UNO Ahora, en Praga, en los fondos del palacio del impredecible Rudolf II, descubro que hay algo llamado Museo del Juguete y que ofrece una colección permanente, así como una exhaustiva exposición sobre el mundo de la muñeca Barbie. Tiene su gracia: Barbie en Praga, la ciudad en la que el venerable rabino Low creó al Golem, ese gran muñeco étnico, ese frankenstiano juguete vengador de toda una raza y una cultura. Sí, subiendo las tortuosas escaleras de caracol medieval que me llevan a Barbielandia pienso en los juguetes y en su relación con nuestras vidas. Los juguetes, sí, habitan nuestras infancias pero nos acompañan hasta la muerte, momento en que jugueteamos con la idea de volver a ser niños para poder seguir jugando. Así, en el Museo del Juguete de Praga la colección estable aparece antes que las muñecas de colección pego la nariz contra el vidrio de los exhibidores y miro todo eso que nunca he dejado de mirar por más que finja mirar para otro lado. DOS Ahí me compro una reproducción de antiguo coche fúnebre. Pohrebni Vuz 1924, dice la cajita Made in Czech Republic. Soy feliz. El que dice que nunca piensa en comprarse un juguete está mintiendo. Yo sigo entrando a jugueterías con cara de estar buscando algo para un hijo que no existe pero en el que me convierto sin dificultades cuando la ocasión y la tentación lo demandan. Ahí está mi colección adulta de muñequitos freak legada a otro perverso de iniciales H.S. (saludos), y ahí, en los estantes de este museo, está mi pasado. Hay algo perturbador en que los juguetes con los que yo jugué sean ahora considerados antigüedades pero qué le vas a hacer. Tenue consuelo: mi período juguetero fue un momento tan complejo y tumultuoso como, supongo, la Revolución Francesa. Tiempo de cambios. A mí me tocó en cuestión de unos pocos cumpleaños el primitivismo de soldaditos o esos juguetes de profesiones destinados a estimular la futura vocación del niño, los robots a pila de línea japonesa, los germanos trenes Marklin, los primeros controles remotos (con cable) y la euforia progre y autodidacta de Mis Ladrillos, Rasti y Lego. La televisión era en blanco y negro y por suerte venía en tercer lugar luego de los libros y las historietas y de las extrañas criaturas que uno construía a su imagen y semejanza sintiéndose Dios o Dr. Frankenstein o Rabino Loew. Y nadie a diferencia de lo que ocurre ahora jugaba sentado y frente a una computadora doméstica. Debe ser raro eso de jugar sentado, debe ser un poco como si uno fuera el juguete con el que juega la computadora. TRES Ruth Handler como Dios, el Rabino Loew o el Dr. Frankenstein es la creadora de la criatura de nombre Barbie. La bautizó así en honor a su hija Barbara y se hizo millonaria y después perdió la marca y en el museo descubro que Barbie no estuvo sola: también estuvieron Skipper (la hermanita), Midge (la mejor amiga) y Francie (la prima moderna). Y Ken, por supuesto. Y varias Barbies conmemorativas que, involuntariamente, ponen de manifiesto la decadencia del ideal femenino: ahí están cronológicas y en picada las barbies de Audrey Hepburn, Twiggy, Cher, Farrah Fawcett, las Spice Girls y, cualquier día de estos, Britney Spears, la más Barbie de todas. Echarle la culpa como es frecuente de bulimias y anorexias a estas muñecas es, pienso, tan tonto como acusar a los soldaditos de alimentar deseos golpistas. Pero también es cierto que en el plástico o el metal de los juguetes residen muchas de las claves secretas y cromosomas externos de lo que terminarán jugando, ganando o perdiendo nuestra carne y nuestros huesos. El tiempo dirá si acabamos pareciéndonos al siniestro Chuky o al benéfico Pikachu. Mientras tanto mientras escribo estas líneas leo que Bush insiste con que le devuelvan su avioncito, anuncia que se desarrollará una bomba atómica dirigida que no causa daños colaterales y pienso que el destino inescapable de los hombres es, inevitablemente, el mismo que el de sus juguetes: romperse.
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