Si bien
Domingo Cavallo insiste en que el país no necesita un solo
centavo más de crédito porque ya tiene suficiente,
nadie le cree. Sería difícil encontrar a un economista
extranjero que no esté convencido de que la Argentina pronto
tendrá que reprogramar la deuda, operativo que
en teoría supondría pagarla íntegramente en
cuotas más cómodas que las originalmente previstas
pero que en realidad, se espera, equivaldría a patearla hacia
adelante para que nuestros bisnietos se encarguen del asunto. Es
lo que siempre se ha hecho, y si los ricos se niegan a colaborar
la clase dirigente criolla, élite que no tiene la más
mínima intención de modificar su tren de vida, los
amenaza con un default que con un poco de suerte desataría
una catástrofe planetaria. Esta forma un tanto heterodoxa
de manejar las finanzas ha funcionado en el pasado y gracias a las
malas ondas actuales en Estados Unidos y Japón es probable
que siga brindando resultados satisfactorios. Se trata de una versión
relativamente sofisticada de la misma estrategia que utilizan ciertos
gobernadores provinciales cuando dicen al presidente de turno que
si no les entrega plata fresca calificada de coparticipación,
reparación histórica, fondo de emergencia
o lo que fuera le propinarán un violentísimo estallido
social. Luego de jurar que será por última vez, el
gobierno nacional les envía lo que requieren para ir tirando
un par de meses más y todos se felicitan por el triunfo del
sentido común.
La reedición de lo que es el ya tradicional desafío
criollo a los mandamases internacionales ha planteado al presuntamente
argentinófilo George W. Bush y sus amigos un dilema que les
es bastante desagradable. No quieren que el mercado común
más grande del mundo que están procurando armar
nazca muerto porque a uno de sus socios se le haya ocurrido
declararse en quiebra justo cuando el proyecto se ponía en
marcha, pero a menudo han dicho que no les gustan los grandes rescates
financieros porque violan el principio sagrado del riesgo
moral según el cual los deudores insolventes deberían
ser castigados con la dureza apropiada. Pero parecerían que
no están dispuestos a dejar que la Argentina caiga para que
su ejemplo sirva de advertencia para los demás: para sorpresa
de los moralistas, Bush ha insinuado que preferiría darle
una nueva oportunidad -y entonces otra y otra por temor a
que las pérdidas colaterales sean excesivas. Es lo que los
políticos locales esperaban, razón por la que fuera
de la city pocos parecen demasiados preocupados por la conducta
histérica de los mercados locales.
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