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EN NUEVA YORK, VICTIMA DE UN CANCER LINFATICO, MURIO JOEY RAMONE
El punk rock argentino también está de luto

Fue la voz de los inventores del punk, pero también un ídolo de multitudes aquí, donde los Ramones realizaron 26 shows seguidos por más de doscientos mil espectadores.

Por Fernando D’Addario

Joey Ramone era alto, desgarbado, pálido hasta el miedo, y usaba unos anteojos redondos que, confabulados con su flequillo rebelde, conferían a su rostro un carácter enigmático e inexpugnable. No se sabe qué extraña combinación (azar, talento, milagro argentino) llevó a ese antihéroe de los sótanos neoyorquinos a convertirse aquí en el máximo referente de un fenómeno sin precedentes en el mundo. Sólo se sabe que Joey obtuvo por decreto popular el don de permanecer siempre adolescente, a despecho del calendario e, inclusive, de su deterioro físico. El domingo, Jeff Hyman (así se llamaba) murió en Nueva York a los 49 años, en compañía de su madre, víctima de un cáncer linfático que no impedirá, de cara a la leyenda, su pertenencia al salón bizarro de las grandes pasiones argentinas.
Tanto Joey como su banda, los Ramones, fueron en los 80 objeto de culto para freaks desencantados y, en los 90, válvula de escape para el novedoso –por entonces– punk proletario de los suburbios bonaerenses. En su tierra natal, en cambio, su público fue, durante los 22 años de trayectoria, funcional a la inmutabilidad artística de los Ramones. Eran “los mismos de siempre” (en cuanto a número, recambio generacional mediante) quienes aseguraban al cuarteto una supervivencia digna en medio del tráfico de influencias musicales, modas y escenarios rockeros posibles. El vendaval de cambios verificados en la escena internacional (new wave, rap, hardcore, grunge, etc) los preservó intactos e incorruptibles, a través de sucesivos discos cuyas diferencias entre sí solo podían ser detectadas por equipos de especialistas. Tenían un título nobiliario: habían inventado el punk. Es cierto que en algún momento de sus carreras cometieron el desliz de sonar (en estudio) medianamente bien, pero bastaba verlos en escena para comprobar la naturaleza incorregible de sus acoples, su minimalismo inalterable, su desprolijidad visceral.
De tan rebeldes eran auténticamente conservadores. En tiempos de gigantismos del tipo Emerson, Lake & Palmer, ellos reivindicaban a héroes musicales de los 50, como Little Richard y Eddie Cochran. Su cóctel de influencias, mínimo pero poderoso, incluía a los Stooges y a los New York Dolls, pero también a los Beatles y a los Beach Boys, con lo cual su virulencia era “escuchable”, previa adecuación del oído a las levísimas variaciones de sus tres tonos eternos. En la Argentina acompañaron escrupulosamente (claro que sin saberlo) el crecimiento cuantitativo y el cambio de rol social que experimentó el rock. Cuando tocaron por primera vez en Buenos Aires, en aquel legendario primer concierto en Obras de 1987, los raros peinados nuevos coparon la parada. Eran los punks tardíos (algunos de ellos aptos para ser descriptos como “pseudo punkitos con el acento finito”, como definió Luca Prodan, presente en ese histórico show), los new wave curiosos, los Fito Páez ansiosos por ver “algo”. Cuatro años después, la escenografía había cambiado radicalmente, como el país. Futbolizados, los Ramones se volvieron más populares que el género musical que los cobijó. Seguirlos se convirtió en un ritual cada vez más convocante: se despidieron en 1996, ante 50 mil fanáticos. En la Argentina vendieron más entradas que discos y, aunque no hay estadísticas, es probable que circulen por los barrios más ediciones piratas de sus conciertos que CDs oficiales. Se separaron hace cinco años, pero en el inconsciente de sus seguidores flotaba una difusa sensación de regreso permanente.
Patentaron, sin querer, una nueva tribu: la de los ramoneros, quienes como los stones (a quienes detestaban) comenzaron a formar parte, de manera periférica, del nuevo rock nacional y popular, al que enriquecieron con sus particularidades: botitas de basket, borcegos, jeans achupinados, remeras negras con el logo de la banda, bardito adolescente, pogo desenfrenado y un grito de guerra, primitivo, “Hey Ho Let’s go”, extraído del tema “Blitzkrieg Bop”. A diferencia de sus fans, ellos ya eran gente grande. El guitarrista Johnny es un republicano acérrimo, a pesar de su punkitud militante. Joey era más correcto, se declaraba defensor de la ecología, y participaba de campañas como Rock the vote, que propiciaba el voto juvenil en EE. UU. Después de la separación de la banda, y coincidiendo con el comienzo de su enfermedad, su comportamiento sufrió alteraciones. Se dejó ganar por un obsesivo culto al mercado de valores. Compraba y vendía acciones con la misma descarga de adrenalina con que antes escribía canciones de un minuto y medio. Antes de que lo internaran pudo terminar su primer disco solista, y al momento de su muerte, en su habitación sonaba “In a little while”, de U2. Así como en la película Hechizo del tiempo, después de una era inexplicable, en que cada día reproducía inexorablemente el anterior, finalmente se rompió el embrujo. A partir de hoy el rocanrol volverá a girar, pero sin el “One, two, three, four” de los Ramones.

OPINION

Por Leo De Cecco *

Se termina una era

Me enteré de la muerte de Joey Ramone de una manera muy bizarra: haciendo zapping me encontré con la placa roja de Crónica TV que anunciaba la noticia. A pesar de que sabía que estaba internado, me costó creer que había muerto. Con la muerte de Joey se cierra una etapa en la música punk y new wave, porque era un grosso de verdad, irreemplazable como icono y como cantante. Lo primero que se me vino a la cabeza cuando me enteré de su muerte fue mi imagen a los catorce años, las vacaciones en la costa con los casetes de Ramones clavados en el walkman o esas tardes escuchándolos al taco en mi habitación. Pensar en Ramones es, para mí, recordar instantáneamente las novias de la adolescencia, el colegio y la calle. Aunque ahora no los escucho tanto como entonces, su música directa y energizante fue una influencia clarísima para mí. Por eso no me perdí ninguno de los shows que dieron en Buenos Aires. Recuerdo, incluso, haber ido a la conferencia de prensa en Halley, en el ‘91. Dos años más tarde, en Obras, le entregamos una copia de nuestro disco Angeles caídos, aunque no pudimos hablar mucho con Joey. Con Attaque recién aceptamos ser teloneros de los Ramones para el concierto de los 20 años, en Vélez, y volvimos a estar en River, en la despedida. Antes nos negamos varias veces, porque nos molestaba que nos dijeran Los Ramones argentinos. La verdad, tenían razón en algún punto. O en todos, más bien.

* Baterista de Attaque 77.

 

OPINION

Por Mosca *

Parecía un topo gigante

Puede parecer una obviedad, pero la verdad es que la muerte de Joey Ramone es una gran pérdida para el rock. Los Ramones eran una banda de culto para mucha gente .-no por casualidad llegaron a aparecer en un capítulo de “Los Simpson”–, con ese característico sonido de motosierra pero, además, con grandes canciones. Tengo la mejor opinión sobre ellos, tanto como para creer de verdad que eran simplemente los mejores. Y Joey en particular, como cantante, siempre me gustó. Era básico, pero me caía muy bien, con su estética de físico flacucho y de dos metros de altura, plantado encima del escenario. Con 2 minutos tuvimos la fortuna de poder compartir escenarios varias veces con ellos, en Vélez, River y Obras. Tuvieron la mejor onda con nosotros, estuvimos charlando y nos sacamos varias fotos juntos. De todos esos encuentros me acuerdo de que a él se lo veía enfermo. Tomaba un montón de remedios recetados, caminaba despacito, como si fuera un topo gigante, y un tipo de seguridad lo acompañaba por el pasillo hasta el escenario. Cuando empezaba el show se transformaba, se convertía en otra cosa, pero abajo se lo veía mal. Flasheamos mucho con esa situación, con su tremenda personalidad. Recién enterado de la noticia, me acuerdo de eso y lo único que se me ocurre es una frase triste: pobre chabón.

* Cantante de 2 Minutos.

 

LOS SHOWS EN ARGENTINA, UN RITO QUE MUTO EN SUCESO
La leyenda de los flequilludos

Por Eduardo Fabregat

Hace ya algunos años, cuando el fenómeno Tango feroz disparó una ola similar a la que el año pasado provocó la radio La Mega, una “investigación” de la revista Gente sobre el rock argentino afirmó que “los Ramones suelen tocar los sábados en The Roxy”. La burrada sólo tiene explicación en el inquebrantable romance que el grupo estadounidense tuvo con el público argentino, y que podría llevar a algún despistado a pensar que los flequilludos tomaban mate en la puerta de su casa. Poco les faltó, sin embargo: basta echar un vistazo a las cifras (ver aparte) para entender la enormidad de lo hecho en Argentina por un grupo que en su tierra natal no se destacó por arrastrar semejantes multitudes.
Ahora bien: ¿por qué los Ramones fueron tan grandes aquí? La explicación está condensada en el primerísimo show del grupo en Obras, en el lejano 1987, cuando todavía eran “de culto” y frente a una platea en la que Fito Páez fue golpeado por un grupo de intolerantes y Luca Prodan mirado como un colado, un tipo de otro palo. Esa noche no importó que Joey tuviera una gripe que apenas lo dejaba respirar: el público argentino tuvo su primera dosis de uno de los shows más adrenalínicos sobre la tierra, y ya no pudo dejar el hábito, como lo prueba la progresión matemática de años y cantidad de shows por visita. No es tan extraño. En esta tierra donde el rock más sanguíneo encuentra los seguidores más fieles, un show como el de los Ramones no podía pasar inadvertido.
Nunca tocaron más de setenta minutos, y nunca bajaron de las 27 canciones: un show Ramone era una descarga ultrafuriosa de electricidad y potencia, apenas punteada por el “one, two, three, four” de rigor, introducción a himnos de batalla como “I wanna be sedated”, “Now I wanna sniff some glue”, “Sheena is a punk rocker” y “Pet Semetary”. Joey era un gigante inmóvil de voz destrozada, y Johnny una máquina de disparar riffs cavernícolas, y Dee Dee y Ritchie (luego reemplazados por CJ y Marky) eran una base atronadora que se encargaba de mantener el vapor a toda presión. Suficiente, y más que eso, para darle pasto a los pogos más impactantes que se hayan visto en el estadio de Avenida del Libertador, que para Ramones terminó siendo tan significativo como el CBGB de sus comienzos. Aun en sus peores shows (el del ‘94 en Vélez, incluso el de la despedida de Adiós amigos), Ramones le dio al público local aquello que es inasible, pero resulta el mejor certificado de popularidad y buen status rockero: aguante. Y un aguante bien ruidoso.

 

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