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el Kiosco de Página/12

CAUSA
Por Antonio Dal Masetto

Se abre la puerta del bar y exultante entra el Dr. Re Castrovillari (h).
–Champán para todos. Hoy es el día más trascendental de mi vida. He sido ascendido a juez y estoy a cargo de la causa madre de todas las causas.
–Salud, pesetas y larga vida, Su Señoría –dice el Gallego.
–Si me permiten, quisiera remontarme a los comienzos. Cuando yo tenía cinco años, Roberto Re Castrovillari padre, mi progenitor, abogado de nota y juez, me sentó en sus rodillas y me preguntó: “Robertito, ¿qué vas a hacer cuando seas grande?”. “Jurisconsulto y juez como usted”, le contesté. “Mi gran frustración –dijo mi padre– es que nunca fui nombrado juez en el fuero federal y por lo tanto no tuve ninguna oportunidad de echarle mano a la reina de todas las causas. Tu bisabuelo y tu abuelo me hablaban de ella. Un expediente cuyo primer cuerpo, las primeras 200 fojas, fueron cosidas en la última década del siglo XIX. Al día de hoy está compuesta por 1507 cuerpos. Estudiá, sé aplicado, tesonero, y con un poco de suerte y la ayuda del Señor tal vez un día te conviertas en el titular de un juzgado federal, te asignen esa causa y te corresponda a vos la gloria de resolverla.”
–Padres eran los de antes –decimos.
–Durante mis estudios de Derecho, en la biblioteca, en los bares, en los asados, en los bailes, con los compañeros hablábamos de la causa. Los profesores la citaban. En nuestro fuero íntimo, cada uno de nosotros pedía que no se resolviera todavía, que se siguiera demorando unos años más, que nos esperara, para que nos correspondiera el honor de darle la puntada resolutoria final. Me recibí y me fui moviendo con astucia para ubicarme en la justicia penal. Luego, siempre en base a méritos y trabajo duro, maniobré para ganarles de mano a los competidores y ser nombrado en el juzgado que tenía la causa. Llegué a secretario.
–Vamos todavía –decimos a coro.
Desde aquel día en que mi padre me habló, el expediente había pasado por las manos de jueces muy activos y el número de cuerpos había aumentado a un promedio de 20 por año. Un record de crecimiento. Ya andábamos por los 2112. Seguían y siguen guardados en la sala original, a la que hubo que ampliar en 1938 y luego reforzarle el piso con una estructura de hierro en 1950. Los primeros cuerpos son como incunables, las fojas están quebradizas, hay que tratarlos con mucha delicadeza. Los grandes enemigos son la humedad y las malditas polillas. Se está en guerra permanente contra las polillas. Contamos con una partida de dinero extra para combatir las polillas.
–Déle duro a las malditas polillas, Su Señoría.
–No necesito decirles que ese juzgado es un templo. En las paredes cuelgan los retratos de todos los empeñosos magistrados que a lo largo de más de cien años impulsaron la causa. Yo me he emocionado al oír al juez que me precedió, en un arrebato de inspiración, pedir por ejemplo los cuerpos 14, 376, 395, 487, 911, 1342, 1343, 1344, 1632, 2004, y verlos pasar transportados por los dos forzudos encargados de esa tarea, descendientes de los forzudos originales. O citar testigos que son los hijos o nietos o bisnietos de los primeros testigos, y que tal vez guarden el recuerdo de alguna confesión, alguna última frase de los antepasados en el lecho de muerte. O disponer una nueva pesquisa en los lugares donde se produjeron los hechos, que lamentablemente en la mayoría de los casos han sufridos sucesivas transformaciones (esos peritajes los hace un equipo de arqueólogos). Y me emocioné hoy, cuando el juez que se jubilaba me hizo entrega del juzgado. “Ha llegado el momento que yo me retire –me dijo–, éstas son las llaves y aquí le dejo una modesta ayuda para interpretar el expediente: un resumen de una página, otro de 50 páginas y un tercero másgordo de 500. Sofrene el entusiasmo, vaya de lo más simple a lo más complejo, empiece por la hojita, éntrele al expediente despacio. Y cada vez que ingrese en la gran sala no se olvide que usted es un privilegiado y que más de un siglo de abnegada labor judicial lo contempla.” Al despedirse repitió más o menos las mismas palabras de mi difunto padre cuando por primera vez me habló de la causa: “Le deseo la mejor de las suertes y que sea usted el destinado a resolver gloriosamente este caso”. Y yo, señores, lo voy a resolver.
Brindis y aplausos de la concurrencia.

 

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