Por Roque Casciero
La guitarra de Marc Ribot comenzó a sonar cuando aún no se había descorrido el telón de La Trastienda. Y lo que el violero tocaba no era precisamente son cubano. Más bien, podría calificárselo de noise bien neoyorquino, el mismo en el que Ribot alimentó sus sueños de músico a principios de los años 80. Ese breve interludio funcionó como una advertencia, igual que el nombre de su banda: el público no estaba ante un grupo que imita patéticamente los ritmos cubanos de los 50, sino frente a uno que, basándose en esa música, se toma todas las libertades del mundo para conseguir un estilo propio. Basado en las creaciones del cubano Arsenio Rodríguez, pero en el que también se cuelan el rock y lo más cool de la vanguardia del downtown Manhattan. El resultado final es atractivo, en especial porque los cinco instrumentistas parecen conocer al dedillo de qué va la cosa y porque tocan con un entusiasmo arrollador.
Cuando uno ve a Ribot sentado, concentrado y muy reclinado sobre la caja de su instrumento, atacando las seis cuerdas con ferocidad y velocidad, enseguida descubre por qué artistas de la talla de Tom Waits, Elvis Costello, Marianne Faithfull o Andrés Calamaro lo han convocado para grabaciones y giras. Es que entre Ribot y su guitarra parece existir alguna conexión trascendente, que lo hace tocar como muy pocos pueden. Y conste que no se trata de una cuestión de técnica (que la tiene y más que suficiente), sino de una capacidad de expresión propia de algunos elegidos.
Pero esa conexión entre Ribot y su instrumento también se mostró volátil. Fue notorio cada vez que el músico dejó de tocar para acomodar su micrófono de voces o cuando empezó a cambiar de amplificadores en medio de un tema que se estiró y estiró, con la banda tratando de hacerlo interesante y todo el público viendo cómo el líder se enojaba con sus equipos. Entonces, le costaba volver a engancharse con la intensidad que mostraba hasta la interrupción. De hecho, después del episodio con el amplificador, el concierto pareció írsele de las manos, lo que se vio agravado cuando uno de sus pedales dejó de funcionar y él se puso a cambiar conexiones (o sea, a no tocar). De todos modos, hacia el final pudo remontar el mal trago y ofreció algunos solos que le pusieron la piel de gallina a más de uno.
Si Ribot es la estrella indiscutida de Los Cubanos Postizos, los otros cuatro ponen garra, corazón y talento, imprescindibles para lograr música de calidad como la de la banda. Claro, más allá de los excesos del baterista Horacio Hernández: parece mentira, pero todavía existen los solos de batería y, peor aún, gente que los aplaude. El tecladista Anthony Coleman (a quien nadie confundiría con un cubano) se desgañitó sobre sus teclados, en ocasiones formando verdaderas paredes ruidosas; Brad Jones (ex músico de Ornette Coleman) hizo un desparramo de dedos sobre su contrabajo; y E.J. Rodríguez le puso auténtico sabó a la mezcla con su percusión y su canto.
¿Qué ingredientes habría que agregar para que los conciertos de esta noche y mañana sean superiores? Primero, más gente: el miércoles la oferta estuvo muy dividida (cantaba Ute Lemper), pero el fin de semana bien puede ser otra historia. Y, claro, que Ribot no se pierda, preocupado por los equipos. Porque cuando toca, este músico es tan excitante como difícil de clasificar.
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