Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
KIOSCO12


MAXIMA ZORREGUIETA EN BUENOS AIRES, ACOSADA POR LA PRENSA
Pesadillas de una princesa porteña

Los paparazzi la siguen a sol y sombra. En la noche la hicieron caer al piso y les gritó. Luego retomó su estricto silencio.

Por Alejandra Dandan

Fue el único momento durante el cual obvió, directamente, el protocolo. Se levantó del suelo y gritó: “Desgraciados, desgraciados, son unos desgraciados”. Los insultos de Máxima Zorreguieta dejaron impávidos a los fotógrafos. La carga de flashes disparada de noche, contra la futura princesa de Holanda en una de las avenidas más transitadas de Buenos Aires, la encegueció y la tumbó al piso. La caída de Máxima fue tan realista como sus gritos de furia. Fue el único momento en el que la argentina candidata a ocupar el trono holandés dejó el severísimo ceremonial protocolar impuesto no sólo para ella sino para cada uno de los integrantes de su familia. No pueden hablar –y de hecho no lo hacen– con ninguno de los medios de prensa, cada vez más desesperados por alcanzar a costa de persecuciones pesadillescas planos más cortos y dramáticos de esta fantástica pieza de la realeza. Entrenados como verdaderos paparazzi a la caza de ese objeto cotizable a buen dinero aquí y en el extranjero, los cámara se han trasformado en estos días en cazadores de una acorralada princesa.
La caída funcionó como el truco más esperado de una comedia de enredos. El modo más previsible de destruir los modos estrictos de los personajes imperturbables. Fue así, y lo consiguieron. Un grupo de veinte fotógrafos, enviados especiales de aquí y corresponsales free lance de ningún lado, lograron alcanzar a la princesa a la salida de la casa de unos amigos. Fue durante la madrugada del lunes, sobre el pavimento resbaloso por la lluvia de avenida del Libertador al 6200. Máxima había concedido hasta allí algún “sí, por unos días”, “a lo sumo me marcharé el martes o miércoles de la semana entrante”, “con mi familia” y cosas demasiado parecidas pero consideradas osadísimas para las normas de máximo silencio impuestas por la corona del reinado al que aspira.
El rebote contra el piso además de silencios solidarios despertó entre algunos paparazzi fascinación extrema. Los flashes se multiplicaron sobre el derrumbe e insultos de la chica de treinta años arrojada en medio de la calle. Esa única escena fue mil veces comentada a lo largo del día entre quienes se cruzaban en las guardias de seguimiento montadas en torno a la casa y a los lugares visitados por Máxima. Los comentarios se tornaron discusión cuando buena parte de los presentes en avenida de Libertador pusieron en duda que el accidente hubiese sido fortuito. En un mundo globalizado con princesas archicodiciadas por todo el planeta, se decía, cualquier imagen lindante con el escándalo o la torpeza puede suponer un negocio rentable.
Aquel traspié de madrugada no disuadió a los equipos designados para el rastreo de la futura reina. Sobre la entrada de su casa en Uriburu al 1200 hay quienes llevan tres meses esperando el arribo. “Y ustedes recién hoy llegan –se sorprendió el portero– porque la chica ya lleva varios días acá.”
Con la presencia de Máxima en casa, cada quien en el barrio asume invariablemente, y a voluntad, la tarea de informador. No importan rubros ni profesiones ni grados de cercanía con la familia del 7 D, tan poco dada al barrio como a las propinas. Al menos de eso hablan los dos muchachitos de Disco, a metros del edificio. Llegan con tres canastos de provisiones para un piso más alto. “Son de terror”, dice uno de ellos cuando responde sobre los clientes Zorreguieta. “Comemos mejor vos y yo que ellos -asegura–: no compran nada.”
Calle mediante, y esto equivale a atravesar el torrente de periodistas obstinados en la vereda, la empleada de la farmacia aporta datos sobre la princesa del barrio. “Hoy salió con un trajecito gris y además –se apura-: llega en cinco minutos.” La pista, casi una invitación para apresurar una despedida, se complejiza. Sin vueltas la empleada señala una vieja fotocopiadora a la que María del Carmen Cerrutti, la mamá de Máxima, parece adicta: “Fotocopias, viene y hace fotocopias. Fotocopias de cadauna de las notas donde hablan de su hija, eso hace”, dice con cara de incógnita.
Ese aire de intrigas y misterios no es extraño en el barrio. El edificio y la casa donde vive aún Juan, el hermano de Máxima, su mamá y Jorge Zorreguieta, el cuestionado padre que fuera funcionario durante la última dictadura, está monitoreada por vecinos entusiasmados con eso de tener una princesa en casa. Desde el hall, Ricardo, el encargado, asegura casi en secreto que también el príncipe Guillermo Alejandro estuvo “acá, acá mismo, estuvo, hace dos años”. El tono bajo lo repite mientras avisa que el auto de alquiler estacionando, con escoltas y choferes holandeses, acaba de devolver a Máxima a casa.
La princesa llegó de sus cuatro horas de almuerzo en el Yacht Club. Lo hizo a las cuatro y media de la tarde. Ahí mismo despidió a los custodios designados directamente por la corona holandesa para su estadía en la fatal Buenos Aires. A esa hora había terminado también, la visita de dos horas a su modista de la calle Honduras al 5000 pero, sobre todo, había concluido –por un rato– con las tormentosas búsquedas de atajos para despistar a la tropa de cámaras y fotógrafos.
Nadie sabe hasta aquí si Máxima aterrizó con una doble. Lo cierto es que en las largas guardias periodísticas frente a su casa se comenta que la futura princesa, acosada por el tormentoso cerco mediático, se ha provisto en estos días de una buena dosis de pelucas y trajes alternativos. Dicen que la han visto con un carré rubísimo alternado con sombreros y lentes negros. Su madre, en tanto, entrenada en el contacto con motoristas y fotógrafos que la siguen desde hace meses, ha sistematizado el tema de los disfraces llevando varios conjuntos de recambio para una sola salida. “Así si ahora está de verde, en un rato sale de anaranjado”, explica uno de los muchachos entrenados en el tema.

 

 

PRINCIPAL