UN
DIA EN EL JUICIO DE EMILIO ALI
Hay músicas que anuncian
Por Vicente Zito Lema
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Alejé de un manotazo
al pájaro que me picoteaba en la pesadilla, recogí mi bolso
de cuero con manijas descarnadas, bajé del ómnibus con dolor
de espalda, caminé rápido en la mañana fría
de Mar del Plata y fui de los primeros en registrarme en la secretaría
del Tribunal Penal N 2, donde se iba a celebrar el juicio público
contra el piquetero Emilio Alí, como anunciaba un diario local
en su portada, que remitía después y sin inocencia al rubro
policiales.
Cumpliendo el ritual un policía me revisó a conciencia en
el baño del juzgado y hurgó en mi bolso, desdeñando
mis medias, mis calzoncillos y hasta una camisa celeste. Tres horas de
espera, que aproveché para saludar a un grupo de Madres de Plaza
de Mayo y cambiar opiniones con los abogados defensores de la causa, César
Sivo y Gustavo Marceillac. Después me acerqué a los compañeros
de Emilio Alí y les pedí datos sobre su vida.
Rescato de mi libreta algunas anotaciones. Emilio nació en una
villa en las afueras de Mar del Plata en 1975. Tuvo dieciséis hermanos,
cinco están muertos. Unos, por los tiros de la policía;
otro de sida; dos se suicidaron. Espero que algún día cuente
cómo dio el gran salto de conciencia y salió de su casita
de chapa y madera en el barrio Libertad cargando su raquitismo infantil
y sin mayor escuela ni noticias de que existieron Hegel y Marx, sin conocer
la parábola del amo y del esclavo, sin haber leído sobre
el fetichismo, organizó con menos de veinte hambrientos años
a los vecinos del barrio para luchar por el agua potable, levantar comedores
infantiles y cortar en 1997 la ruta 88 pidiendo trabajo y comida. Después
vendrá la toma pacífica de la Catedral de Mar del Plata,
para llamar la atención sobre sus reclamos que no cambian (porque
no cambian las necesidades primordiales de la vida: trabajo, comida, medicamentos...)
y habrá por única respuesta palos sobre sus espaldas de
muchacho flaco y nariz larga y pañuelo árabe en el cuello.
El 5 de mayo del 2000 y en el marco de una huelga general, Emilio y la
gente del barrio entran en Casa Tía de Mar del Plata y demandan
que los trabajadores del supermercado puedan participar de la huelga sin
ser sancionados por la empresa. Hay un segundo reclamo: 150 bolsas de
alimentos. Otra vez la gran disyuntiva: comer o morir.
Tras largas negociaciones la empresa les da lo que piden: fideos, arroz,
lentejas, harina, leche en polvo... Ellos viven su triunfo con inocencia
y vuelven al barrio. Allí comenzará la venganza disciplinadora
del poder que culmina en la causa 498, por la que Emilio Alí lleva
un año encerrado en el duro penal de Batán y enfrenta un
proceso que puede llegar a una condena de entre cinco y catorce años
de cárcel, según las penas para los delitos que le imputan:
coacción y extorsión.
Alrededor de las diez de la mañana entramos en la sala del juicio.
Pequeña, apenas para mal acomodarnos unas quince personas en los
bancos, más los camarógrafos de pie contra la pared y en
sus sillas de madera oscura los tres jueces, los fiscales, los defensores,
los policías femeninos y masculinos, y Emilio, serio, acaso un
poco nervioso, con su cara de niño que no tuvo niñez y su
pañuelo árabe en el cuello que lo protege de la cuerda de
todos los verdugos.
Formalidades, juramentos, escarceos legales, testigos y demás parodias,
y la realidad de la vida que penetra por la misma ventana de la mano de
los bombos y los gritos de los hombres, mujeres y niños que manifiestan
en la calle Libertad a Emilio Alí.
Por encima de los habituales eufemismos, en la primera jornada del proceso
quedó claro que: los que entraron pidiendo comida eran entre 40
y 60 personas, la mayoría mujeres con bebés en sus brazos,
niños, gente de edad y unos pocos muchachos; al frente Emilio Alí.
No causaron el menor daño, ni a las personas ni a las cosas, lo
único distinto e intimidatorio fue el golpeteo incesante
de los bombos y un grito queresumía todo: queremos comida.
La policía, que en gran cantidad rodeó el local, nunca intervino
por cuenta propia, y las autoridades de la empresa tampoco se lo solicitaron.
La gente de los barrios tuvo posibilidad de apoderarse del dinero de las
cajas y de mercadería de las góndolas, pero no lo hicieron,
sólo pidieron agua para los niños. Según el supermercado
los alimentos entregados no superan los dos mil pesos (al precio de venta,
no de costo), obviamente mucho menor.
Hasta aquí lo principal de los hechos y uno siente vergüenza
al enumerarlos, más todavía tras la obligada comparación
con los criminales de lesa humanidad que andan sueltos por las calles
a la par de quienes usaron las estructuras del poder para robos y estafas
de todo tipo.
El proceso me despertó distintas sensaciones: pude reírme,
vomitar, o plantearme algunos urgentes interrogantes.
¿Un Estado culpable de no cumplir con las obligaciones elementales
que dan razón a su existencia asegurar la vida a sus ciudadanos
puede castigar luego a quienes en situación de extrema necesidad
y abandono defienden a mordiscones su vida? ¿Prisión para
aquellos que en virtud de las políticas del Estado, que aseguran
el lucro perverso de un sector social, quedan excluidos de los vínculos
productivos? ¿Reclamar comida a quienes por su riqueza pueden darla,
también será condenable?
¿O todo el proceso es una farsa para inducir a que nadie se anime
a romper los códigos de la sumisión? ¿De esto se
trata, que los pobres se mueran como los elefantes viejos, a solas y en
silencio? Un elemental sentido común, cualquier resabio del natural
instinto de justicia que acompaña históricamente a la especie
humana lleva a exigir la libertad de Emilio Alí.
En la esquina del tribunal la gente de los barrios, ataviados con los
mil colores de la pobreza, cercada por cientos de policías con
equipos para un combate a muerte contra los gurkas, continuaban golpeando
los bombos. Aún los escuchaba cuando subí al ómnibus
que me devolvió a Buenos Aires.
Hay músicas que anuncian.
REP
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