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Condenas

Por J. M. Pasquini Durán

Comparar a Cuba, en su favor o en contra, con el resto del continente es un desatino equivalente a comparar kiwi con guayaba. El socialismo tropical en la isla y la democracia capitalista en el resto representan dos sistemas distintos y, por lo tanto, sendas lógicas y realidades diversas. Decidir cuál de los dos sistemas es el mejor requiere la previa definición ideológica, puesto que no hay parámetros equivalentes para la medición igualitaria entre ambos. Más todavía: la pretensión de imponer una opción sobre la otra, excluyéndola o aniquilándola, venga de donde viniere, es una directa conclusión del dogmatismo ideológico. Por eso, la condena o la absolución automáticas de un sistema por el otro, a partir de valores que no son compartidos, es cualquier cosa menos un acto de justicia. Excluyendo la malicia o el oportunismo sin principios, hay que reconocer que se trata de una posición político-ideológica y como tal hay que evaluarla en lugar de invocar argumentos que son ingenuos o hipócritas. 
La defensa de los derechos humanos, por su propia naturaleza, permite, y demanda, reclutamientos más anchos que la opción entre socialismo y capitalismo. La sola existencia en el país de ocho organismos separados demuestra que hay más de un acceso a la misma causa. El universo de los participantes de las marchas por el 25º aniversario del golpe de Estado de 1976 es otra prueba de esa amplitud. Bastaría repasar las nóminas de víctimas del terrorismo de Estado para verificar, una vez más, que las diferencias insalvables valen sólo para apartar a los verdugos y a sus cómplices. Aunque los partidos y los militantes de la izquierda han sido atacados con saña por los violadores de los derechos humanos, eso no significa que el movimiento que los defiende, ahora de alcance universal, sea de izquierda por definición �natural�. Confusiones de este tipo han provocado más de una contrariedad política y electoral en estos últimos años.
Tampoco son los derechos humanos vulnerados, así fueran ciertas o no las acusaciones que se invocan, los que preocupan a Estados Unidos, la mayor potencia capitalista del mundo, cuando ataca a Cuba socialista. Utiliza ese argumento para facilitar el acomodo de los aliados, ya que nadie ignora, menos los líderes de los intereses norteamericanos, que la memoria de América latina está indignada por los abusos de poder originados en Washington durante un largo siglo. Por lo tanto, sería difícil �popularizar� en la región una iniciativa anti-cubana que, en realidad, pretende nada más que sancionar, hasta su aniquilación, a la pequeña nación que desafió al imperio por cuatro décadas, última sobreviviente del sistema internacional que ocupó casi todo el calendario del siglo XX, en un trayecto que va de la revolución bolchevique en Rusia al derrumbe del Muro de Berlín. 
Desde la frustrada invasión en Bahía de los Cochinos hasta el bloqueo económico que se mantiene en la actualidad, no hubo una semana de estos últimos cuarenta años en la que el socialismo cubano haya podido descansar de las agresiones norteamericanas. Republicanos y demócratas que se alternaron en la Casa Blanca permitieron o alentaron ese acoso, sin vacilar incluso en degradar a sus tropas y a su propia dignidad nacional asociándose para ese propósito con la mafia criminal que maneja la prostitución, el juego y las drogas ilegales. En los años de la guerra fría, la excusa era que la isla caribe podía ser una base militar soviética. Después de la implosión de la Unión Soviética, ninguna persona sensata podría imaginar una agresión militar de Cuba contra los Estados Unidos. Hoy en día, la crisis de los misiles entre Kennedy y Kruschov es recuerdo en una película de Hollywood que acaba de presentar en La Habana su protagonista, Kevin Kostner, acompañado por Fidel Castro en persona. Los viajeros que llegan a la isla ya no son los soñadores de revolucionesde los años �60, sino latinoamericanos de clase media y europeos hambrientos de sol.
¿Qué le molesta al más grande centro imperial del planeta? Aparte de ratificar la posición de gendarme del mundo, en el fondo lo perturba de Cuba el mismo valor emblemático que lo llevó a conspirar y derrocar a gobiernos legítimos, surgidos de las urnas, como los de Jorge Gaitán en Colombia, Salvador Allende en Chile y tantos otros, para reemplazarlos por sátrapas de la peor estirpe. Cada vez que le molestaron, los derechos humanos fueron atropellados sin miramientos, pero la diplomacia norteamericana, en cada oportunidad que le convino, enarboló la famosa frase con que Theodore Roosevelt definió a esas dictaduras apadrinadas por Washington: �Son hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta�. En la contracara de esa tradición, varios países latinoamericanos, entre ellos Argentina, aportaron por muchas décadas los fundamentos de una política de respeto a valores contenidos en los derechos humanos, por ejemplo la autodeterminación de los pueblos y la soberanía de las naciones. Ahí está, por ejemplo, la doctrina sentada por el estadista mexicano Benito Juárez: �Entre los pueblos, como entre los hombres, el respeto al derecho ajeno es la paz�. 
Elegir entre estas dos tradiciones es la auténtica decisión que deberá resolver la diplomacia argentina, cuando se enfrente en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU a la embestida anual de Washington contra Cuba. Es natural que existan discrepancias entre una democracia de mercado y el socialismo caribe, pero no son esas diferencias las que están en juego a estas horas. En tanto subsista el bloqueo norteamericano, ninguna admonición del mismo origen tiene valor moral alguno, porque son tantos los derechos humanos que resultan vulnerados a consecuencia de esa disposición excluyente, originada en una injusta decisión política que hasta Juan Pablo II ha condenado, que su mera reivindicación como excusa es una farsa. 
El pronunciamiento papal, durante su visita a Cuba, debería ser releído por los miembros del gobierno nacional, entre ellos por los muy católicos Presidente y ministro de Relaciones Exteriores, porque en esos textos encontrarán buenas razones para distinguir las discrepancias legítimas de las razones morales y políticas que debe tener en cuenta quien tiene responsabilidad por las decisiones de Estado. Fernando de la Rúa y Adalberto Rodríguez Giavarini no quisieran que la votación en Ginebra ocurriera mientras ellos están reunidos en Quebec (Canadá), para no tener que dar explicaciones al mundo por una sumisión incomprensible. Encima, ni siquiera tienen la seguridad de formar mayoría yendo detrás de los cowboys de Washington, porque a pesar de cualquier compromiso no son pocos los que prefieren abstenerse antes que sumirse en una condenada interesada. Mientras sigan enredados en consideraciones de corto plazo, lo más probable es que consigan lo mismo que con otras decisiones inspiradas por idénticos pensamientos ramplones: quedar descolocados sin ganancia alguna. El anticomunismo cerril nunca fue buen consejero para los hombres de Estado ni el oportunismo acumula prestigio para sus practicantes. A lo sumo, algún mimo del estilo de Roosevelt, el malo. 
Tampoco se trata de un trueque de reciprocidad, como invocan los que sostienen que el voto argentino no puede dejar de lado la solidaridad de Cuba con la demanda de soberanía sobre las islas Malvinas, porque eso supone que las naciones que no hayan recibido algún gesto equivalente están libres de votar al lado de Estados Unidos. ¿O quieren decir, además, que cuando Fidel abrazó a Nicanor Costa Méndez, el canciller de la dictadura genocida, estaba colocando un plazo fijo, como un mercader? Menos aceptable es la división que hacen algunos partidarios de Cuba entre el pueblo y el gobierno argentinos, porque ése es el exacto argumento de ilegitimidad que enarbola la Casa Blanca para demandar la caída delcastrismo. Si esa separación existe en Argentina, son los ciudadanos de este país los que tendrán que resolverla como quieran o como puedan, del mismo modo que los cubanos tienen idénticos derechos soberanos. Para decirlo con las voces vulgares que emplean los falsos populistas porque creen que el pueblo no entiende razones más elevadas: �Que cada uno ponga en orden sus propios quilombos�. 
Hay mandatos que vienen de la historia, pero que también se proyectan al futuro. En estos tiempos de crudo pragmatismo, ya se sabe, hablar de principios o de solidaridad suena ilusorio, pero no hay nada más práctico que la propia supervivencia. Si Estados Unidos logra imponer su voluntad imperial en esta ocasión, ¿qué será de América latina o de cualquiera de sus miembros cuando sus intereses regionales o nacionales sean contradictorios con los norteamericanos en el interior del Area de Libre Comercio (ALCA)? Dejar que sean los cubanos, y no los Estados Unidos, quienes resuelvan sobre su propio destino es un acto de prevención que beneficiará a todos.

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