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COMO LAS GRANDES CORPORACIONES TOMARON CONTROL DE LA CASA BLANCA
El mejor gobierno que el dinero puede comprar

El balance de los primeros cien días de la administración Bush podría redactarse como eso: como un balance empresario
en el que algunas de las más grandes corporaciones no sólo han tomado control de la estructura del gobierno, sino que además la están usando sin pudores para cobrarse los favores prestados a la carísima campaña del candidato republicano. Aquí, los datos del escándalo.
George W. Bush, el presidente de la Patria Corporativa que ha conquistado Washington. “En algún punto –dice Robert Reich– el electorado se espantará y el repudio será ensordecedor”.


Por Julian Borger*
Desde Washington

Discreta, en el primer presupuesto de la administración Bush había una partida salarial aparentemente rutinaria para el Departamento de Justicia. Pero un grupo de abogados en el gobierno lo vieron por lo que significaba, un hito de la nueva era. Estos abogados integraban un equipo especializado, formado durante la presidencia de Bill Clinton, para procesar a las grandes compañías de tabaco por mentir durante cinco décadas sobre los efectos del cigarrillo. El proceso costaría, según sus cálculos, unos 57 millones de dólares. Pero Bush les asignó menos de dos millones. Desesperados, los abogados filtraron un memorándum a comienzos de esta semana donde señalaban que el presupuesto destruiría su caso. En respuesta, el fiscal general John Ashcroft contra-filtró sus planes de reemplazar a los abogados, argumentando mal desempeño. El mensaje no hubiera sido más claro de haber sido puesto en un cartel sobre la Casa Blanca: la guerra contra las grandes compañías de tabaco había terminado.
La lista de quienes escaparon al juicio federal es idéntica a la de los grandes donantes para la campaña de George W. Bush. El primus inter pares es Philip Morris, que aportó nada menos que 2,8 millones de dólares para el fondo de campaña del nuevo presidente, y luego su fiesta de inauguración. En total, las grandes tabacaleras donaron siete millones de dólares para Bush y a los republicanos, el 83 por ciento del gasto total de la industria en la elección. Y fue muy buen negocio. Si efectivamente se abandonan los juicios federales contra ellos, lo que es casi seguro, las compañías tabacaleras se habrán ahorrado hasta 100 mil millones de dólares de pagos por daños y compensaciones, una impresionante ganancia vea como se la vea. Philip Morris sostendrá, sin duda, que no hay una conexión directa entre la donación y la aparente defunción del juicio, y que su apoyo al presidente se debe puramente a sus políticas generales.
Pero esta historia es cualquier cosa menos un caso aislado. En sus primeros 100 días de gobierno, este tipo de reembolso directo por servicios prestados fue el rasgo característico de la administración Bush. Las risas sobre los frecuentes gaffes del presidente sólo oscurecieron este hecho. Para Bush, el primer presidente de Estados Unidos con un MBA (master en administración de empresas), la elección fue ni más ni menos que una propuesta de negocios en el que las corporaciones norteamericanas actuaron como inversores. Estaban invitadas a arriesgarse moderadamente y poner el grueso de sus fondos políticos detrás del delfín republicano, invirtiendo en lo que se convirtió en la campaña más cara de la historia. Y los reembolsos, en la forma de juicios abandonados, reglamentos federales relajados y la remoción de por lo menos un importante tratado internacional, significan muchas ganancias a corto plazo. Sea cual fuera el clima económico en el resto del mundo, para las grandes corporaciones norteamericanas es primavera.
Naturalmente, los demócratas hicieron fila para manifestarse indignados al descubrir la influencia de los negocios en la política. Y si bien al mundo corporativo no le fue demasiado mal en los años de Clinton, era sólo una de las muchas voces que competían en la Oficina Oval. En la administración Bush, al contrario, los negocios tienen el monopolio de la palabra. Así, mientras que Clinton dedicó mucho esfuerzo en sus primeros 100 días a una ingrata pelea para hacer admitir a los gays en el Ejército, la administración Bush dedicó sus primeros meses a cumplir punto por punto una lista de medidas anti regulatorias dictada por las corporaciones. Entre las bajas están, por ejemplo, un gran número de medidas de seguridad laboral negociadas entre el gobierno federal y los sindicatos durante la última década, que cubrían los nuevos peligros de la era informática, tales como el daño por esfuerzo repetitivo, que afecta a alrededor de 1,8 millones de empleados. La eliminación de estos reglamentos fue un triunfo para la Cámara de Comercio de Estados Unidos y una derrota aplastante para la central sindical AFL-CIO, que había puesto todas sus fichas por Al Gore y los demócratas en las elecciones del 2000. Como para subrayar su impotencia, Bush también revocó requerimientos de que los contratistas públicos usen mano de obra sindicalizada.
La siguiente demanda en la lista empresaria era la reforma de la ley de bancarrota, pedida desde hacía tiempo por los bancos y las compañías de tarjetas de crédito (que auspiciaron a Bush y a su partido por más de 25 millones de dólares). El proyecto quitará a los norteamericanos que se declaran en bancarrota parte de la protección legal que tienen contra las expropiaciones de sus acreedores. Los que impulsan el proyecto argumentan que sólo afectará a estafadores y despilfarradores, pero informes de prensa sugieren que la mayoría de las víctimas serán familias pobres que perdieron sus trabajos y cayeron presa de las rapaces obras sociales privadas de Estados Unidos. Clinton había vetado un proyecto de ley similar afirmando que los pobres debían tener la posibilidad de pagar su alquiler y sus cuentas de hospital antes que sus tarjetas de crédito.
Sin embargo, el mayor impacto del nuevo mundo feliz de Bush se registró sobre el medio ambiente. Es aquí donde las leyes imponían los mayores costos a las empresas. A poco de asumir su mandato, Bush eliminó reglamentos que obligaban a las compañías mineras (que contribuyeron 2,6 millones a su campaña) a pagar los costos de limpieza si contaminaban el suministro de agua potable. Después revirtió los límites que el saliente gobierno de Clinton había impuesto sobre los niveles permitidos de arsénico en el agua. También se revocarán leyes de la era Clinton que protegen millones de hectáreas de bosques prohibiendo la tala y la construcción de autopistas, según fuentes del Departamento de Justicia citadas por el Washington Post. Esta prohibición había sido uno de las últimas medidas de la Casa Blanca de Clinton, pero fue el resultado de más de un año de audiencias realizadas por el Servicio de Parques Nacionales, que consultaron a más de 1,6 millones de ciudadanos. Está de más decir que la industria maderera contribuyó 3,2 millones de dólares para la campaña de Bush.
Las más importantes victorias de las corporaciones se dieron en marzo, cuando el nuevo presidente renegó de una promesa de campaña de imponer límites a las emisiones de dióxido de carbono. La consecuencia lógica de esa decisión se dio unos días más tarde, cuando la administración abrogó el Protocolo de Kyoto, lo que terminó sumariamente con cinco años de esfuerzos transatlánticos para implementar los puntos de ese acuerdo. La directora que Bush nombró al frente de la Agencia de Protección Ambiental (EPA), Christine Todd Whitman, prometió que Estados Unidos estaba listo para regresar a la mesa de negociaciones y comenzar desde cero. Pero mientras tanto, los costos de cortar emisiones de dióxido de carbono fueron eliminados de las cuentas de las empresas de carbón, petróleo, gas y electricidad, todas grandes contribuyentes a las arcas republicanas. La industria petrolera aportó nada menos que 25 millones de dólares el año pasado, y sólo 7 millones para candidatos demócratas.
No puede sorprender entonces el júbilo triunfal que se percibe en la calle K de la capital norteamericana, donde se concentran los lobbystas industriales. “Salimos de las cavernas hacia la luz, y decimos asombrados ‘Por Dios, ahora realmente podemos hacer algo’”, exclamó recientemente Richard Hohlt, un lobbysta del sector bancario, al Wall Street Journal.
Paradójicamente, el único revés sufrido por el lobby corporativo fue en relación a la crisis con China. Si bien la crisis derivó de una hostilidad tradicional e ideológica del Partido Republicano, va completamente en contra de los intereses empresarios, que ven a China como una gigantesca oportunidad de expandir sus ventas. Por lo tanto, hubo varias protestas desde los guerreros fríos republicanos cuando la Casa Blanca envió un very sorry a Pekín para obtener el retorno de los 24 tripulantes del avión espía. Pero en todos los otros frentes, los lobbies empresarios encuentran muy poca resistencia a su implacable ofensiva. Ya cuando era secretario de Trabajo bajo Clinton, Robert Reich se había quejado frecuentemente de que las corporaciones parecían ganar la mayoría de las peleas en los corredores del poder. Pero ahora, como escribió en una columna del New York Times, ni siquiera hay peleas. “Ya no hay ningún contrapeso en Washington: Las empresas tienen control total sobre la estructura de gobierno... Es hora de cobrarse viejas deudas, y todos lo están haciendo.”
La transacción no es tanto una compra, sino una fusión corporativa. En otras palabras, la distinción entre las empresas y el gobierno se desdibujó al punto de desaparecer por completo. La Casa Blanca se ufana de que el nuevo presidente con el MBA está reorganizando el gobierno bajo principios de eficiencia de la administración de empresas. Y los funcionarios clave, mientras tanto, están siendo reclutados directamente de las filas gerenciales de las corporaciones nacionales.
El secretario del Tesoro Paul O’Neill, por ejemplo, viene del gigante del aluminio Alcoa. El vicepresidente Dick Cheney salió de la petrolera Halliburton, donde había conseguido trabajo tras abandonar el Pentágono en 1993. Karl Rove, principal estratega político de Bush, manejó las relaciones públicas de Philip Morris de 1991 a 1996. Pero el mejor de todos es el nuevo “zar de los entes regulatorios”, John Graham, quien está a cargo de desmantelar los controles estatales sobre la actividad empresarial. Antes de ser encomendado con tamaña tarea, había sido profesor de la muy conservadora universidad John Hopkins, donde dirigió un estudio que descubrió que el humo del cigarrillo no presentaba ningún riesgo a quienes no fumaban. Curiosamente, según la ONG Public Citizen, en esos mismos momentos le pedía 25.000 dólares para financiar este estudio a... Philip Morris.
Esta lista de ex empresarios en el gobierno es infinita. Mitchell Daniels, director de la Oficina de Gerenciamiento y Presupuesto de la Casa Blanca, fue un vicepresidente del gigante farmacéutico Eli Lilly. Representa una industria que contribuyó con 18 millones de dólares a la campaña de Bush, y ahora espera que el nuevo presidente termine con los esfuerzos de su predecesor de establecer precios máximos para los medicamentos con receta.
La única amenaza al control de las megacorporaciones sobre Washington es el peligro de que se excedan y causen una revuelta de la opinión pública contra su codicia y daños ambientales. “En algún punto –quizá tan pronto como las elecciones parlamentarias del 2002, seguramente en las presidenciales del 2004– el electorado estará espantado por lo que está sucediendo... Y el repudio contra las empresas será ensordecedor”, argumenta Reich.
Ya hay señales de que Bush y sus asesores reconocen el peligro, y hubo algunos intentos de mejorar la imagen del presidente, especialmente en relación al medio ambiente. Se mostró dispuesto a firmar un tratado limitando las emisiones de químicos particularmente tóxicos y podría reconsiderar el tema de los límites del arsénico en el agua potable. Después de todo, Bush necesitará los votos de la gente común además del dinero empresario si espera ser reelecto en el 2004.
Pero todas sus acciones en estos primeros 100 días de su gobierno sugieren que, ante todo, la influencia de grupos anti-corporativos será minimizada. Es lo más cercano que una democracia puede llegar a ser un gobierno de las corporaciones, por las corporaciones y para las corporaciones.

* De The Guardian de Gran Bretaña, especial para Página/12.

 

Claves

La campaña de George W. Bush para la presidencia de Estados Unidos fue la más cara en la historia norteamericana. Entre los mayores donantes estaban las tabacaleras (siete millones), las petroleras (25 millones) y las farmacéuticas (18 millones). Los primeros 100 días de la presidencia Bush demostraron que estos promotores no gastaron su dinero en vano.
La nueva administración revocó leyes y reglamentos de protección sindical, de bancarrota y especialmente de medio ambiente, en base a los pedidos de las grandes corporaciones que aportaron a su campaña electoral. El éxito más dramático de estas últimas vino con la abrogación del protocolo de Kioto, que limitaba las emisiones de dióxido de carbono.
De hecho, los principales funcionarios del gabinete vienen del mundo de los negocios: como el secretario del Tesoro Paul O’Neill (la empresa de aluminio Alco), el vicepresidente Dick Cheney (de la petrolera Haliburton), o el estratega político Karl Rove (la tabacalera Philip Morris).
El único factor moderador sobre Bush es el temor a un repudio electoral. Pero por ahora no surte demasiados efectos.

 

Cuando el Sr. Petróleo es el poder detrás del trono

El vicepresidente Dick Cheney es la figura más poderosa del gabinete de George W. Bush, el que hace y deshace más allá de su cargo formal. También es el desenfadado representante de la industria petrolera en la administración.


Por Martin Kettle *
Desde Washington

Dick Cheney es de lejos el vicepresidente más poderoso de la historia norteamericana, y ha sido el funcionario clave detrás de dos de las principales propuestas de reforma desde que la administración Bush llegó al poder. Una de ellas, sobre las necesidades de defensa de Estados Unidos, decidió confiarla a su amigo, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld. La otra, sobre la estrategia energética de Estados Unidos, decidió encararla él mismo.
Cuando sea publicada dentro de algunas semanas, la revisión de la política energética puede probarse como el documento definitorio de los años de Bush. Apunta a establecer la política norteamericana para el área en todos los sentidos, desde la energía nuclear a la extracción de petróleo en zonas protegidas y el futuro de las sanciones internacionales relacionadas al petróleo. Va a marcar el campo de las futuras batallas entre la industria de energía y los ambientalistas. Va a recomendar la extracción de petróleo en Alaska, un proyecto que Cheney promovió en sus tiempos de congresista hace 20 años, así como la exploración en más de 7,6 millones de hectáreas en las Montañas Rocosas –incluyendo los parques nacionales de Lewis y Clark en Montana– y una relajación de las leyes contra la contaminación del aire. También planteará la posibilidad de levantar las sanciones norteamericanas contra Irán, Libia y posiblemente hasta Irak. Exhortará a Estados Unidos a construir decenas de nuevas plantas energéticas y a reinvertir en energía nuclear. Y va a marcar una bonanza para una industria que dió al Partido Republicano más de 25 millones de dólares para las elecciones del año pasado.
Toda esta revisión de la política energética es Cheney clásico. Como el presidente, Cheney es un hombre de la industria del petróleo. Antes de volver a la política, era el presidente de Halliburton, la compañía de servicios petroleros más grande del mundo, que por sí sola ha entregado al Partido Republicano un millón y medio de dólares en el curso de los últimos 10 años. Donde quiera que haya petróleo –Irak, China, Alaska– Halliburton tiene intereses. Cada decisión que tome el equipo de Cheney respecto a nuevas fuentes de energía tendrá un efecto directo en la compañía, que lo dotó de ingresos por 36 millones de dólares solamente el año pasado.
Pero Cheney es más que solamente el arquitecto de la administración y el estratega de su dirección política. Es una figura clave de las reuniones semanales de estrategia de la bancada republicana en el Congreso, y cuando se necesita torcer brazos en el Senado y la Cámara de Representantes, es el negociador y manipulador en jefe del gobierno. “Siempre que hay una sesión estratégica sobre planeamiento y presiones, él está en el medio –dice Mike Frank, de la conservadora Heritage Foundation–. El realmente es un jugador clave en el plano de las decisiones, y no meramente por el cargo que detenta.” Los conservadores ahora se están preparando para verlo asumir este rol en lo que muchos ven como las batallas más grandes de los próximos dos años: el intento de la derecha de ubicar a sus partidarios en cientos de posiciones judiciales a todos los niveles del sistema judicial federal y, sobre todo, tomar un firme control de la Suprema Corte.
Si su salud se lo permite, Cheney va a hacerlo. Hace unos 10 años, su esposa Lynne escribió una novela titulada Cuerpo político en la que un vicepresidente de 59 años de edad muere de un ataque al corazón mientras se encuentra en los brazos de una presentadora televisiva. Hoy la salud del corazón del sexagenario Cheney es una preocupación constante en todos los niveles del gobierno.
Bush, entretanto, sigue con sus chistes. “Estos son algunos de los titulares que me gustaría ver en el futuro –dijo el 5 de abril a la Sociedad Norteamericana de Editores de Periódicos–. ‘Cheney clonado: el presidente ahora no tiene nada que hacer’.”

* De The Guardian de Gran Bretaña, especial para Página/12

 

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