Por
Fernando D’Addario
Joey
Ramone era alto, desgarbado, pálido hasta el miedo, y usaba unos
anteojos redondos que, confabulados con su flequillo rebelde, conferían
a su rostro un carácter enigmático e inexpugnable. No se
sabe qué extraña combinación (azar, talento, milagro
argentino) llevó a ese antihéroe de los sótanos neoyorquinos
a convertirse aquí en el máximo referente de un fenómeno
sin precedentes en el mundo. Sólo se sabe que Joey obtuvo por decreto
popular el don de permanecer siempre adolescente, a despecho del calendario
e, inclusive, de su deterioro físico. El domingo, Jeff Hyman (así
se llamaba) murió en Nueva York a los 49 años, en compañía
de su madre, víctima de un cáncer linfático que no
impedirá, de cara a la leyenda, su pertenencia al salón
bizarro de las grandes pasiones argentinas.
Tanto Joey
como su banda, los Ramones, fueron en los 80 objeto de culto para freaks
desencantados y, en los 90, válvula de escape para el novedoso
–por entonces– punk proletario de los suburbios bonaerenses.
En su tierra natal, en cambio, su público fue, durante los 22 años
de trayectoria, funcional a la inmutabilidad artística de los Ramones.
Eran “los mismos de siempre” (en cuanto a número, recambio
generacional mediante) quienes aseguraban al cuarteto una supervivencia
digna en medio del tráfico de influencias musicales, modas y escenarios
rockeros posibles. El vendaval de cambios verificados en la escena internacional
(new wave, rap, hardcore, grunge, etc) los preservó intactos e
incorruptibles, a través de sucesivos discos cuyas diferencias
entre sí solo podían ser detectadas por equipos de especialistas.
Tenían un título nobiliario: habían inventado el
punk. Es cierto que en algún momento de sus carreras cometieron
el desliz de sonar (en estudio) medianamente bien, pero bastaba verlos
en escena para comprobar la naturaleza incorregible de sus acoples, su
minimalismo inalterable, su desprolijidad visceral.
De tan rebeldes eran auténticamente conservadores. En tiempos de
gigantismos del tipo Emerson, Lake & Palmer, ellos reivindicaban a
héroes musicales de los 50, como Little Richard y Eddie Cochran.
Su cóctel de influencias, mínimo pero poderoso, incluía
a los Stooges y a los New York Dolls, pero también a los Beatles
y a los Beach Boys, con lo cual su virulencia era “escuchable”,
previa adecuación del oído a las levísimas variaciones
de sus tres tonos eternos. En la Argentina acompañaron escrupulosamente
(claro que sin saberlo) el crecimiento cuantitativo y el cambio de rol
social que experimentó el rock. Cuando tocaron por primera vez
en Buenos Aires, en aquel legendario primer concierto en Obras de 1987,
los raros peinados nuevos coparon la parada. Eran los punks tardíos
(algunos de ellos aptos para ser descriptos como “pseudo punkitos
con el acento finito”, como definió Luca Prodan, presente
en ese histórico show), los new wave curiosos, los Fito Páez
ansiosos por ver “algo”. Cuatro años después,
la escenografía había cambiado radicalmente, como el país.
Futbolizados, los Ramones se volvieron más populares que el género
musical que los cobijó. Seguirlos se convirtió en un ritual
cada vez más convocante: se despidieron en 1996, ante 50 mil fanáticos.
En la Argentina vendieron más entradas que discos y, aunque no
hay estadísticas, es probable que circulen por los barrios más
ediciones piratas de sus conciertos que CDs oficiales. Se separaron hace
cinco años, pero en el inconsciente de sus seguidores flotaba una
difusa sensación de regreso permanente.
Patentaron, sin querer, una nueva tribu: la de los ramoneros, quienes
como los stones (a quienes detestaban) comenzaron a formar parte, de manera
periférica, del nuevo rock nacional y popular, al que enriquecieron
con sus particularidades: botitas de basket, borcegos, jeans achupinados,
remeras negras con el logo de la banda, bardito adolescente, pogo desenfrenado
y un grito de guerra, primitivo, “Hey Ho Let’s go”, extraído
del tema “Blitzkrieg Bop”. A diferencia de sus fans, ellos ya
eran gente grande. El guitarrista Johnny es un republicano acérrimo,
a pesar de su punkitud militante. Joey era más correcto, se declaraba
defensor de la ecología, y participaba de campañas como
Rock the vote, que propiciaba el voto juvenil en EE. UU. Después
de la separación de la banda, y coincidiendo con el comienzo de
su enfermedad, su comportamiento sufrió alteraciones. Se dejó
ganar por un obsesivo culto al mercado de valores. Compraba y vendía
acciones con la misma descarga de adrenalina con que antes escribía
canciones de un minuto y medio. Antes de que lo internaran pudo terminar
su primer disco solista, y al momento de su muerte, en su habitación
sonaba “In a little while”, de U2. Así como en la película
Hechizo del tiempo, después de una era inexplicable, en que cada
día reproducía inexorablemente el anterior, finalmente se
rompió el embrujo. A partir de hoy el rocanrol volverá a
girar, pero sin el “One, two, three, four” de los Ramones.
OPINION
Por Leo De Cecco *
Se
termina una era
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Me enteré
de la muerte de Joey Ramone de una manera muy bizarra: haciendo
zapping me encontré con la placa roja de Crónica TV
que anunciaba la noticia. A pesar de que sabía que estaba
internado, me costó creer que había muerto. Con la
muerte de Joey se cierra una etapa en la música punk y new
wave, porque era un grosso de verdad, irreemplazable como icono
y como cantante. Lo primero que se me vino a la cabeza cuando me
enteré de su muerte fue mi imagen a los catorce años,
las vacaciones en la costa con los casetes de Ramones clavados en
el walkman o esas tardes escuchándolos al taco en mi habitación.
Pensar en Ramones es, para mí, recordar instantáneamente
las novias de la adolescencia, el colegio y la calle. Aunque ahora
no los escucho tanto como entonces, su música directa y energizante
fue una influencia clarísima para mí. Por eso no me
perdí ninguno de los shows que dieron en Buenos Aires. Recuerdo,
incluso, haber ido a la conferencia de prensa en Halley, en el ‘91.
Dos años más tarde, en Obras, le entregamos una copia
de nuestro disco Angeles caídos, aunque no pudimos hablar
mucho con Joey. Con Attaque recién aceptamos ser teloneros
de los Ramones para el concierto de los 20 años, en Vélez,
y volvimos a estar en River, en la despedida. Antes nos negamos
varias veces, porque nos molestaba que nos dijeran Los Ramones argentinos.
La verdad, tenían razón en algún punto. O en
todos, más bien.
* Baterista
de Attaque 77.
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OPINION
Por Mosca *
Parecía
un topo gigante
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Puede parecer
una obviedad, pero la verdad es que la muerte de Joey Ramone es
una gran pérdida para el rock. Los Ramones eran una banda
de culto para mucha gente .-no por casualidad llegaron a aparecer
en un capítulo de “Los Simpson”–, con ese
característico sonido de motosierra pero, además,
con grandes canciones. Tengo la mejor opinión sobre ellos,
tanto como para creer de verdad que eran simplemente los mejores.
Y Joey en particular, como cantante, siempre me gustó. Era
básico, pero me caía muy bien, con su estética
de físico flacucho y de dos metros de altura, plantado encima
del escenario. Con 2 minutos tuvimos la fortuna de poder compartir
escenarios varias veces con ellos, en Vélez, River y Obras.
Tuvieron la mejor onda con nosotros, estuvimos charlando y nos sacamos
varias fotos juntos. De todos esos encuentros me acuerdo de que
a él se lo veía enfermo. Tomaba un montón de
remedios recetados, caminaba despacito, como si fuera un topo gigante,
y un tipo de seguridad lo acompañaba por el pasillo hasta
el escenario. Cuando empezaba el show se transformaba, se convertía
en otra cosa, pero abajo se lo veía mal. Flasheamos mucho
con esa situación, con su tremenda personalidad. Recién
enterado de la noticia, me acuerdo de eso y lo único que
se me ocurre es una frase triste: pobre chabón.
* Cantante
de 2 Minutos.
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LOS
SHOWS EN ARGENTINA, UN RITO QUE MUTO EN SUCESO
La
leyenda de los flequilludos
Por
Eduardo Fabregat
Hace
ya algunos años, cuando el fenómeno Tango feroz disparó
una ola similar a la que el año pasado provocó la radio
La Mega, una “investigación” de la revista Gente sobre
el rock argentino afirmó que “los Ramones suelen tocar los
sábados en The Roxy”. La burrada sólo tiene explicación
en el inquebrantable romance que el grupo estadounidense tuvo con el público
argentino, y que podría llevar a algún despistado a pensar
que los flequilludos tomaban mate en la puerta de su casa. Poco les faltó,
sin embargo: basta echar un vistazo a las cifras (ver aparte) para entender
la enormidad de lo hecho en Argentina por un grupo que en su tierra natal
no se destacó por arrastrar semejantes multitudes.
Ahora bien: ¿por qué los Ramones fueron tan grandes aquí?
La explicación está condensada en el primerísimo
show del grupo en Obras, en el lejano 1987, cuando todavía eran
“de culto” y frente a una platea en la que Fito Páez
fue golpeado por un grupo de intolerantes y Luca Prodan mirado como un
colado, un tipo de otro palo. Esa noche no importó que Joey tuviera
una gripe que apenas lo dejaba respirar: el público argentino tuvo
su primera dosis de uno de los shows más adrenalínicos sobre
la tierra, y ya no pudo dejar el hábito, como lo prueba la progresión
matemática de años y cantidad de shows por visita. No es
tan extraño. En esta tierra donde el rock más sanguíneo
encuentra los seguidores más fieles, un show como el de los Ramones
no podía pasar inadvertido.
Nunca tocaron más de setenta minutos, y nunca bajaron de las 27
canciones: un show Ramone era una descarga ultrafuriosa de electricidad
y potencia, apenas punteada por el “one, two, three, four” de
rigor, introducción a himnos de batalla como “I wanna be sedated”,
“Now I wanna sniff some glue”, “Sheena is a punk rocker”
y “Pet Semetary”. Joey era un gigante inmóvil de voz
destrozada, y Johnny una máquina de disparar riffs cavernícolas,
y Dee Dee y Ritchie (luego reemplazados por CJ y Marky) eran una base
atronadora que se encargaba de mantener el vapor a toda presión.
Suficiente, y más que eso, para darle pasto a los pogos más
impactantes que se hayan visto en el estadio de Avenida del Libertador,
que para Ramones terminó siendo tan significativo como el CBGB
de sus comienzos. Aun en sus peores shows (el del ‘94 en Vélez,
incluso el de la despedida de Adiós amigos), Ramones le dio al
público local aquello que es inasible, pero resulta el mejor certificado
de popularidad y buen status rockero: aguante. Y un aguante bien ruidoso.
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