Por Julian Borger*
Desde Washington
Discreta, en el primer presupuesto
de la administración Bush había una partida salarial aparentemente
rutinaria para el Departamento de Justicia. Pero un grupo de abogados
en el gobierno lo vieron por lo que significaba, un hito de la nueva era.
Estos abogados integraban un equipo especializado, formado durante la
presidencia de Bill Clinton, para procesar a las grandes compañías
de tabaco por mentir durante cinco décadas sobre los efectos del
cigarrillo. El proceso costaría, según sus cálculos,
unos 57 millones de dólares. Pero Bush les asignó menos
de dos millones. Desesperados, los abogados filtraron un memorándum
a comienzos de esta semana donde señalaban que el presupuesto destruiría
su caso. En respuesta, el fiscal general John Ashcroft contra-filtró
sus planes de reemplazar a los abogados, argumentando mal desempeño.
El mensaje no hubiera sido más claro de haber sido puesto en un
cartel sobre la Casa Blanca: la guerra contra las grandes compañías
de tabaco había terminado.
La lista de quienes escaparon al juicio federal es idéntica a la
de los grandes donantes para la campaña de George W. Bush. El primus
inter pares es Philip Morris, que aportó nada menos que 2,8 millones
de dólares para el fondo de campaña del nuevo presidente,
y luego su fiesta de inauguración. En total, las grandes tabacaleras
donaron siete millones de dólares para Bush y a los republicanos,
el 83 por ciento del gasto total de la industria en la elección.
Y fue muy buen negocio. Si efectivamente se abandonan los juicios federales
contra ellos, lo que es casi seguro, las compañías tabacaleras
se habrán ahorrado hasta 100 mil millones de dólares de
pagos por daños y compensaciones, una impresionante ganancia vea
como se la vea. Philip Morris sostendrá, sin duda, que no hay una
conexión directa entre la donación y la aparente defunción
del juicio, y que su apoyo al presidente se debe puramente a sus políticas
generales.
Pero esta historia es cualquier cosa menos un caso aislado. En sus primeros
100 días de gobierno, este tipo de reembolso directo por servicios
prestados fue el rasgo característico de la administración
Bush. Las risas sobre los frecuentes gaffes del presidente sólo
oscurecieron este hecho. Para Bush, el primer presidente de Estados Unidos
con un MBA (master en administración de empresas), la elección
fue ni más ni menos que una propuesta de negocios en el que las
corporaciones norteamericanas actuaron como inversores. Estaban invitadas
a arriesgarse moderadamente y poner el grueso de sus fondos políticos
detrás del delfín republicano, invirtiendo en lo que se
convirtió en la campaña más cara de la historia.
Y los reembolsos, en la forma de juicios abandonados, reglamentos federales
relajados y la remoción de por lo menos un importante tratado internacional,
significan muchas ganancias a corto plazo. Sea cual fuera el clima económico
en el resto del mundo, para las grandes corporaciones norteamericanas
es primavera.
Naturalmente, los demócratas hicieron fila para manifestarse indignados
al descubrir la influencia de los negocios en la política. Y si
bien al mundo corporativo no le fue demasiado mal en los años de
Clinton, era sólo una de las muchas voces que competían
en la Oficina Oval. En la administración Bush, al contrario, los
negocios tienen el monopolio de la palabra. Así, mientras que Clinton
dedicó mucho esfuerzo en sus primeros 100 días a una ingrata
pelea para hacer admitir a los gays en el Ejército, la administración
Bush dedicó sus primeros meses a cumplir punto por punto una lista
de medidas anti regulatorias dictada por las corporaciones. Entre las
bajas están, por ejemplo, un gran número de medidas de seguridad
laboral negociadas entre el gobierno federal y los sindicatos durante
la última década, que cubrían los nuevos peligros
de la era informática, tales como el daño por esfuerzo repetitivo,
que afecta a alrededor de 1,8 millones de empleados. La eliminación
de estos reglamentos fue un triunfo para la Cámara de Comercio
de Estados Unidos y una derrota aplastante para la central sindical AFL-CIO,
que había puesto todas sus fichas por Al Gore y los demócratas
en las elecciones del 2000. Como para subrayar su impotencia, Bush también
revocó requerimientos de que los contratistas públicos usen
mano de obra sindicalizada.
La siguiente demanda en la lista empresaria era la reforma de la ley de
bancarrota, pedida desde hacía tiempo por los bancos y las compañías
de tarjetas de crédito (que auspiciaron a Bush y a su partido por
más de 25 millones de dólares). El proyecto quitará
a los norteamericanos que se declaran en bancarrota parte de la protección
legal que tienen contra las expropiaciones de sus acreedores. Los que
impulsan el proyecto argumentan que sólo afectará a estafadores
y despilfarradores, pero informes de prensa sugieren que la mayoría
de las víctimas serán familias pobres que perdieron sus
trabajos y cayeron presa de las rapaces obras sociales privadas de Estados
Unidos. Clinton había vetado un proyecto de ley similar afirmando
que los pobres debían tener la posibilidad de pagar su alquiler
y sus cuentas de hospital antes que sus tarjetas de crédito.
Sin embargo, el mayor impacto del nuevo mundo feliz de Bush se registró
sobre el medio ambiente. Es aquí donde las leyes imponían
los mayores costos a las empresas. A poco de asumir su mandato, Bush eliminó
reglamentos que obligaban a las compañías mineras (que contribuyeron
2,6 millones a su campaña) a pagar los costos de limpieza si contaminaban
el suministro de agua potable. Después revirtió los límites
que el saliente gobierno de Clinton había impuesto sobre los niveles
permitidos de arsénico en el agua. También se revocarán
leyes de la era Clinton que protegen millones de hectáreas de bosques
prohibiendo la tala y la construcción de autopistas, según
fuentes del Departamento de Justicia citadas por el Washington Post. Esta
prohibición había sido uno de las últimas medidas
de la Casa Blanca de Clinton, pero fue el resultado de más de un
año de audiencias realizadas por el Servicio de Parques Nacionales,
que consultaron a más de 1,6 millones de ciudadanos. Está
de más decir que la industria maderera contribuyó 3,2 millones
de dólares para la campaña de Bush.
Las más importantes victorias de las corporaciones se dieron en
marzo, cuando el nuevo presidente renegó de una promesa de campaña
de imponer límites a las emisiones de dióxido de carbono.
La consecuencia lógica de esa decisión se dio unos días
más tarde, cuando la administración abrogó el Protocolo
de Kyoto, lo que terminó sumariamente con cinco años de
esfuerzos transatlánticos para implementar los puntos de ese acuerdo.
La directora que Bush nombró al frente de la Agencia de Protección
Ambiental (EPA), Christine Todd Whitman, prometió que Estados Unidos
estaba listo para regresar a la mesa de negociaciones y comenzar desde
cero. Pero mientras tanto, los costos de cortar emisiones de dióxido
de carbono fueron eliminados de las cuentas de las empresas de carbón,
petróleo, gas y electricidad, todas grandes contribuyentes a las
arcas republicanas. La industria petrolera aportó nada menos que
25 millones de dólares el año pasado, y sólo 7 millones
para candidatos demócratas.
No puede sorprender entonces el júbilo triunfal que se percibe
en la calle K de la capital norteamericana, donde se concentran los lobbystas
industriales. Salimos de las cavernas hacia la luz, y decimos asombrados
Por Dios, ahora realmente podemos hacer algo, exclamó
recientemente Richard Hohlt, un lobbysta del sector bancario, al Wall
Street Journal.
Paradójicamente, el único revés sufrido por el lobby
corporativo fue en relación a la crisis con China. Si bien la crisis
derivó de una hostilidad tradicional e ideológica del Partido
Republicano, va completamente en contra de los intereses empresarios,
que ven a China como una gigantesca oportunidad de expandir sus ventas.
Por lo tanto, hubo varias protestas desde los guerreros fríos republicanos
cuando la Casa Blanca envió un very sorry a Pekín para obtener
el retorno de los 24 tripulantes del avión espía. Pero en
todos los otros frentes, los lobbies empresarios encuentran muy poca resistencia
a su implacable ofensiva. Ya cuando era secretario de Trabajo bajo Clinton,
Robert Reich se había quejado frecuentemente de que las corporaciones
parecían ganar la mayoría de las peleas en los corredores
del poder. Pero ahora, como escribió en una columna del New York
Times, ni siquiera hay peleas. Ya no hay ningún contrapeso
en Washington: Las empresas tienen control total sobre la estructura de
gobierno... Es hora de cobrarse viejas deudas, y todos lo están
haciendo.
La transacción no es tanto una compra, sino una fusión corporativa.
En otras palabras, la distinción entre las empresas y el gobierno
se desdibujó al punto de desaparecer por completo. La Casa Blanca
se ufana de que el nuevo presidente con el MBA está reorganizando
el gobierno bajo principios de eficiencia de la administración
de empresas. Y los funcionarios clave, mientras tanto, están siendo
reclutados directamente de las filas gerenciales de las corporaciones
nacionales.
El secretario del Tesoro Paul ONeill, por ejemplo, viene del gigante
del aluminio Alcoa. El vicepresidente Dick Cheney salió de la petrolera
Halliburton, donde había conseguido trabajo tras abandonar el Pentágono
en 1993. Karl Rove, principal estratega político de Bush, manejó
las relaciones públicas de Philip Morris de 1991 a 1996. Pero el
mejor de todos es el nuevo zar de los entes regulatorios,
John Graham, quien está a cargo de desmantelar los controles estatales
sobre la actividad empresarial. Antes de ser encomendado con tamaña
tarea, había sido profesor de la muy conservadora universidad John
Hopkins, donde dirigió un estudio que descubrió que el humo
del cigarrillo no presentaba ningún riesgo a quienes no fumaban.
Curiosamente, según la ONG Public Citizen, en esos mismos momentos
le pedía 25.000 dólares para financiar este estudio a...
Philip Morris.
Esta lista de ex empresarios en el gobierno es infinita. Mitchell Daniels,
director de la Oficina de Gerenciamiento y Presupuesto de la Casa Blanca,
fue un vicepresidente del gigante farmacéutico Eli Lilly. Representa
una industria que contribuyó con 18 millones de dólares
a la campaña de Bush, y ahora espera que el nuevo presidente termine
con los esfuerzos de su predecesor de establecer precios máximos
para los medicamentos con receta.
La única amenaza al control de las megacorporaciones sobre Washington
es el peligro de que se excedan y causen una revuelta de la opinión
pública contra su codicia y daños ambientales. En
algún punto quizá tan pronto como las elecciones parlamentarias
del 2002, seguramente en las presidenciales del 2004 el electorado
estará espantado por lo que está sucediendo... Y el repudio
contra las empresas será ensordecedor, argumenta Reich.
Ya hay señales de que Bush y sus asesores reconocen el peligro,
y hubo algunos intentos de mejorar la imagen del presidente, especialmente
en relación al medio ambiente. Se mostró dispuesto a firmar
un tratado limitando las emisiones de químicos particularmente
tóxicos y podría reconsiderar el tema de los límites
del arsénico en el agua potable. Después de todo, Bush necesitará
los votos de la gente común además del dinero empresario
si espera ser reelecto en el 2004.
Pero todas sus acciones en estos primeros 100 días de su gobierno
sugieren que, ante todo, la influencia de grupos anti-corporativos será
minimizada. Es lo más cercano que una democracia puede llegar a
ser un gobierno de las corporaciones, por las corporaciones y para las
corporaciones.
* De The Guardian de Gran Bretaña, especial para Página/12.
Cuando
el Sr. Petróleo es el poder detrás del trono
El vicepresidente Dick Cheney es la figura
más poderosa del gabinete de George W. Bush, el que hace y deshace
más allá de su cargo formal. También es el desenfadado representante
de la industria petrolera en la administración.
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Por Martin Kettle
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Desde Washington
Dick Cheney es de lejos el vicepresidente
más poderoso de la historia norteamericana, y ha sido el funcionario
clave detrás de dos de las principales propuestas de reforma desde
que la administración Bush llegó al poder. Una de ellas,
sobre las necesidades de defensa de Estados Unidos, decidió confiarla
a su amigo, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld. La otra, sobre la
estrategia energética de Estados Unidos, decidió encararla
él mismo.
Cuando sea publicada dentro de algunas semanas, la revisión de
la política energética puede probarse como el documento
definitorio de los años de Bush. Apunta a establecer la política
norteamericana para el área en todos los sentidos, desde la energía
nuclear a la extracción de petróleo en zonas protegidas
y el futuro de las sanciones internacionales relacionadas al petróleo.
Va a marcar el campo de las futuras batallas entre la industria de energía
y los ambientalistas. Va a recomendar la extracción de petróleo
en Alaska, un proyecto que Cheney promovió en sus tiempos de congresista
hace 20 años, así como la exploración en más
de 7,6 millones de hectáreas en las Montañas Rocosas incluyendo
los parques nacionales de Lewis y Clark en Montana y una relajación
de las leyes contra la contaminación del aire. También planteará
la posibilidad de levantar las sanciones norteamericanas contra Irán,
Libia y posiblemente hasta Irak. Exhortará a Estados Unidos a construir
decenas de nuevas plantas energéticas y a reinvertir en energía
nuclear. Y va a marcar una bonanza para una industria que dió al
Partido Republicano más de 25 millones de dólares para las
elecciones del año pasado.
Toda esta revisión de la política energética es Cheney
clásico. Como el presidente, Cheney es un hombre de la industria
del petróleo. Antes de volver a la política, era el presidente
de Halliburton, la compañía de servicios petroleros más
grande del mundo, que por sí sola ha entregado al Partido Republicano
un millón y medio de dólares en el curso de los últimos
10 años. Donde quiera que haya petróleo Irak, China,
Alaska Halliburton tiene intereses. Cada decisión que tome
el equipo de Cheney respecto a nuevas fuentes de energía tendrá
un efecto directo en la compañía, que lo dotó de
ingresos por 36 millones de dólares solamente el año pasado.
Pero Cheney es más que solamente el arquitecto de la administración
y el estratega de su dirección política. Es una figura clave
de las reuniones semanales de estrategia de la bancada republicana en
el Congreso, y cuando se necesita torcer brazos en el Senado y la Cámara
de Representantes, es el negociador y manipulador en jefe del gobierno.
Siempre que hay una sesión estratégica sobre planeamiento
y presiones, él está en el medio dice Mike Frank,
de la conservadora Heritage Foundation. El realmente es un jugador
clave en el plano de las decisiones, y no meramente por el cargo que detenta.
Los conservadores ahora se están preparando para verlo asumir este
rol en lo que muchos ven como las batallas más grandes de los próximos
dos años: el intento de la derecha de ubicar a sus partidarios
en cientos de posiciones judiciales a todos los niveles del sistema judicial
federal y, sobre todo, tomar un firme control de la Suprema Corte.
Si su salud se lo permite, Cheney va a hacerlo. Hace unos 10 años,
su esposa Lynne escribió una novela titulada Cuerpo político
en la que un vicepresidente de 59 años de edad muere de un ataque
al corazón mientras se encuentra en los brazos de una presentadora
televisiva. Hoy la salud del corazón del sexagenario Cheney es
una preocupación constante en todos los niveles del gobierno.
Bush, entretanto, sigue con sus chistes. Estos son algunos de los
titulares que me gustaría ver en el futuro dijo el 5 de abril
a la Sociedad Norteamericana de Editores de Periódicos. Cheney
clonado: el presidente ahora no tiene nada que hacer.
* De The Guardian de Gran Bretaña, especial para Página/12
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