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“MUSICA CLASICA EN LOS CAMINOS DEL VINO”, EN MENDOZA
Una intensa sed de música

Unos 13 mil espectadores asistieron a una serie de 12 conciertos, desarrollados en escenarios naturales o dentro de bodegas muy generosas.

Por Carlos Polimeni
Desde Mendoza

En la nave majestuosa de la Bodega Escorihuela, siglos de toneles acunando el vino, suena el Cuarteto para cuatro violoncellos Nº 1, de Luigi Fiorini. Es Viernes Santo y el tiempo parece haberse detenido en ese ámbito de olores espesos. Allá adelante, como asistiendo a misa, un público respetuoso escucha en calma. Atrás desentonan con la gente sentada un par de contertulios de pie, que se mueven como si tuviesen miedo de romper algo. A medida que avance el programa, quedará claro que no están allí por la música, sino por el vino que la casa ofrece con absoluta generosidad. Ha pasado una hora, ahora, y todo sigue como antes, salvo que los que fueron por el vino más que por la música tienen el rostro acalorado. Los violoncelistas de Buenos Aires interpretan ahora Adiós Nonino, de Astor Piazzolla. A una chica de doble apellido, Verónica Díaz Ortiz, de la organización del programa Música Clásica en los Caminos del Vino, se le llenan los ojos de lágrimas, abrazada a la madre del notable pianista Sebastián Forster. A uno de los que se acodaron enfrente del mostrador de tinto y no se movieron, también. A la chica le da un poco de vergüenza, al parroquiano ninguna. Llora embriagado. Un rato después, en el patio con glicinas, dos chicas periodistas preguntan qué es eso tan hermoso que suena adentro, a la hora de los bises. Eso que suena es el Adagio de Albinoni. Pero no hace falta saberlo para disfrutarlo.
Es Jueves Santo y el ciclo organizado por las secretarías de Turismo y Cultura y Comunicación de la Nación y el Gobierno de Mendoza debe empezar a las 16, con un concierto de Alberto Lysy con la Orquesta Filarmónica Provincial. Pero a esa hora en los Caballitos de Marly, en el acceso al Parque General San Martín, el sol cae como a baldazos. Lysy, que tiene una antigua relación de amor con Mendoza, no puede creer la gaffe de la organización, que montó el escenario mirando al Oeste. Los músicos tampoco: cualquiera en el métier sabe que los instrumentos, sobre todo los de cuerdas, no pueden ser expuestos a la luz violenta del sol, que los desafina, los destempla, los arruina. Lysy toca con un violín Guarnerius fabricado hace 300 años. Lo lógico hubiese sido montar el escenario mirando al Este. Para la Secretaría de Cultura local la culpa la tiene Turismo. Para Turismo la culpa la tiene Canal 7 de Capital, que graba el programa para un especial del sábado próximo. Para Canal 7 la culpa la tienen los organizadores locales. Cuando la multitud reunida ya está impaciente, y desorientada, Lysy saca las papas del fuego: sale al escenario sin anuncio y comienza la actividad a lo Paganini.
Ahora que ha pasado el bochorno del comienzo, y ya es viernes por la noche, el teatro Quintanilla queda chico para la actuación de Sebastián Forster, el pianista argentino que, con apenas un cuarto de siglo de vida, tiene una impresionante agenda de actuaciones internacionales. Forster es uno de los platos fuertes para el público mendocino habituado a tutearse con la música clásica, un ámbito cerrado y a veces excesivamente exigente, pero al tiempo agradecido. Suena la Sonata Nº 14, opus 27, Nº2 de Ludwig van Beethoven, Claro de Luna para los amigos, cuando la fotógrafa Nora Lezano dispara su flash que suena como un estampido. Un espectador muy elegante le tira del brazo hacia atrás a la fotógrafa. “A mí y al músico nos molesta que usted saque fotos”, le espeta. Lezano pone pies en polvorosa, pero un segundo después vuelve sobre sus pasos y le dice al oído, con rabia: “Pero a usted deben encantarle las fotos cuando salen en los diarios”. El resto del público hace “Shhhh”. Lezano sale de la sala haciendo aspavientos. “Demasiado pogo, loco”, define. El secretario de Turismo de la provincia, Gabriel Fidel, le dice al director nacional de Programación de Cultura, Alejandro Gómez: “Te felicito, Conejo”, mirando a toda la gente que quedó afuera. Conejo, que parece estar pensando en el partido de San Lorenzo, le responde: “Te felicito yo a vos, Fidel”. Todo muy cool.
La acción trascurre el sábado, 300 kilómetros al sur, en la Champagnera de la mítica bodega Bianchi. Suena la Sinfonía 40 de Mozart y nueve mil personas parecen contener la respiración. El maestro Pedro Ignacio Calderón, al frente de los 101 músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional, parece un muñequito de torta mirado desde la Ruta Nacional 143, que pasa a poco más de 50 metros del escenario techado. Los camiones que hacen con normalidad el trayecto rutero han sido advertidos, y aminoran la marcha cuando pasan por esa especie de pozo natural en que se desarrolla el concierto. Es impresionante escuchar a Mozart al aire libre mientras la vida de campo acontece con absoluta normalidad. La gran Pascua, de Rimski Korsakov, suena su pomposidad antes de los fuegos artificiales. No sopla viento, como soplaba algunas horas antes en el imponente Cañón del Atuel, cuando la Orquesta de Cámara Mayo intentaba completar un programa que iba de Piazzolla a Béla Bartók. El violín de 1837 de Luis Roggero, heredado de su padre, sonaba divertido y exultante cuando el auditorio natural formado por los cerros parecía cáerseles encima a los músicos. El viento fue una anécdota, después del concierto en esa cámara natural, que ningún sonidista podría samplear.
Lysy está dando una clase magistral a un grupo de muy jóvenes alumnos de instrumentos de cuerdas de una escuela de música. “No pongas el pulgar así, porque después no podés subir las posiciones”, le recomienda a un chico de 6 años, que no se muere de vergüenza. “Decís que estás cómodo, pero estás jorobado”, le diagnostica a otro, que dobla la edad del primero, pero es un crío. Una chica le comenta que ya no practica escalas, como cuando recién comenzó. “¿Cómo que no hacen escalas?”, retruca Lysy. “¿Acaso vos no desayunás todos los días? Bueno, hacer escalas para un músico es como desayunar.” Los chicos se ríen. Y riéndose aprenden.
Los números finales dicen que hubo 13 mil espectadores en siete departamentos de Mendoza, presenciando 12 conciertos en los que tocaron 278 artistas. Que las 7 bodegas auspiciantes distribuyeron a los degustadores y sedientos 500 litros de vino. Que hubo un 15 por ciento más de turistas en la provincia con respecto a la Semana Santa del año anterior.
La semana anterior al ciclo hubo en Mendoza un intenso debate, motorizado por el semanario El Sol, sobre la burocracia y el desinterés que caracterizan el manejo de la cultura en la provincia. “Como les sucedió a Antonio Di Benedetto, a Leonardo Favio, a Luis Politti, a Carlos Alonso, a Quino, a Los Enanitos Verdes”, planteó la nota de tapa del medio, la solución de los hacedores locales es irse de la provincia. Quino, de visita, remató su postura: dijo que no volvería a vivir en su tierra natal porque cree que buena parte de sus habitantes desprecian la cultura, mientras aman los shoppings que florecen como hongos.
El ciclo de música y vino ya pasó. Los debates –incluso aquellos del marketing de la cultura– siguen pendientes.

El disco de Gelman
El poeta argentino Juan Gelman presentó ayer en la capital mexicana el disco Ruiseñores de nuevo, que incluye algunos de los poemas que escribió durante el exilio y cuenta con el acompañamiento musical del bandoneonista César Strocio. Gelman explicó que los poemas, que leerá hoy en público, en el Museo de Ciudad de México, fueron grabados por primera vez en 1988 en París. Este disco ya fue reeditado en la Argentina, el apo pasado, por un sello independiente. El escritor, que el año pasado recibió el Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo, dijo que está muy interesado por conocer la reacción del público mexicano ante sus poemas del exilio.“A la juventud le interesa escuchar en voz viva a los poetas y no sólo escuchar sus textos debido a que se añade un elemento de ritmo interior, una forma personal de entonación que no se transmite por un intérprete de sus poesías”, afirmó. Entre los poemas que se incluyen en el disco destacan “Ruiseñores de nuevo”, “Mujeres”, “Yo también escribo cuentos” o “Cerezas”. El poeta abandonó Argentina en 1976 huyendo del régimen militar y tras recorrer varios países decidió establecerse en México, donde vive desde 1993. Gelman indicó que, aunque en su país han cambiado algunas cosas, "aún queda mucho por hacer para satisfacer las demandas de justicia de las miles de víctimas de la dictadura". Gelman comentó que le parece "increíble" que aún hoy las Armadas y el Gobierno traten de ocultar y proteger a los torturadores que actuaron durante la dictadura.

 

 

 

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