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SEXUALIDAD FEMENINA
Tomar las riendas

 

Un libro de la española Sylvia de Béjar analiza por qué las mujeres se quedan con ganas, no piden lo que quieren o a veces ni siquiera lo saben.

 

Por Sandra Russo

“Algún día todas las mujeres tendrán orgasmos –igual que todas las familias tendrán televisión a color– y todas podremos ocuparnos de los asuntos realmente importantes de la vida.” Llegaron antes los televisores a color. A tres décadas de que la pitonisa Erica Jong pronunciara estas palabras, no sólo no todas las mujeres tienen orgasmos, sino que hasta pasó de moda –qué alivio– la obligación del orgasmo. Explorarse para obtener placer sexual, con una misma o en pareja, parece ser la nueva consigna, que no deja de ser un cachondo caballo de Troya: no pensar obsesivamente en el orgasmo no deja de ser una buena manera de ir arrimándose a él. De la literatura para mujeres, un fenómeno de los últimos años, salen nuevos manuales de divulgación que los optimistas de los 60 y los 70 hubieran juzgado innecesarios y obvios. No lo son, al menos si una se aleja unas cuadras de las elites urbanas (y mejor no bucear tampoco demasiado en ellas). La española Sylvia de Béjar insiste desde el título de su libro en que Tu sexo es tuyo. O sea: que el buen sexo no es algo que sucede, sino algo que hacemos que nos suceda.
Cuarenta años después del invento de la píldora, el placer sexual femenino sigue siendo más parecido a una sorpresa de cumpleaños que a una excursión programada. Lo que en los hombres toma una dirección concreta (preliminares, puf puf, eyaculación) en las mujeres es un vaivén, un sube y baja, un desconcierto, un casi casi, un casi sí, un oh no, un otra vez será. Mujeres sumamente activas en otros órdenes de sus vidas siguen siendo, como afirma De Béjar, “meras comparsas de las necesidades masculinas”, y eso no significa que ellas no actúen, sino que sus acciones están más dirigidas a representar el papel que se espera de ellas o a complacer al hombre que a darse satisfacción a sí mismas.
En Tu sexo es tuyo (Plaza y Janés, aparece en mayo), De Béjar –una periodista española que además dirige la colección “Mujer tenías que ser”- habilita a sus lectoras a darle cauce a todo lo que se les pase por la mente, con el asesoramiento de instituciones y especialistas que respaldan sus opiniones. La autora parte de la indudable premisa de que las mujeres no hemos sido educadas para ser dueñas de nuestra sexualidad. Reclamar para sí el dominio del propio placer es un derecho, pero si se es honesta, también es una responsabilidad: averiguar qué nos gusta, decirlo, provocarlo, pedirlo, buscarlo, ponerle el cuerpo. El de De Béjar es, en fin, un libro de autoayuda, pero no es un libro autocompasivo. No les echa la culpa a los hombres de la insatisfacción femenina: lo que cuestiona es el modelo de sexualidad vigente, que muchísimas mujeres acatan, y que prevé cinco minutos de franela, otros cinco de juegos preliminares, disponerse para la penetración y, con suerte, gozar hasta que él llegue. Un ejemplo de este modelo tomado al pie de la letra fue, si la vieron, la pobre relación sexual televisada hace dos semanas a las diez de la noche por Gran Hermano. Un chico recibe en su cama a una chica. Ella de espaldas a él. La frazada que los tapa no oculta los movimientos ahogados de los cuerpos. El se detiene, lo que hace suponer que ya acabó. Ella sólo llega a morderse un labio y a entreabrir la boca para sofocar un gemido. El la suelta. Ella se va. Fue bastante para hacerlo con cinco cámaras apuntandoy millones de personas mirando, pero en miles de camas sobre las cuales no hay cámaras las mujeres también abandonan el juego sin llegar a gozar.
“En tu capacidad de darte permiso está la clave de todo”, dice De Béjar en una de sus frases de poster. ¿Permiso para qué? Para admitir y hacerle saber a él que no es “intimidad emocional” lo que las mujeres buscan de un encuentro sexual, sino placer. Y para hacer otras cosas que no sea el mete y ponga, ya que –se ha dicho miles de veces, pero parece que se olvida en la refriega– no es en general de la penetración de donde las mujeres obtienen más satisfacción. Salvo honorables excepciones, muchos hombres siguen sin enterarse de la importancia fundante del clítoris en el placer sexual femenino. Lo peor es que las mujeres sí lo sabemos, pero seguimos comportándonos en la cama como si lo ignorásemos (entre otros miles de datos, la terapeuta sexual Helen Kaplan halló que del 90 por ciento de las mujeres que tienen orgasmos, más de la mitad lo consigue porque es estimulada o se estimula el clítoris mientras tanto). Además de que “la vía reglamentaria” no es la más eficiente para las mujeres, cuando un hombre llega al punto de “inevitabilidad eyaculatoria”, tendrá su orgasmo aunque la actividad se detenga. En las mujeres es distinto: aunque la excitación sea la máxima, si cesa el estímulo el clímax se corta. A las mujeres, claro, les es más fácil volver a empezar, pero la cuestión es que muchas no se animan a hacerlo, o a seguir masturbándose cuando él ha terminado. La eyaculación masculina es en la gran mayoría de los casos el The end de la función. ¿No hay derechos de la consumidora en este rubro? De Béjar insiste en que salirse de esta adaptabilidad zonza a una escena construida en base al goce masculino depende de las mujeres: ellos serán mejores o peores amantes, pero “¿para qué quieres que te escuche si no sabes qué decirle?”. Y propone, entonces, otro repertorio que le deje al clítoris la vía más abierta, pero sobre todo propone asumir como un mantra de estos tiempos el “tengo derecho”: al placer, al orgasmo, al no orgasmo, a la masturbación con objetos o con dedos, solas o en pareja, a los juguetes, a las películas porno, a pedir más o a decir que no.
“Dicho de otro modo, si prefieres que él te estimule manualmente, y luego se lo harás tú a él, estupendo. La cópula sin más, estupendo. Un cunninlingus y después un polvo mientras te tocas el clítoris, estupendo. Estimularte mientras él te cuenta una fantasía, y viceversa, estupendo. Excitarse hasta lo indecible, frenar en seco y dejarlo para mañana, estupendo. Sexo anal, estupendo. Una fellatino, pero que a ti no te toque porque hoy no tienes ganas, estupendo. Cualquier otra cosa, ¡pues bien, estupendo!”, dice De Béjar. Y agrega, esperanzadora: “La única diferencia entre una mujer que tiene orgasmos y una que no los tiene es que la primera sabe qué hacer para lograrlo y la segunda no lo sabe o, de saberlo, aún no lo ha probado”.

...no hay nada escrito

Por Rodrigo Fresán

Están tocando mi canción

Hay canciones que son como esos peces flúo de las profundidades y hay canciones que son como pájaros de plumaje extravagante. En cualquier caso, son canciones en constante peligro de extinción porque su pasaje por nuestros tímpanos es, aunque contundente, breve: dura lo que dura una canción que bien puede ser la canción de un verano feliz o la canción del invierno de nuestro descontento. Son canciones que se escuchan con alguien especial o que se cantan con toda la fuerza de los pulmones junto a toda una generación. Y está esa otra canción. La mía y la tuya pero nunca la nuestra. La que nos acompaña toda la vida, la que nos gustaría que sonara en nuestros funerales. El muzak de nuestro ADN, esa canción que –con ritmo cortazariano– nos elige a nosotros haciéndonos creer que somos nosotros quien la elegimos a ella. No diré aquí cual es MI canción porque ciertas cosas no se dicen, porque nada me gustaría menos que descubrir que todo este tiempo estuve compartiendo con alguien el fantasma de su electricidad. Sí hablaré, en cambio, de lo que se siente cuando se la oye por primera vez: el irracional e imposible convencimiento de que –quién sabe– haya sido uno el que la escribió sin darse cuenta para que otro la cante. Hay un placer perfecto en el acto de prepararse para volver a oírla: se encuentra el compact (que alguna vez fue disco), se lo acuesta ahí adentro, se presiona Play y, entonces, la maravilla renovada de conocer algo a la perfección y, sin embargo, siempre ver algo nuevo en la ventana de un verso o en el puente que separa a dos estrofas. Uno siempre escucha SU canción con los ojos cerrados y por eso es un poco peligroso cuando, de improviso, ella surge de la radio de un auto por un camino de curvas estridentes. Eso es lo mejor de todo: cuando entrando a un restaurante o saliendo de una disquería, esa canción te recibe como una contraseña secreta. A veces pasa un tiempo más o menos largo sin oírla, lo que no significa que la hayamos olvidado, sino que la cantamos extrañándola adentro nuestro para, a la hora del reencuentro, descubrirla mejor que nunca, felices de que todavía no tenga videoclip. A diferencia de lo que ocurre con un libro, un cuadro o un film amado –que van mutando con los años y se modifican con el significado que les quita o le agrega nuestra vida– una canción no cambia nunca porque niega proustianamente las dimensiones del tiempo y del espacio y, en su inmortalidad, me hace –al menos por el tiempo que gira y suena– un poco más vivo o menos muerto. Mi canción fue, es y será siempre la misma y es ésta que suena mientras escribo esto.

 

 

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