Una representación
en teatro de títeres para niños discapacitados sobre
las diferencias de enfoque entre demócratas y republicanos
en Estados Unidos frente a los adversarios o enemigos externos difícilmente
superaría en maniqueísmo y obviedad a la experiencia
de los últimos 10 años. A veces, en efecto, la realidad
supera en absurdo a su caricatura más paródica, tal
vez porque los poderosos siguen siendo regidos sobre todo por sus
ideologías o sus supersticiones, lo que determina
que éstas -por más irreales que sean terminen
trazando los mapas, contornos y límites de la realidad verdaderamente
existente.
Los casos de Rusia y China son relevantes. La administración
Clinton, ensayando la vena idealista wilsoniana e internacionalista
de su partido, buscó asimilar a ambas dentro de su arquitectura
global. Clinton era un cínico: su amigabilidad tomó
la forma, en el primer caso, de incesantes desembolsos (o sobornos)
que terminaron en cuentas en Suiza, y en el segundo, de la aceptación
semilegal de contribuciones de campaña. La complacencia clintoniana
permitió el default ruso, al tiempo que entregó a
China mucho a cambio de nada. Su política tampoco logró
sus objetivos apaciguadores: la tolerancia de Clinton con la mafia
de Boris Yeltsin determinó que los rusos de la calle identificaran
a Estados Unidos con la corrupta fuente de sus males y luego, cuando
Estados Unidos bombardeó Yugoslavia en defensa del independentismo
albano-kosovar, tanto Rusia como China protestaron contra lo que
vieron como un peligroso precedente de cara a sus separatismos internos.
Con la llegada de George W. Bush, podía pensarse que venía
una corrección, un reajuste determinado por una disminución
del activismo en la escena internacional. No fue así: si
la gente de Clinton buscaba ingenuamente convertir a adversarios
en aliados estratégicos, los hombres de Bush decidieron proclamarlos
enemigos. De esta estrategia (cuya primera verificación práctica
fue una intensificación de los patrullajes aéreos),
resultó el incidente del avión espía norteamericano
en China, así como la reanudación de los bombardeos
contra Irak. El hilo conductor está en una nueva asertividad
en el ejercicio del monopolio de la fuerza por Estados Unidos en
un mundo unipolar, y en la utopía de una seguridad absoluta.
Aparentemente es una estrategia conservadora, pero en realidad es
peligrosamente revolucionaria y desestabilizante, ya que trata de
rehacer al mundo. Y el mundo va a resistirse.
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