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Un contrapunto de tres puntas

 

 

Por Diego Fischerman

El jazz tiene algo de adivinanza. Todo el lenguaje se construye sobre unos temas que no están y la gracia pasa por hacerlos lo más irreconocibles que se pueda sin que termine de perderse la conexión. El jazz se arma sobre lo no dicho y, en ese sentido, los tríos sin piano (o cualquier otro instrumento capaz de hacer acordes) son la paráfrasis de la paráfrasis. Porque si en esas operaciones en que los músicos de jazz eluden el tema, lo bordean, lo enmascaran o lo diluyen, suele mantenerse como pie en tierra una determinada secuencia de acordes, en los grupos sin instrumento armónico esos acordes también son casi imaginarios. De hecho, de los tres, apenas hay dos instrumentos capaces de tocar melodías y sólo uno, el contrabajo, que remeda la función armónica. Si, además, el instrumento solista se dedica, concienzudamente, a tocar las notas más alejadas de los acordes, entonces la ligazón entre lo que suena y esa especie de imagen ausente alrededor de la cual, de todas maneras, se teje la forma, es sumamente frágil. 
En un sentido, lo que Lee Konitz, Ron McClure y Jeff Williams hicieron en su debut porteño fue, sencillamente, una lección de jazz. No hicieron nada más que tomar la esencia del género (explorar y exprimir los elementos melódicos y rítmicos de cada tema) y llevarla hasta sus últimas consecuencias. No hubo demagogias ni concesiones. Ni siquiera tocaron con amplificación. El ascetismo como declaración de principios y, mientras tanto, algo que Konitz definió con sintética elegancia en las primeras y casi únicas palabras que dirigió al público: �Vamos a hacer unos temas muy viejos y vamos a tratar de que suenen muy nuevos�. Una canción como �Star Eyes�, que hasta podría definirse como vulgar, �I Can Get Started�, �Solar� o �I Love You� se convirtieron, a lo largo de la noche, en los disparadores para desarrollos siempre profundos y siempre despojados de cualquier rasgo de espectacularidad vacía. 
El estilo improvisatorio de Konitz, tomando pequeñas frases y paseándolas por distintos registros del instrumento, subdividiendo rítmicamente de manera sorpresiva, haciendo un uso magistral del silencio es, de todas maneras, sólo una parte. El resto tiene que ver con la interacción de los tres músicos, con su capacidad para escucharse permanentemente, para tomar unos las ideas de los otros y para que la música fuera, realmente, un contrapunto de tres. El papel de la batería, con un swing y un impulso rítmico fenomenales (incluso con algunos de esos yeites típicos de bateristas de Big Band que empujan al grupo hacia adelante de manera irrefrenable), es fundamental. Williams, imaginativo en los solos (a pesar de que tal vez hayan sido demasiados) y permanentemente solidario al tocar junto al grupo, demostró ser un instrumentista ideal para un grupo de estas características. Ron McClure, seguro en la afinación, perfecto en las dobles cuerdas y de gran solidez en la marcación rítmica, es otra pieza indispensable.
El saxofonista que influyó a casi todos (John Coltrane y Wayne Shorter entre ellos) sigue activo. Pero lo suyo no es la mera continuación de lo que ya estaba ni, mucho menos, la inercia creativa mantenida por necesidad laboral. Konitz es, en efecto, una leyenda. La historia del jazz no podría escribirse sin su nombre. Desde sus grabaciones más ligadas al intelectualismo derivado de Tristano por un lado y de arregladores como Gil Evans y Gerry Mulligan por el otro, hasta sus fantásticos tríos con Elvin Jones o sus registros más cercanos a la libertad armónica y formal (con Solal o Kogleman) mucho de lo que ha tocado a lo largo de su carrera explicita distintas tesis acerca del jazz. Podría conformarse con el pasado. A nadie le parecería mal. Pero, por suerte, no lo hace. 

 

 

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