Por
Alejandra Dandan
Fue
el único momento durante el cual obvió, directamente, el
protocolo. Se levantó del suelo y gritó: Desgraciados,
desgraciados, son unos desgraciados. Los insultos de Máxima
Zorreguieta dejaron impávidos a los fotógrafos. La carga
de flashes disparada de noche, contra la futura princesa de Holanda en
una de las avenidas más transitadas de Buenos Aires, la encegueció
y la tumbó al piso. La caída de Máxima fue tan realista
como sus gritos de furia. Fue el único momento en el que la argentina
candidata a ocupar el trono holandés dejó el severísimo
ceremonial protocolar impuesto no sólo para ella sino para cada
uno de los integrantes de su familia. No pueden hablar y de hecho
no lo hacen con ninguno de los medios de prensa, cada vez más
desesperados por alcanzar a costa de persecuciones pesadillescas planos
más cortos y dramáticos de esta fantástica pieza
de la realeza. Entrenados como verdaderos paparazzi a la caza de ese objeto
cotizable a buen dinero aquí y en el extranjero, los cámara
se han trasformado en estos días en cazadores de una acorralada
princesa.
La caída
funcionó como el truco más esperado de una comedia de enredos.
El modo más previsible de destruir los modos estrictos de los personajes
imperturbables. Fue así, y lo consiguieron. Un grupo de veinte
fotógrafos, enviados especiales de aquí y corresponsales
free lance de ningún lado, lograron alcanzar a la princesa a la
salida de la casa de unos amigos. Fue durante la madrugada del lunes,
sobre el pavimento resbaloso por la lluvia de avenida del Libertador al
6200. Máxima había concedido hasta allí algún
sí, por unos días, a lo sumo me marcharé
el martes o miércoles de la semana entrante, con mi
familia y cosas demasiado parecidas pero consideradas osadísimas
para las normas de máximo silencio impuestas por la corona del
reinado al que aspira.
El rebote contra el piso además de silencios solidarios despertó
entre algunos paparazzi fascinación extrema. Los flashes se multiplicaron
sobre el derrumbe e insultos de la chica de treinta años arrojada
en medio de la calle. Esa única escena fue mil veces comentada
a lo largo del día entre quienes se cruzaban en las guardias de
seguimiento montadas en torno a la casa y a los lugares visitados por
Máxima. Los comentarios se tornaron discusión cuando buena
parte de los presentes en avenida de Libertador pusieron en duda que el
accidente hubiese sido fortuito. En un mundo globalizado con princesas
archicodiciadas por todo el planeta, se decía, cualquier imagen
lindante con el escándalo o la torpeza puede suponer un negocio
rentable.
Aquel traspié de madrugada no disuadió a los equipos designados
para el rastreo de la futura reina. Sobre la entrada de su casa en Uriburu
al 1200 hay quienes llevan tres meses esperando el arribo. Y ustedes
recién hoy llegan se sorprendió el portero porque
la chica ya lleva varios días acá.
Con la presencia de Máxima en casa, cada quien en el barrio asume
invariablemente, y a voluntad, la tarea de informador. No importan rubros
ni profesiones ni grados de cercanía con la familia del 7 D, tan
poco dada al barrio como a las propinas. Al menos de eso hablan los dos
muchachitos de Disco, a metros del edificio. Llegan con tres canastos
de provisiones para un piso más alto. Son de terror,
dice uno de ellos cuando responde sobre los clientes Zorreguieta. Comemos
mejor vos y yo que ellos -asegura: no compran nada.
Calle mediante, y esto equivale a atravesar el torrente de periodistas
obstinados en la vereda, la empleada de la farmacia aporta datos sobre
la princesa del barrio. Hoy salió con un trajecito gris y
además se apura-: llega en cinco minutos. La pista,
casi una invitación para apresurar una despedida, se complejiza.
Sin vueltas la empleada señala una vieja fotocopiadora a la que
María del Carmen Cerrutti, la mamá de Máxima, parece
adicta: Fotocopias, viene y hace fotocopias. Fotocopias de cadauna
de las notas donde hablan de su hija, eso hace, dice con cara de
incógnita.
Ese aire de intrigas y misterios no es extraño en el barrio. El
edificio y la casa donde vive aún Juan, el hermano de Máxima,
su mamá y Jorge Zorreguieta, el cuestionado padre que fuera funcionario
durante la última dictadura, está monitoreada por vecinos
entusiasmados con eso de tener una princesa en casa. Desde el hall, Ricardo,
el encargado, asegura casi en secreto que también el príncipe
Guillermo Alejandro estuvo acá, acá mismo, estuvo,
hace dos años. El tono bajo lo repite mientras avisa que
el auto de alquiler estacionando, con escoltas y choferes holandeses,
acaba de devolver a Máxima a casa.
La princesa llegó de sus cuatro horas de almuerzo en el Yacht Club.
Lo hizo a las cuatro y media de la tarde. Ahí mismo despidió
a los custodios designados directamente por la corona holandesa para su
estadía en la fatal Buenos Aires. A esa hora había terminado
también, la visita de dos horas a su modista de la calle Honduras
al 5000 pero, sobre todo, había concluido por un rato
con las tormentosas búsquedas de atajos para despistar a la tropa
de cámaras y fotógrafos.
Nadie sabe hasta aquí si Máxima aterrizó con una
doble. Lo cierto es que en las largas guardias periodísticas frente
a su casa se comenta que la futura princesa, acosada por el tormentoso
cerco mediático, se ha provisto en estos días de una buena
dosis de pelucas y trajes alternativos. Dicen que la han visto con un
carré rubísimo alternado con sombreros y lentes negros.
Su madre, en tanto, entrenada en el contacto con motoristas y fotógrafos
que la siguen desde hace meses, ha sistematizado el tema de los disfraces
llevando varios conjuntos de recambio para una sola salida. Así
si ahora está de verde, en un rato sale de anaranjado, explica
uno de los muchachos entrenados en el tema.
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