Por Luciano Monteagudo En un fallo que puede considerarse
indiscutible, la producción china Platform tal como anticipó
ayer Página/12 obtuvo el premio a la mejor película
de la tercera edición del Buenos Aires Festival Internacional de
Cine Independiente. El jurado presidido por el crítico norteamericano
Jonathan Rosenbaum e integrado por la ensayista argentina Beatriz Sarlo,
el realizador francés Emmanuel Finkiel, la actriz italiana Steffania
Rocca, el cineasta coreano Chang-Dong Lee y el director del Festival de
Rotterdam, Simon Field, pareció actuar en sincronía con
la mayoría de la crítica acreditada al festival, que unánimemente
señaló los méritos no sólo del extraordinario
film de Jia Zhang-ke que da cuenta de los impresionantes cambios
sociales producidos en China en los últimos veinte años
sino también de los demás films premiados.
�Yo solamente soy un entretenedor de feria� Por Horacio Bernades Creo que estamos hundidos en una gran pila de mierda, que cae y cae desde el cosmos, dice el húngaro Béla Tarr, que en sus películas despliega hasta el último detalle los trazos de esa incómoda sospecha. Pero el arte no sería tal si no aspirara a elevar la realidad a cierto nivel de poesía. Eso no es algo sencillo, porque un cineasta trabaja con lo real, y requiere un esfuerzo enorme transmutar la realidad en el artificio que podemos llamar poesía, dice Tarr a Página/12 en el Hoyts Abasto. El encuentro comienza más tarde de lo previsto, pues previamente Tarr debió satisfacer los requerimientos del público, arremolinado y ansioso a su alrededor, tras la proyección de uno de sus films. Me siento muy comprendido, es como si estuviera en casa, confiesa, feliz, este raro cineasta que hace películas oscuras pero exhibe una luminosa sonrisa.Desconocido en Argentina hasta hace unos días, a Béla Tarr, nacido en la ciudad de Pécs en 1955, le bastó con dos films y unas pocas proyecciones para convertirse en el personaje más admirado del Festival, donde se programaron su descomunal Sátántangó, de más de siete horas, y la más normal Werckmeister Harmonies, que dura sólo dos y media. Considerado un maestro del cine contemporáneo, Tarr, cuya gentileza y humor desmienten su fama de intratable, parece haber sumado al público porteño a su séquito de incondicionales. Se descuenta que hoy, cuando Sátántangó se proyecte por última vez (a las 14.45, en la sala 12 del Hoyts), la sala volverá a cargarse de una electricidad que ya recorrió proyecciones anteriores. No me considero un pesimista, sino alguien que ve las cosas tal como son, señala este hombre delgado, de barba con canas y pelo atado con colita. Resistente a todo exceso interpretativo, Tarr sostiene que, en el momento de filmar, no le preocupa ninguna cuestión metafísica ni filosófica, sino apenas los detalles más concretos: dónde debe pararse un actor, cómo debe moverse la cámara, qué debe aparecer en cuadro y cuándo. En mi adolescencia quise estudiar filosofía. Pero a los 16 años dirigí mi primera película, y a partir de ese momento me dediqué a esto. Ahora soy un cineasta, y el cine es, como ya dijeron en su momento los hermanos Lumière, sólo un espectáculo de feria. Eso es lo que soy: un entretenedor de feria. Frente a unas películas que están entre las más densas del cine contemporáneo, eso es lo último que pensaría un espectador. Los dos films que presenta el Bafici están basados en sendas novelas de su colaborador y amigo Laszlo Krasznahorkai, con quien trabaja desde los 80. En Sátántangó intenté ser absolutamente fiel a la novela, que me fascinó desde que la leí, antes incluso de su publicación. Quise filmarla en 1985, pero todavía eran tiempos de régimen socialista en mi país, y no fue posible hacerlo. Entonces le pedí a Krasznahorkai que escribiera un guión a partir de una idea que tenía sobre una muchacha ultrajada. Eso se convirtió en Damnation, que filmé en 1987 y fue nuestra primera colaboración. Tras la caída del régimen socialista pudimos ponernos a trabajar en Sátántangó. Empezamos en 1991 y terminamos tres años después. En 1996 nos abocamos a Werckmeister Harmonies, basada también en una novela de Laszlo, pero esa sí, me permití cambiarla a mi antojo. Werckmeister... se estrenó a fines del año pasado. Filmadas en un blanco y negro ominoso aunque lleno de matices (de ninguna manera las hubiera filmado en color), tanto Sátántangó como Werckmeister... narran sendos apocalipsis. Considerada uno de los films clave de la década del 90, Sátántangó (traducible, con reservas, como tango satánico) está ordenada, como la novela original, en doce capítulos. Es como el tango a la europea, que se baila dando seis pasos adelante y seis para atrás. Ese movimiento de flujo y reflujo hace que la historia, narrada desde el punto de vista de un amplio coro de personajes, vaya y venga, retomando episodios y volviendo a arrancar desde allí. A los 435 minutos de proyección, se descubre que la figura que la preside es la de un gigantesco círculo, que se cierra en el mismo punto en que se había abierto siete horas y pico antes. No es una alegoría, se defiende Béla Tarr. Es un relato concreto, sobre hechos concretos, en un lugar concreto de la llanura húngara, protagonizado por gente concreta. Sin embargo, tanto Sátántangó como Werckmeister... están cargadas de alusiones, que en ambos casos admiten una lectura política y metafísica. Iniciada dos años después de la caída del Muro, la primera narra la disolución de una comunidad campesina, que ve sus campos anegados y se lanza detrás de una utopía que se revelará como engaño: la constitución de una granja colectiva. Envuelto en una red de conspiraciones internas, el pueblo parece aguardar la llegada de algo o de alguien, que en algún caso tiene forma de amenaza y en otro, de salvación. Werckmeister... comienza con la llegada de un circo a una aldea. Como principal atracción hay una ballena embalsamada y también un fenómeno de feria que se hace llamar El Príncipe, habla en idioma eslavo y predica el caos. Que sobrevendrá en la forma de una revuelta irracional, canalizada contra los pacientes de un hospital. Filmado en un plano secuencia de diez minutos, el ataque al hospital trasluce una maestría definitiva. Mientras los pobladores destruyen todo, un grupo de restauradores del orden intenta aplastarlos. Sólo el gigantesco ojo ciego de la ballena parecería encerrar una última esperanza, mientras la muerte y la locura se extienden por el lugar. Bueno, sí, puede ser que la visión de mis films sea pesimista, reconoce Tarr con cierta incomodidad. Pero el hecho de hacer películas es una forma de tener esperanza, y eso es lo que intento comunicar. Creo que mostrar cómo son las cosas es lo único que puede ayudar a cambiarlas. Igual, ya no pretendo cambiar nada. |
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