Por
Diego Fischerman
Primero
fue el saxo tenor solo. La respiración circular y las inflexiones
microtonales remitían a Roland
Kirk. Después fue una banda de cohesión apabullante y un
saxo que osciló entre Rollins, Coltrane y Shorter. Joshua Redman
debutó en Buenos Aires. Tocó maravillosamente bien. Se pareció
un rato a cada uno de los grandes y lo hizo con precisión. Lo que
en ningún momento logró fue ser él mismo un grande.
Joshua Redman tiene una digitación ágil, tiene la juventud
que el mercado de las majors discográficas demanda y tiene un sonido
poderoso y seductor. Lo que Joshua Redman no tiene son muchas ideas propias.
A pesar de que con este grupo, con el que grabó su último
álbum, Beyond, busca un camino un poco más personal y superador
de las diversas tradiciones en las que abreva, su postura estética,
más que posmoderna, parece perezosa. La hipótesis podría
resumirse en la certeza de que todo es tradición y de que hoy es
tan poco innovador tocar free como hacerlo sobre los acordes. Y aunque
las comparaciones puedan resultar poco justas, apenas un día antes
y nuevamente un día después, Lee Konitz se encargó
de demostrar que la cosa no pasa tanto por el lenguaje como por el discurso.
Todos pueden usar las mismas palabras y, desde ya, las mismas estructuras
sintácticas. Pero algunos son grandes escritores y otros no lo
serán jamás.
Con la música pasa lo mismo y el hecho de que Joshua Redman aparezca
como una revelación del saxo (los carteles promocionales anunciaban
con desmesura la más gran revelación desde Rollins,
lo que dejaría afuera a nombres como los de Shorter y Eric Dolphy,
por citar sólo algunos) habla, simplemente, de un gran malentendido
propiciado por la avidez que las empresas de discos empezaron a tener
a partir de Wynton Marsalis. Todas querían algún negro bien
vestido que, de paso, poseyera una técnica deslumbrante. Y el ganador
de la Saxophone Competition del Thelonious Monk Institute of Jazz, de
apenas 21 años, le vino a la Warner como anillo al dedo. En menos
de tres años, el joven Redman, hijo de Dewey (que según
él se encarga de informar y la música de confirmar, no lo
influyó como saxofonista), se había convertido en una estrella.
Es posible que la pobreza de la propuesta de Redman no sea un problema
individual sino el reflejo de una crisis de género. El Hard Bop,
entendido como lengua dominante (y casi excluyente), sumado a la estandarización
producida por las academias de jazz y a la fidelidad a la tradición
que paraliza a la mayoría de los jóvenes norteamericanos
sobre todo si son negros produce esta suerte de lingua franca
en la que nada se diferencia demasiado de nada.
Tal vez su mejor disco sea Wish y en parte eso tiene que ver con que la
interacción producida con los músicos reunidos por la grabadora
no podía no ser fecunda. Charlie Haden en contrabajo, Pat Metheny
en guitarra y Billy Higgins en batería proporcionaban un dream
team con el que era más difícil hacer las cosas mal que
bien. En ese disco había, además, una hipótesis interesante,
que Redman desarrolló más tarde aunque sólo a medias.
Allí se escuchaba, en dúo de saxo y guitarra, Tears
From Heaven de Clapton y ese lado más tirado al Rhythm &
Blues resultaba sumamente favorecedor para Redman. La otra virtud de este
saxofonista es la de haber armado, casi siempre, grupos de muy buen nivel
en su equipo anterior, por ejemplo, fue donde empezó a asomar
el pianista Brad Mehldau y éstecon el que Redman llegó
a Buenos Aires no fue la excepción. Aaron Goldberg, un muy buen
pianista, de toque percusivo y fraseo transparente (al que tan sólo
condena una cierta pasión rachmaninoviana intermitente), un eficaz
Reuben Rogers en contrabajo y un notable Gregory Hutchinson en batería
sostuvieron un concierto compuesto en su totalidad por temas del propio
Redman. La duración, una hora exacta contando el bis, fue, sin
duda, uno de los aciertos.
|