Por
Hilda Cabrera
Actuar
en obras de autores pensantes es uno de los mayores disfrutes
de Alberto Segado, intérprete de importante trayectoria, protagonista
del celebrado montaje de Galileo Galilei, de Bertolt Brecht, dirigido
por Rubén Szuchmacher en el Teatro San Martín. Ahora, en
ese mismo espacio, Segado es parte del elenco que mañana a las
21 estrena Los pequeños burgueses (1901), del novelista, dramaturgo,
cuentista y ensayista ruso Máximo Gorki (1868-1936), dirigido por
Laura Yusem. En Los pequeños burgueses (cuyo elenco integran, entre
otros, Osvaldo Santoro, Gabriela Toscano, Rita Cortese, Alicia Zanca,
Horacio Roca y Andrea Garrote), es un irónico pensionista en una
casa burguesa de la Rusia prerrevolucionaria. Un escéptico,
algo cínico, no totalmente desencantado del género humano,
pero sí de la sociedad en que vive, describe a Página/12.
Los biógrafos cuentan que el dramaturgo Anton Chéjov impulsó
a Gorki a escribir para el teatro. De ese estímulo nació
Los pequeños burgueses, un fresco familiar libre de los dogmas
que aparecen en obras posteriores a la Revolución de Octubre.
En la versión de la Sala Casacuberta (con escenografía de
Graciela Galán y música de Claudio Koremblit), el dramaturgo
Mauricio Kartun aligeró algunos tramos, preservando lo esencial,
puntualiza.
¿Qué es lo esencial, en este caso?
La luminosa mirada de Gorki sobre la mezquindad de la pequeña
burguesía. La obra retrata cabalmente a un matrimonio que cree
haber hecho todo lo necesario para su bienestar y el de su familia y que,
a pesar de eso, es profundamente desgraciado. Hoy diríamos que
es una familia que padece una neurosis grossa, resultado de un modo de
vida egoísta. Pasó un siglo desde la escritura de esta obra,
pero lo que describe es vigente. El ser humano no aprende.
Sin embargo, se sigue buscando la felicidad, una palabra que se
dice con pudor...
Sí, porque parecería que no nos corresponde ser felices.
Sin embargo, la búsqueda de la felicidad sigue siendo un motor,
sólo que montada en la codicia. Es desolador no poder proyectar
la vida en comunidad y eso lo vemos en los funcionarios y los políticos.
Las palabras se les caen de la boca. No les alcanzan los discursos para
disimular el desprecio que sienten por el otro.
¿Cómo responde usted ante esa percepción de
la realidad?
Hasta donde puedo, trato de ser fiel a los valores por los que me
dediqué a esta profesión. La actuación, como otras
disciplinas artísticas, nos da la posibilidad de ver con claridad
aquellas cosas que el arte ilumina, porque la función del arte
es echar luz sobre las maravillas y lacras de la vida. Yo he tenido la
suerte o la perseverancia de ver algo de todo eso, y no traicionarme.
Puede parecer anacrónico o propio de un desubicado, pero para mí
la cultura no es una mercancía.
Gorki fue protagonista en un tiempo de grandes ideologías.
¿Cómo lo definiría hoy?
Los grandes autores como Gorki que adscribió a una
ideología, pero no fue sumiso son grandes exploradores de
las contradicciones. En Los pequeños... su mirada no es maniquea,
es piadosa frente a personajes que tienen los caminos cerrados. En 1975
estuve a punto de hacer esta obra, pero el proyecto naufragó. En
los 80, cuando la trajo el Teatro Gorki de Leningrado, vi las cuatro funciones
y no me pareció panfletaria: la vi como una continuación
de El jardín de los cerezos de Chéjov. Aquí Gorki
no juzga a nadie. Ilumina los conflictos desde los sentimientos y no de
manera intelectual. Por eso uno puede reconocerse en los personajes más
allá de la anécdota. Me pasó con Infidelidades, de
Liv Ullmann. Es un placer darse ese tiempo para percibir la realidad.
¿Es posible darse ese tiempo en nuestra sociedad?
Nos está faltando un espacio de reflexión colectiva,
de confrontación en el buen sentido, no de pelea. Aprendí
que no se puede ser crítico desde un lugar solitario, porque existe
el riesgo de convertirse en un francotirador como lo fui yo, no tener
llegada y quedar descalificado por los que dominan los medios.
¿No cree que, de todas formas, ha habido un cambio?
Si se entiende cambio por movimiento, sí, pero un cambio
que pronto se convirtió en saqueo de todas las áreas de
la vida comunitaria: cultura, salud, educación, justicia. Resulta
patético que la sociedad esté pendiente de los reality shows,
donde unos tilingos se degradan para ser famosos, y de los defensores
de esa basura. Gente cretina que se dice portavoz del periodismo y los
intelectuales y se reúne ante las cámaras opinando
sobre una mercancía que disfrazan de fenómeno sociológico
para que nadie se dé cuenta de que les pagan por esa promoción.
Un
intérprete todo terreno
A
Alberto Segado le gusta contar que pertenece a ese mínimo grupo
de teatristas que ven casi todo lo que ofrecen los independientes.
También docente (en la escuela-taller del director Augusto
Fernandes), dice que no ceja en esa tarea, porque siempre, en
algún momento, aparece la chispa de lo que está vivo.
Integró el elenco del San Martín entre 1976 y 1984,
y en el Cervantes participó de El campo, de Griselda Gambaro,
dirigido por Alberto Ure, y Los siameses, recibiendo por su trabajo
en esta última pieza (también de Gambaro) los premios
Molière y María Guerrero 1986. Actuó, entre otras
obras, en El señor Galíndez, de Eduardo Pavlovsky (dirigida
por Jaime Kogan), Sacco y Vanzetti y Volpone. Hace tiempo que no está
en televisión, pero fue figura de prestigiosos ciclos conducidos
por María Herminia Avellaneda y Oscar Barney Finn. En cine,
compuso roles para La guerra del cerdo, Ojos azules, Plata dulce,
Espérame mucho, Gracias por el fuego, Asesinato en el Senado,
Nunca estuve en Viena, De eso no se habla, Matar al abuelito, El censor
y otras películas. |
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