Por L. M.
Después de aquella notable
opera prima que fue Little Odessa, premiada con el León de Plata
de Venecia 1994 (aquí se conoció únicamente en video
como Una cuestión de sangre) el director estadounidense James Gray
desapareció misteriosamente del mapa. Recién el año
pasado reapareció en la competencia de Cannes con The Yards, que
ahora llega a la Argentina como La traición. Sería una verdadera
injusticia que este film noir implacable, concebido a la manera de una
tragedia griega, pasara inadvertido en medio del vértigo del Festival
de Buenos Aires, donde seguramente está todo su público
posible.
A diferencia de los hermanos Coen, de Jim Jarmusch o de David Lynch, no
hay ninguna lectura posmoderna del género policial en la rigurosa
obra de Gray. Tanto Little Odessa, que transcurría en los círculos
concéntricos de la mafia rusa en Nueva York, como ahora en La traición,
ambientada en un medio similar, el director parece adscribir al más
severo clasicismo narrativo, con un único modelo en la saga de
El padrino, de Coppola. Allí como aquí, el peso familiar
es determinante en el destino del protagonista, Leo (Mark Wahlberg), un
muchacho simple y noble, que regresa a su hogar luego de purgar una temporada
en la cárcel, con la intención de no volver a caer. Pero
desde el momento en que pisa su casa y se encuentra con una modesta fiesta
de bienvenida, en la que su amigo Willie (Joaquin Phoenix) lleva la voz
cantante, queda claro que su suerte está echada. El peso de cada
plano, la gravedad de su magnífica puesta en escena, hacen inmediatamente
presente el fatum griego, la idea de que la rueda del destino la
misma que condenaba a Henry Fonda en Sólo vivimos una vez (1937),
de Fritz Lang, otro modelo ya le tiene reservado al agonista (y
no sólo a él) una tragedia ineluctable.
Las similitudes y paralelismos entre Little Odessa y La traición
son sorprendentes, como si el director no pudiera apartarse de una serie
de obsesiones recurrentes: el claustrofóbico marco familiar, la
soledad casi metafísica de cada uno de los miembros de ese núcleo,
la traición como una sombra a la que no parece capaz de escapar
ninguno de sus personajes. Si en el primer film el elenco era soberbio
Tim Roth, Maximillian Schell, Vanessa Redgrave aquí
no lo es menos. Ellen Burstyn y Faye Dunaway son la madre y la tía
respectivamente de Wahlberg, protegido por el pater familiae James Caan,
de quien dependen a su vez la belleza frágil de Charlize Theron
y el irresponsable ímpetu de Joaquin Phoenix, iluminado de manera
soberbia, como un Judas de los barrios bajos de Queens. Es una pena que,
hacia el final, algunos problemas de guión debiliten el impacto
de un film que, por otra parte, tiene la solidez de un roble añejo,
con sus raíces bien enterradas en la mejor tradición.
PUNTOS
SNATCH
- CERDOS Y DIAMANTES, DE GUY RITCHIE
Muchísimo más de lo mismo
Por H.B.
Antes de casarse con Madonna,
el inglés Guy Ritchie, proveniente de la publicidad y el videoclip,
ya había colado un primer hit en el ranking de Exitos Cinematográficos,
gracias a la ruidosa recepción de su debut, Juegos, trampas y dos
armas humeantes. Decidido a repetir, aquí está de vuelta,
con Snatch. Que no es más de lo mismo sino mucho más. Más
mafiosos dando vueltas tras un botín, más zapping (y más
rápido) de una toma a otra, más flashes visuales y estética
clipera, más actores. Incluyendo ahora a varios traídos
del otro lado del Atlántico. Entre ellos, nada menos que Brad Pitt
y el flamante Oscar, Benicio del Toro. Más nada, dirá algún
malintencionado, tras comprobar que historia, personajes y la película
toda tienen la rara cualidad de irse borrando de la memoria, con el correr
de las escenas.
En lo que innova Snatch con respecto a la anterior es en su larga galería
de estereotipos raciales, lo cual bien podría convertirla en el
film más racista del Planeta Pop. Entre esos estereotipos hay mafiosos
judíos ávidos de riqueza, mafiosos rusos brutales como campesinos,
gitanos que hablan un risible inglés y tres negros jamaiquinos
que hacen de tontos como no se veía desde que Hollywood dejó
de tomar de puntos a los afroamericans. Todos ellos, y muchos más,
van detrás de un valiosísimo diamante, que vale poco y nada,
pero ocasiona un tendal de muertos, torturados y mutilados. Se supone
que lo del marido de Madonna es tarantinismo después de Tarantino.
En consecuencia, lo macabro y lo gracioso van de la mano, destacando un
mafioso que alimenta a sus chanchos con sus enemigos, así como
algún brazo cortado a seco y algún muerto que no termina
de morir.
A los actores se les pide que sean de cartón, y como son muchos
y el zapping manda, ninguno aparece demasiado. Como boxeador gitano, Pitt
saca músculo, mientras Del Toro ensaya acento de judío centroeuropeo.
Aun reconociéndole un par de hallazgos humorísticos, lo
que más irrita es el modo en que Ritchie abusa de recursos comprados
en el Supermercado de la Publicidad y el Videoclip. Una incesante e innecesaria
sobrecarga de cortes, ruidos y trucos convierte a Snatch en algo así
como un audiovisual-ambient, para usar de fondo en bares, clubes y discotecas.
PUNTOS
SECRETOS,
DE ADAM BROOKS
Una película ridícula
Por M.P.
Un grupo de ingenuos, irresponsables
y hedonistas. Eso fue la generación del 60 para Adam Brooks.
O al menos para el Brooks responsable de Secretos, un bizarro drama generacional
en el que una cacareada búsqueda de la verdad sobre el idealismo
es la excusa para presentar una burda historia de amor cuasi-prohibido
con el retrato amnésico de una época vibrante a la
que se le ha extirpado cuidadosamente cada discusión política
como escenografía. La trama de Secretos está ambientada
a mediados de los 70, y tiene en su centro la persecución
por parte de la joven Phoebe (interpretada por la belleza inocente de
Jordana Brewster) tras los pasos de su fallecida hermana mayor, Faith
(un olvidable papel de Cameron Díaz). Acosada por el recuerdo de
su hermana perdida en el vértigo hippie, Phoebe decide repetir
el viaje final de Faith, con lo que el film de Brooks puede calificarse
como una fallida road movie repleta de flashbacks que terminan ridiculizando
a cada uno de sus actores al ponerles y sacarles pelucas o disfraces (hay
que decirlo: Díaz haciendo de adolescente jugando a las escondidas
da vergüenza ajena).
Sin embargo, más allá de su endeble construcción
dramática o sus burdas pretensiones sentimentales (que llevan a
Phoebe a los brazos y al lecho del novio de su hermana), lo
que sella el patetismo es la forma en que tergiversa una época
cuando se finge penetrar en sus contradicciones sin profundizar en ellas.
A pesar de que completa su cóctel de ingenuidades con el terrorismo
alemán de la época, para Brooks lo único a lo que
parece haberse dedicado la generación hippie es al sexo, las drogas
y el rock. Y, no hay caso, incluso eso parece molestarle.
PUNTOS
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