Por Diego Fischerman
Entró agachada, enfundada (literalmente) en un vestido de terciopelo rojo por debajo de un sobretodo andrógino. Llegó hasta el centro del escenario entre los aplausos y el sintetizador que remedaba un acordeón (poco a poco se insinuaba un vals). Levantó la vista. Sonreía diáfanamente. Acaba de aparecer el primer personaje de Ute Lemper, el de cantante de gira que agradece al público de un país lejano. Apenas uno más entre los miles de perfiles que la artista fue capaz de diseñar con precisión milimétrica a lo largo de las exactas dos horas de show. Ingenua, fatal, vampiresa, humorista, satírica y capaz de ridiculizar casi todo, incluyéndose a sí misma, el principio constructivo de Lemper es la perfección. Una perfección que le permite establecer siempre una distancia (muy brechtiana, por otra parte) y hasta reírse de las emociones después de haber sido capaz de llevar la cuerda dramática hasta el límite de lo posible (en la ejemplar �Little Water Song� compuesta para ella por Nick Cave).
Una sola sílaba salvaje en el centro de una palabra tierna; una frase musical dibujada sobre la base de los contrastes máximos. De la tragedia a la comedia y del llanto a la carcajada trágica. Todo es absolutamente artificial pero la artificiosidad está puesta, siempre, en escena. La impostura es tal (es el propio centro del espectáculo, como las reglas del music-hall lo demandan) que no hay impostura. Todo es juego. O, mejor, todo es show, exhibición. Cuando canta en un registro cercano al del jazz Ute Lemper no es una cantante de jazz sino alguien que, abiertamente, hace de cantante de jazz. Como si el recital que trajo a Buenos Aires (el mismo que hace corrientemente en Estados Unidos, de ahí la preeminencia del inglés por sobre el francés y el alemán) fuera un fenomenal espectáculo de cabaret. Un one-woman-show de extraordinario nivel técnico pero basado en los mismos principios que sustentaban los de Margo Lion, Rosa Valetti o Trude Hesterberg en el Berlín de la República de Weimar.
De la intensísima �The Case Continues� de Neil Hannon y Joby Talbot (del grupo The Divine Comedy) a la famosa �Lola�, casi un himno alemán de los años 30, cantada en parte en inglés y en parte en la lengua original (procedimiento que repetiría en cada una de las canciones en idiomas diferentes del inglés, incluyendo �En el puerto de Amsterdam�, su homenaje a Jacques Brel). De ahí a un monólogo acerca de Berlín, del muro, de la parte oriental como una isla en el medio de la Alemania capitalista, y a una de las mejores (o de las pocas buenas) cosas que escribió Philip Glass: la canción �The Streets of Berlin�. �Ich bin ein Vamp!�, de Mischa Spoliansky, fue el pretexto para bajar del escenario, para hacer una parodia de mordida vampírica con alguien de la platea, para hablar sobre las virtudes de la sangre argentina y para cantar cosas como �Soy una bruja como Juana de Arco...soy conocida por coleccionar, tengo el piano de Klemperer y la taza de Bertolt Brecht... en mi habitación cuelga un beso de Valentino. Es cierto que muchos de mis tesoros los encontré en la basura de otros, como la Constitución de Weimar y, también, el primer bigote de Hitler. Soy una vamp, soy mitad mujer mitad bestia, muerdo a mi hombre y lo chupo hasta dejarlo seco, y después cocino con él un pastel�. Mientras, Lemper bailó, se rió, gritó, ridiculizó las coreografías de Bob Fosse, hizo �Punishing Kiss� de Elvis Costello y, para terminar, se despachó con una versión expresionista del �Mack cuchillo� de Der dreigroschenoper. Como bis, entre ovaciones, un blues entrelazado con ��Round Midnight� y una canción de la comedia Chicago.
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