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Rostros y sombras de un brillante improvisador

Con la Colección Cassavetes, que acaba de ser editada, llega al video una de las obras más personales que dio el cine estadounidense.

Ni “Shadows” ni “Faces” fueron estrenadas en cine en la Argentina.
Los elencos de ambos films funcionan a modo de “big bands”.

Por Horacio Bernades

Un tipo con aspecto de beatnik –el pelo desprolijo, el gesto huidizo, campera de cuero negro, anteojos de sol en plena noche– entra a un sótano superpoblado de humo y de gente. Allí, algunos conversan y ríen a gritos; otros bailan e intentan acercamientos amorosos. Todos toman. Mucho. La escena es absorbente, caótica, llena de energía. La cámara se muestra tan inquieta como la gente entre la que se pasea. Recorre nerviosamente el local, escudriña cada rincón, investiga cada cuerpo y cada rostro. Pero siempre sin detenerse demasiado, porque más allá siempre parece haber algo o alguien nuevo para curiosear. Cortes abruptos refuerzan el clima de desorden y la música de jazz se oye fuerte y bien, completando la inusitada vitalidad de la escena.
Es el comienzo de Shadows. El punto justo en que se abre una de las obras más personales, inconfundibles e influyentes del cine moderno. La obra que practicó un corte radical en el cuerpo del cine estadounidense, al mismo tiempo que Godard, Truffaut y Cía. hacían lo propio del otro lado del océano y el cine del mundo entero parecía pedir una, dos, muchas más nuevas olas. Es el comienzo de la obra de John Cassavetes, nacido en Nueva York en 1929, fallecido en Los Angeles en 1989. En lo que constituye uno de los grandes hitos en la historia del video local, Shadows acaba de ganar la calle, editada por el sello Epoca, con el título de Sombras. No lo hace sola, sino junto con ese opus magnum cassavetiano llamado Faces, que el mismo sello lanza con el título de Rostros. Ambas, disponibles tanto para alquiler como para la venta, dan inicio a una Colección Cassavetes, cuyo siguiente paso será la edición de Maridos.
Para medir el valor del acontecimiento, conviene recordar que ni Shadows, de 1959, ni Faces, de 1968, se estrenaron jamás en Argentina, debiendo esperar hasta el año pasado para disfrutar de exhibiciones más o menos regulares, en el marco del Festival de Cine Independiente. El espectador quisquilloso arrugará ligeramente la cara al toparse con los títulos originales traducidos, así como con un subtitulado excesivamente castizo, que no les sienta bien a estos verborrágicos neoyorquinos y angelinos. El jazz marca la escena inicial de Sombras, dos de cuyos protagonistas son músicos. Además del hecho, no menor, de que la música de la película lleva la firma de ese coloso del jazz moderno que es Charlie Mingus. Del mismo modo, una larga escena de Rostros incluye un tema entero a cargo de dos crooners.
No se trata de un detalle circunstancial, ni de mera cuestión de música de fondo, sino del hecho, liso y llano, de que Cassavetes hacía cine-jazz. Esto es, películas basadas en la improvisación, en el ensayo exhaustivo con ese perfecto equivalente del músico que era para él el actor. Al que dotaba de toda la libertad para ejecutar libremente una música-guión que sólo se armaba con el correr de los ensayos, luego durante el rodaje y finalmente en la mesa de montaje. Verdadera big band, los elencos de sus películas, integrados casi en totalidad por amigos, parientes y gente de confianza, “tocaban” las largas escenas, haciendo interactuar sus respectivas partes o solos. Ni siquiera puede hablarse de “papeles” en el cine de Cassavetes, ya que los personajes parecen ir armándose en el curso de la película. Si Sombras representa una primera y algo tentativa aproximación a este estilo y método de trabajo, Rostros, cuyo proceso integral de rodaje y posproducción llevó nada menos que tres años, es ejemplo consumado.
En el cine de Cassavetes, y de allí su violenta ruptura con Hollywood, no hay, stricto sensu, una historia a contar. Lo que hay es una sucesión de situaciones en las que los personajes intervienen, armando un puro discurrir, cuyo rumbo y sentido son siempre impredecibles. El mundo que se arma es estrictamente nocturno, hecho de fiestas, reuniones y borracheras, complicidades, rupturas, furiosas disputas, peleas y reconciliaciones. Un mundo que bulle al costado de aquella otra América, la oficial, la del trabajo, lucro, familia y propiedad. Un verdadero “mundo libre”. Y un cine a su medida, que hoy se ve incluso más joven y vital, más lleno de deseos que lo que supo ser, hace treinta o cuarenta años.

 

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