Por Carlos Rodríguez
En el hoy inundado Paraje Tejedor,
en la localidad bonaerense de Roque Pérez, a 200 kilómetros
de la Capital Federal, cayó a las 5.30 de ayer un pequeño
avión, provocando la muerte de sus diez ocupantes, entre ellos
el número uno del Grupo Techint, Agostino Rocca, el secretario
general del diario La Nación Germán Sopeña, el director
de Parques Nacionales, José Luis Fonrouge, y el documentalista
Adrián Giménez Hutton. La máquina, una avioneta Cessna
Gran Caravan matrícula LV-WSC de un solo motor, había partido
una hora antes del aeropuerto de San Fernando y en ningún momento
sus tripulantes alcanzaron a emitir señal de emergencia alguna,
dijeron a Página/12 voceros de la Fuerza Aérea. El plan
de vuelo previsto era alcanzar una altura de cuatro mil metros hasta llegar
a Trelew, desde donde la comitiva se dirigiría luego a El Calafate,
en la provincia de Santa Cruz, para rendir homenaje por iniciativa
de Sopeña, un enamorado de la Patagonia al Perito Moreno,
al cumplirse el 124º aniversario de la primera vez que flameó
la bandera nacional en un punto perdido del lago Argentino.
El juez de la ciudad de Azul que investiga el accidente, Juan José
Comparato, dijo que por ahora no se pueden establecer las causas
del accidente, pero todo indicaría que se trató de
una falla mecánica. Las fuentes de la Fuerza Aérea
recalcaron que las condiciones meteorológicas eran óptimas,
la base de las nubes estaban a una altura de 2.500 metros
y el vuelo se desarrollaba normalmente hasta las 5.15, hora en la que
se produjo el último contacto con la torre de Ezeiza, con la que
se había convenido el plan de vuelo. Cuando la nave dejó
de ser captada por el radar comenzó un rastreo que determinó,
en pocos minutos, que el piloto no dio señal de auxilio alguno
a ninguno de los aeropuertos cercanos y tampoco a ningún avión
que sobrevolara por la región.
Voceros de la Fuerza Aérea aseguraron que el Caravan es un avión
moderno, muy confiable y el piloto a cargo de la aeronave,
Raúl Tejedor, era un hombre de gran experiencia que había
volado reiteradas veces en compañía de Sopeña, siguiendo
lo que ellos llamaban los caminos del Perito Moreno en la Patagonia.
La aeronave tenía una gran ductilidad y virtualmente podría
aterrizar en cualquier potrero, aunque a la hora de ocurrido el
accidente todavía era plena noche, atravesaban por
una zona inundada y las condiciones para un descenso de emergencia obviamente
no eran las más favorables sobre todo si se trató de un
falla totalmente imprevista en un vuelo que era de rutina
para un piloto experimentado. El presidente Fernando de la Rúa
expresó su más profundo pesar por todas las víctimas
y tuvo un recuerdo muy sentido por Agostino Rocca y por Germán
Sopeña; mis condolencias a toda su familia y al diario La Nación.
De la Rúa recordó también a Fonrouge (ver aparte),
quien además del cargo en Parques Nacionales era considerado uno
de los mejores montañistas del país.
Anoche, expertos de la Junta de Investigación de Accidentes, que
depende de la Fuerza Aérea, seguían trabajando en el lugar
tratando de recuperar parte del tablero de la máquina accidentada,
para encontrar datos que permitan establecer lo ocurrido. Se especulaba
con la posibilidad de que el motor se haya plantado por la
posible formación de hielo. El ministro de Seguridad bonaerense,
Ramón Verón, quien se hizo presente en el lugar de los hechos,
dijo que, en principio, se había determinado que la nave cayó
de panza y no en picada.
Esto estaría indicando que al surgir el desperfecto, el piloto
hizo un último intento para ensayar un aterrizaje de emergencia.
Algunas versiones indicaron que se habría escuchado una explosión
cuando el Caravan iba en pleno vuelo, pero fuentes de la Fuerza Aérea
señalaron que el estallido se habría producido cuando la
nave tocó el piso. De haber explotado en el aire, la estructura
de la avioneta se habría diseminado por un radio más importante
y las fotografías demuestran que está bastante completa
sobre el suelo, explicó un experto consultado por este diario.
Germán Sopeña, de 54 años, casado, dos hijas, era
quien había planificado el viaje junto con el empresario Agostino
Rocca, con quien compartía su pasión por la Patagonia. El
Caravan es muy impactante a la vista, turbohélice, ala alta, tren
de aterrizaje fijo, robusto y apropiado para bajar en cualquier terreno,
con tal de disponer de 300 metros libres, había escrito Sopeña,
en 1997, sobre la aeronave en la que ayer realizó su último
viaje. El mismo avión había sido utilizado hace cuatro años
por Rocca, Sopeña y Fonrouge para sobrevolar a poca altura sobre
los hielos continentales.
La aeronave cayó dentro del predio perteneciente a la estancia
El Socorro, a unos 17 kilómetros de Roque Pérez,
cerca de la ruta 205. Según la Fuerza Aérea, la avioneta
pertenecía a la empresa privada Lesgands Jorasses S.A. Desde Trelew,
las víctimas tenían previsto trasladarse hasta la ciudad
de El Calafate, en Santa Cruz, para luego viajar hasta un paraje conocido
como Punto Bandera, lugar elegido en 1877 por el perito Francisco
P. Moreno para colocar un mástil con la bandera argentina para
simbolizar el descubrimiento del glaciar que lleva su nombre. Del vuelo
también iba a participar el secretario de Turismo de la Nación,
Hernán Lombardi, quien finalmente no pudo hacerlo porque debía
reunirse con el presidente De la Rúa.
Fonrouge, el montañista
La muerte de José Luis Fonrouge, actual director de Parques
Nacionales, provocó conmoción en el ambiente deportivo,
ya que se trataba de uno de los más experimentados montañistas
del país. Una de sus hazañas más recordadas
es la que concretó en 1965, cuando alcanzó la cumbre
del Fitz Roy. Nacido en 1942, Fonrouge estaba casado con María
Elena Tezanos Pinto, quien también murió en el accidente,
junto con Carola, una de las tres hijas que tenía el matrimonio.
Las otras víctimas fueron el piloto del Cessna Caravan, Raúl
Tejedor; el empresario de turismo aventura Alfredo Fragueiro, su
hija Inés Fragueiro, y una mujer identificada sólo
por su nombre, Federica Marchetti, que sería de nacionalidad
italiana.
Fonrouge fue animador del último período romántico
del andinismo argentino y fue un precursor en la Patagonia cuando
era una región todavía inexplorada, con la mayoría
de sus montañas vírgenes para el montañismo,
explicó el periodista y andinista Toncek Arko, quien vive
en San Carlos de Bariloche. Fue precisamente en esa ciudad del sur
argentino donde Fonrouge comenzó su romance con el andinismo.
Llegó por primera vez como mochilero y a los 15 años
participó de una expedición al cerro López.
El cerro Pirámide, en Esquel, y el monte Paine, en Chile,
fueron otros de sus primeros logros, hasta que viajó a Europa,
de donde regresó con el título de guía de alta
montaña. Los 3.500 metros del Fitz Roy fueron escaladas por
él y su compañero de aventuras Carlos Comesaña,
en 1965. Subieron y bajaron en sólo tres días, sin
la ayuda de cuerdas. También llegó a la cima del Aconcagua,
de 6.989 metros, por la complicada pared sur y en 1971 formó
parte de una expedición argentina al Everest.
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OPINION
Por Martín Granovsky
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Morir entre dos pasiones
Siempre respeté a los tipos que se morían haciendo
lo que les gustaba, sobre todo cuando su pasión no embromaba
a los demás. Germán Sopeña, secretario general
de redacción del diario La Nación, se mató
ayer cuando estaba a punto de conjugar, otra vez, dos de sus grandes
pasiones. Una era la Patagonia: el avión estaba viajando
a Calafate, junto a Lago Argentino. La otra era escribir: Sopeña
no se privaba de hacerlo por ninguna razón burocrática.
No se lo impedían ni su cargo ni la rigidez de los manuales
de periodismo. Y tampoco se preocupaba por áreas ni quintas.
Podía analizar un paquete económico, reportear a un
viajero inglés, editorializar, delirar sobre el uso de la
letra eñe, recurrir a cierto dandysmo para teorizar sobre
cuál es el mejor tren del mundo o contar una travesía
por la ruta 40. Su historia periodística se lo permitía.
A los 54 años, Sopeña seguía enorgulleciéndose
de haber escrito en Parabrisas Corsa y Siete Días a principios
de los 70.
Con Sopeña no fuimos amigos ni trabajamos juntos en ninguna
redacción, pero en los últimos años unas cuantas
agendas permitieron que nos viésemos con cierta frecuencia.
Compartimos conversaciones con diplomáticos extranjeros,
almuerzos sinceros con funcionarios de otros gobiernos a cambio
de reserva de identidad, presentaciones de libros y, en especial,
decenas de mesas redondas. Debo decir que nunca coincidíamos
en economía y muchas veces desplegábamos análisis
políticos distintos. Germán tenía una confianza
en el libre mercado que yo francamente no compartía. Pero
ésa era la gracia: resultaba fácil no ponerse de acuerdo.
Es decir: por lo menos en los últimos 15 años, el
tiempo en que lo conocí, con Sopeña uno podía
pelearse sin pelearse, discutir ideas sin terminar a los sillazos,
argumentar y contraargumentar en un marco de honestidad intelectual.
Y, sobre todo, si uno rascaba por debajo de su eterno uniforme de
blazer azul y pantalón gris, algunas formalidades se quebraban
y aparecía el periodista apasionado por los detalles artesanales
del oficio. El mismo Germán Sopeña que se murió
ayer.
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Rocca,
el número uno del grupo
empresario más poderoso del país
En los últimos diez años, Techint se convirtió
en un pulpo industrial: tiene plantas en 27 países y
emplea a 52.000 personas. Cada año factura 7000 millones
de dólares.
Agostino
Rocca se convirtió en líder del grupo cuando su
padre Roberto delegó la función.
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Por Claudio Zlotnik
A Agostino Rocca el sur lo deslumbraba.
Tanto que solía pasar sus vacaciones en Punta Arenas (Chile) o
en alguna comarca de la provincia de Santa Cruz. Para hospedarse elegía
una cabaña de madera, alejada de la ciudad. Se lo notaba orgulloso
cuando comentaba que había recorrido toda la Patagonia. Su hobby
principal era el alpinismo: había escalado el Aconcagua, el Tronador,
el Tupungato y algunos cerros santacruceños. Fue, precisamente,
camino hacia esa geografía que tanto lo atraía que encontró
la muerte. Agostino Rocca, de 55 años, presidente del grupo Techint,
era el empresario más poderoso de la Argentina.
Agostino heredó su profesión de industrial de su abuelo,
también llamado Agostino. Su padre, Roberto, fue el líder
del grupo hasta que delegó en él esa función. De
su primer matrimonio nacieron sus tres hijos, que viven en el extranjero.
A pesar de que la fortuna familiar alcanza a los 3200 millones de dólares,
Agostino nunca dejó de llegar puntualmente a las 9 a la oficina,
para retirarse 12 horas más tarde. Hay que ganarse los méritos
en la práctica y no por herencia, solía asegurar.
Techint fue la contracara de lo ocurrido en el país durante la
década pasada. Mientras los grandes conglomerados y fondos de inversiones
internacionales se devoraron a las compañías autóctonas
fenómeno que dio lugar a la extranjerización y concentración
de la economía, el grupo de la familia Rocca recorrió
el camino inverso. Se transformó en una multinacional argentina
que no se privó de sellar acuerdos comerciales cuestionables, desde
el punto de vista de la competencia, ni de ejercer fuertes presiones de
lobby sobre los gobiernos.
Durante un lapso efímero, apenas siete meses, tuvo participación
en el gobierno de Fernando de la Rúa. En agosto del año
pasado colocó en la estratégica secretaría de Industria
a Javier Tizado, el hombre fuerte de Siderar, una de las compañías
pilares del Grupo. Pero la gestión de Tizado pasó sin pena
ni gloria, y fue reemplazado tras el alejamiento de José Luis Machinea
del Ministerio de Economía.
La Organización Techint inició su expansión internacional
a comienzos de los 90. Compró plantas en México, Canadá,
Italia, y hasta en Japón. En los últimos diez años,
Techint se convirtió en un verdadero pulpo industrial. Tiene instaladas
oficinas y plantas en 27 países y emplea a 52 mil personas. De
ese total, 21 mil trabajan en la Argentina. Cada año, el holding
factura unos 7000 millones de dólares y casi la mitad 3000
millones se explican por sus negocios en el país, lo que
lo transforma en el grupo industrial local más poderoso. Sólo
detrás de la petrolera española Repsol-YPF.
Los sectores de la construcción y la producción de acero
fueron los pilares sobre los que Techint se apoyó desde el inicio
de sus operaciones. Todo comenzó hace medio siglo en una planta
que el abuelo de Agostino, que también se llamaba así, construyó
en Campana, provincia de Buenos Aires, adonde había llegado procedente
de Italia, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial. Esa fábrica
todavía existe, y allí Agostino Rocca solía compartir
almuerzos con los trabajadores.
Así como subsiste la planta de Campana, lo mismo ocurre con la
italiana Dálmine, de la cual el abuelo de Agostino se hizo cargo
en 1931. En esa fábrica ahora se construyen tubos sin costura.
Igual que en las empresas de su propiedad Tamsa (México), Tavsa
y Sidor (Venezuela), NKK (Japón), Algoma (Canadá) y Siderca
(Argentina). Además de controlar otra decena de compañías
relacionadas con la producción de acero y de chapas, entre las
que se encuentra la local Siderca y la brasileña Confab, el Grupo
tuvo amplia intervención en el proceso de privatizaciones. En esta
lista se cuentan las participaciones en Ferroexpreso Pampeano, Transportadora
de Gas del Norte, Edelap (distribuidora eléctrica de La Plata),
GasAndes, NorGas y la concesión vial Caminos del Oeste.
La notable expansión del grupo Techint lo catapultó como
el más importante fabricante de tubos de acero, con el control
del 37 por cientoel mercado mundial de este producto. El volumen producido
supera los 2,3 millones de toneladas anuales.
Hace apenas un par de semanas, Techint anunció una importante reorganización
a nivel internacional. Y otra vez se diferenciaba de otros grupos argentinos,
que encuentran más redituable asentarse en el exterior. En el Hotel
Libertador, el propio Agostino Rocca aseguraba que el Grupo mantendría
su cabecera en Buenos Aires. Y que ya no estaría dividido por zonas
geográficas sino por áreas de negocios. Paolo Rocca, hermano
de Agostino, se hizo cargo de los rubros tubos de acero y aceros planos,
que en la actualidad representan el 60 por ciento del total de la facturación.
Y Agostino quedaba como presidente de todo el holding. Fue la última
gran decisión profesional que rubricó. Ahora la incógnita
es saber cómo afectará su desaparición al grupo industrial
argentino más poderoso.
OPINION
Por Guillermo Saccomanno
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Giménez Hutton, rumbo
sur
Con Adrián Giménez Hutton nos hicimos amigos hace
unos pocos años. Hutton terminaba de editar su primer libro:
La Patagonia de Chatwin. Un entusiasta de los viajes,
cronista, explorador de los buenos, Hutton se había propuesto
repetir el itinerario del viajero británico por la Patagonia,
la misma experiencia veinte años más tarde. De a poco,
encontrándose con esos hombres y mujeres, galeses y criollos,
que habían abierto su corazón y su casa al inglés
Chatwin, el argentino Hutton iba comprobando que el otro pudo ser
un escritor de ficción, pero como investigador estaba lejos
de la verdad. Con un rigor poco frecuente, Hutton recuperó
la verdad que Chatwin había escamoteado en función
de un color local for export. En este sentido, Hutton reivindicó
la memoria de Osvaldo Bayer, cuyas investigaciones habían
sido también malversadas por el escritor inglés. Un
proyecto de Hutton que va a quedar pendiente: recorrer con Bayer
sus escenarios personales, testimoniar con el escritor ese vasto
territorio de dolor y esperanza. A Hutton, me acuerdo, lo conocí
por haber escrito una reseña a favor de su libro. Lo sorprendía
que este diario le hubiera dedicado una reseña. No se consideraba
del todo escritor. Y confesaba, con pudor, que su libro había
adquirido una cierta repercusión, en particular dentro de
la variada e inabarcable literatura patagónica. Hutton no
se la creía. En los últimos veranos nos había
reunido acá, en Villa Gesell, a Luis Chitarroni y a mí,
para hablar de literatura. Le causaba gracia que lo considerásemos
narrador. Después de todo, decía, recién últimamente
había leído Moby Dick. Sin embargo, cuando contaba
sus travesías innumerables, sus expediciones intrépidas,
un abrazo con gorilas en el Africa, una incursión en cuevas
de la selva del Paraguay, la escalada de una montaña en la
India, el peligro del oleaje rumbo a la Isla de los Estados, esas
historias formaban un arsenal poderoso de aventuras que esperaba
juntar en un libro. Era curioso también que esta afición
al riesgo la compensara con la bastante menos agitada profesión
de abogado. Ultimamente pensaba, como abogado, especializarse en
ecología y protección del medio ambiente. Con Hutton
estuvimos juntos en la Patagonia. La conocía como un lugareño.
Sabía dónde parar, en qué almacén detenerse,
y también dónde aguardaban fósiles por descubrir,
a cuánto quedaba la reserva mapuche más cercana. Y
a todos lados iba con una cámara y una libreta de anotaciones.
Nadie, con seguridad, como Hutton, podía encarar una colección
de libros abocada a la Patagonia, como la que había empezado
a dirigir, titulada Rumbo Sur. Hace unas horas, cuando me informaron
por teléfono que Hutton había muerto en ese accidente
aéreo con destino a la Patagonia, tardé en reaccionar.
La literatura, por lo general, es un oficio de quietud. Hutton,
como un personaje de Stevenson, amaba la aventura. Y pensaba que
era posible combinar la aventura con la letra. A Hutton le costaba
quedarse quieto. Con ustedes yo aprendo, nos decía al juntarnos
esas veces con Chitarroni. Y nosotros lo escuchábamos. Aprendiendo,
lo escuchábamos.
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