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el Kiosco de Página/12

Amistades
Por Juan Gelman

No hay otro ejemplo conocido en la historia de la música. Un joven concertista y director de orquesta, Robert Craft, ejerció una influencia determinante en la obra última del compositor tal vez más notable del siglo XX y casi 40 años mayor que él: Igor Stravinsky. Se conocieron a principios de la década de los 50, cuando el ruso contrató al norteamericano en calidad de asistente y factótum, alojándolo en su casa. Pronto creció una verdadera amistad entre ellos y no precisamente porque Craft fuera un músico genial: no brillaba en los conciertos y tampoco manejando la batuta. Grabó como director varios LP con obras de vanguardia –Boulez, Gesualdo, Stockhausen, Schütz, entre otros–, más interesantes histórica que estéticamente. Pero abrió para Stravinsky las puertas del nuevo discurso musical que éste exploró a lo largo de los últimos 15 años de su vida.
El autor de trabajos maestros como Edipo Rey (1927) y la Sinfonía de los Salmos (1930) culminaba en 1951 su período neoclásico de raigambre occidental al que había saltado desde una estrecha relación con las tradiciones rusas que conoció a fondo como discípulo de Rimsky-Korsakov. Al borde ya de los 70 de edad, parecía haber llegado al final de su trayectoria, al momento en que el creador se repite o guarda dignamente silencio. Craft, conocedor y practicante de la música serial, lo interesó en la composición dodecafónica de Arnold Schoenberg y otros vieneses, Alban Berg, Anton von Webern. Stravinsky se interna en esta senda con ciertos titubeos: en el Canticum Sacrum de 1955 la estructura serial se desarrolla entre un comienzo y un final de armonías derivadas de las escalas tradicionales. Las abandona ya por completo en Threni (1958), Movimientos (1959), Variaciones (1964) y Cánticos de réquiem (1966), joyas de extrema concentración y austeridad que los especialistas estiman su logro mayor. Así rehace totalmente su narrativa musical y reflorece gracias al estímulo de Craft. Es el rasgo esencial de esta amistad.
Craft la padeció socialmente. En los primeros años de su asociación con Stravinsky se lo tachaba de servil y se le reprochaba que hubiese –supuestamente– desviado al gran compositor hacia técnicas ajenas a su música. Tuvo también que soportar, luego de la muerte de Stravinsky en 1971, los embates legales y el odio celoso de los herederos. Pocos apreciaron su papel, más que de inspirador, de portador de alicientes y de materia prima para nuevos horizontes que Stravinsky –ávido de incitaciones y, como todo creador, también sujeto a esterilidades repentinas– indagó fascinado. Eludió de esa manera la fatiga del impulso a componer, que puede tornarse mecánico y aun cesar. En marzo de 1952 Craft lo había visto muy deprimido y a punto de llorar porque temía que nunca más escribiría música.
Stravinsky quiso a Craft como a un hijo y lo condenó involuntariamente a una existencia de fantasma del gran hombre. Excelente periodista además, recopiló en cinco volúmenes las “Conversaciones” de y con el maestro, preparó tres con su correspondencia escrupulosamente anotada, varios libros de fotos, acompañadas a veces de textos notables, y finalmente una biografía extensa y franca de quien consideraba su padre espiritual. Aparece en ésta un Stravinsky en carne y hueso, precavido, supersticioso, lleno de un egotismo a toda prueba que no olvidaba el capricho, buen bebedor, gastrónomo exigente, buscador de “la utopía mamaria” del sexo opuesto, un hombre mucho más rico que la imagen intelectual, severa y casi teológica que se le supo fabricar.
Craft mira con simpatía al ser humano que Stravinsky fue. Recoge sus dichos preferidos: “La música es el mejor medio para digerir el tiempo”; o: “La tradición lleva en sus hombros al buen artista como San Cristóbal llevó al Señor”; o (cuando algo no le gustaba): “No me produce una erección”; o: “Uno tiene nariz, la nariz huele y elige, y el artista es simplemente una especie de cerdo que hoza entre las trufas”. Casi nonagenario, no había perdido lucidez, ni precisión de habla y de deseo.
En 1962 Stravinsky regresó a la URSS después de cerca de medio siglo de exilio, y su biógrafo consigna asombrado lo que aquél dijo en Moscú: “Lamento no haber estado aquí para ayudar a la nueva Unión Soviética a crear su nueva música”. En los tres meses finales de ese año –el primero de sus 80– va a París para encontrarse con Beckett y Cocteau, luego realiza una gira por Africa, visita Roma y Hamburgo, pasa 10 días en Israel, algunos en Venecia, París de nuevo antes y después de la URSS, otra vez Roma, Sudamérica, Nueva York, Toronto y finalmente regresó a su casa en Hollywood. El periplo no le impidió terminar La inundación (“pieza de teatro musical”, dijo que era) y componer una parte considerable de Abraham e Isaac.
Craft repite divertido el diálogo con un sacerdote de la catedral de Sevilla que, al tanto de que el compositor había obtenido un premio suculentamente dotado, le pidió una contribución para la iglesia. “Quizás yo sea rico, padre –cortó el maestro–, pero soy muy avaro.” Tal vez lo fuera. Seguramente no de una creación que ha marcado y marca todavía a la música contemporánea. Cuando Isaiah Berlin confesó en su carta de condolencia por la muerte de Stravinsky que “nada será igual en adelante para mí”, no hablaba sólo por él.

 

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