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DOS Ahí me compro una reproducción de antiguo coche fúnebre. “Pohrebni Vuz 1924”, dice la cajita Made in Czech Republic. Soy feliz. El que dice que nunca piensa en comprarse un juguete está mintiendo. Yo sigo entrando a jugueterías con cara de estar buscando algo para un hijo que no existe pero en el que me convierto sin dificultades cuando la ocasión y la tentación lo demandan. Ahí está mi colección adulta de muñequitos freak legada a otro perverso de iniciales H.S. (saludos), y ahí, en los estantes de este museo, está mi pasado. Hay algo perturbador en que los juguetes con los que yo jugué sean ahora considerados antigüedades pero qué le vas a hacer. Tenue consuelo: mi período juguetero fue un momento tan complejo y tumultuoso como, supongo, la Revolución Francesa. Tiempo de cambios. A mí me tocó –en cuestión de unos pocos cumpleaños– el primitivismo de soldaditos o esos juguetes de “profesiones” destinados a estimular la futura vocación del niño, los robots a pila de línea japonesa, los germanos trenes Marklin, los primeros controles remotos (con cable) y la euforia progre y autodidacta de Mis Ladrillos, Rasti y Lego. La televisión era en blanco y negro y –por suerte– venía en tercer lugar luego de los libros y las historietas y de las extrañas criaturas que uno construía a su imagen y semejanza sintiéndose Dios o Dr. Frankenstein o Rabino Loew. Y nadie –a diferencia de lo que ocurre ahora– jugaba sentado y frente a una computadora doméstica. Debe ser raro eso de jugar sentado, debe ser un poco como si uno fuera el juguete con el que juega la computadora. TRES Ruth Handler –como Dios, el Rabino Loew o el Dr. Frankenstein– es la creadora de la criatura de nombre Barbie. La bautizó así en honor a su hija Barbara y se hizo millonaria y después perdió la marca y en el museo descubro que Barbie no estuvo sola: también estuvieron Skipper (la hermanita), Midge (la mejor amiga) y Francie (“la prima moderna”). Y Ken, por supuesto. Y varias Barbies conmemorativas que, involuntariamente, ponen de manifiesto la decadencia del ideal femenino: ahí están –cronológicas y en picada– las barbies de Audrey Hepburn, Twiggy, Cher, Farrah Fawcett, las Spice Girls y, cualquier día de estos, Britney Spears, la más Barbie de todas. Echarle la culpa –como es frecuente– de bulimias y anorexias a estas muñecas es, pienso, tan tonto como acusar a los soldaditos de alimentar deseos golpistas. Pero también es cierto que en el plástico o el metal de los juguetes residen muchas de las claves secretas y cromosomas externos de lo que terminarán jugando, ganando o perdiendo nuestra carne y nuestros huesos. El tiempo dirá si acabamos pareciéndonos al siniestro Chuky o al benéfico Pikachu. Mientras tanto –mientras escribo estas líneas– leo que Bush insiste con que le devuelvan su avioncito, anuncia que se desarrollará una bomba atómica dirigida “que no causa daños colaterales” y pienso que el destino inescapable de los hombres es, inevitablemente, el mismo que el de sus juguetes: romperse.
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