que incomoda al comienzo y se convierte
en un código más, a medida que avanza la obra. Un notable
trabajo rítmico en largos unísonos sostenidos eficazmente
por el elenco a pleno marca contrapuntos con la música, que se
erige en superficie y paraguas, laberinto y cascada que baña la
danza. Explosivos solos se desprenden del grupo frecuentemente. Todo inundado
por ese vibrante color naranja desde la iluminación y las telas
del vestuario, un elemento sexy y potente a la vez.
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