Por Eduardo Fabregat
�¡Blues explosion! ¡Blues explosion!�.
El grito de guerra seguía resonando en los castigados oídos de la gente que salía de Cemento, y era una de las pocas cosas que podían traducirse en palabras sobre el aquelarre eléctrico que acababa de terminar. Ver a ese extraño trío neoyorquino un jueves por la noche en San Telmo fue también algo intraducible: Spencer, Bauer y Simmins forman parte de cierta intelligentzia de la Gran Manzana que les dio una reputación envidiable, pero soñarlos en Buenos Aires era un ejercicio utópico. Por fortuna para los amantes de platos exóticos, a veces los sueños se corporizan.
Y Jon Spencer Blues Explosion es un plato muy exótico. La demostración quedó encerrada en ese final arrasador, con una guitarra y batería como único sostén musical y Spencer provocando feedback frente al amplificador con su voz y su micrófono. Semejante minimalismo, la sustracción como ideario, no se convirtió en una performance vacía, sino en un ejemplo de potencia y solidez rockera que no se hubiera conseguido ni con una banda de seis músicos a todo palo. Es que en Blues Explosion las cosas no pasan por cuánto ruido se produce, sino por el cómo. Y el resultado dejó al público extenuado en el buen sentido.
El �cómo�, por otra parte, es un extraño ejercicio de cirugía musical. Jon Spencer escribe efectivamente canciones, pero a la hora de darles carnadura sonora procede a extirparle casi todo rastro de melodía, que termina asomándose aquí y allá, como al azar. Pero no hay azar en esa andanada de guitarras aullantes que se nutren tanto del cliché blusero como de la furia punk. No hay azar, tampoco, en un cuerpo de show de exactos sesenta minutos en el que casi no hay pausas ni respiro, y en el que Spencer arenga, grita, susurra y castiga sus seis cuerdas por enésima vez. �I wanna make it all right� (�Quiero hacerlo bien�, uno de los mejores tracks del notable Acme, de 1998), aulló una y otra vez en el pasaje final de la velada. Y ese �hacerlo bien� significa tener una banda mínima pero demoledora, con un baterista cavernario que empuja desde el fondo y dos guitarras que se mezclan de manera tal que casi hacen olvidar la ausencia de un bajista. En todo caso puede hablarse de caos, pero un caos controlado y magnificado.
A través de pasajes maniáticos como �Lovin� machine� o �Magical colors�, Spencer �un tipo que, como acotó uno de los asistentes, en el escenario puede hacer pensar en un hermano menor de Charles Manson� fue transmitiendo una intensidad que fue contagiando progresivamente a todos, incluyendo a aquellos que llegaron al lugar movidos sólo por la curiosidad de ver a ese grupo supuestamente rengo. Semejante oferta no acepta términos medios, pero la descarga de energía de JSBE en vivo hace que sea más probable contagiarse y aceptar la propuesta, que odiar tal demostración de músculo rockero.
Resulta una verdadera pena que la experiencia de ver a Spencer en Buenos Aires no fuera compartida por más gente, pero para eso conspiró una organización deficiente y una entrada algo prohibitiva: 25 pesos para ochenta minutos en Cemento suena a demasiado. Quienes estuvieron en el recalentado sótano, de todos modos, tuvieron una recompensa difícil de olvidar. Y es probable que, aun en este momento, en sus cabezas esté repitiéndose una y otra vez la imagen de ese animal salvaje, arengando ala tropa al grito de �¡Blues explosion!�. Quedó claro que el blues también puede ser explosivo. Y las esquirlas pueden ser un trofeo de guerra.
|