Por Sandra Russo
Emmanuelle, Mario y Quentin conversan mientras comen una exquisita carne asada y toman vino. Emmanuelle ha ido a la casa de Mario pensando que allí se rendiría a un ménage à trois, pero tras algunos escarceos, Mario prefiere continuar la cena. Ella no entiende. ¿Comer, cuando estaba a punto de ofrecerse a ambos hombres? Pero Mario quiere saber cuál es la idea que ella tiene del erotismo. Ella replica que los seguidores de Eros �hacen culto del placer de los sentidos, liberados de cualquier moral�.
Mario le contesta que no. El erotismo, dice, �no es un culto, sino una victoria de la razón sobre el mito. No es un movimiento de los sentidos, sino del espíritu. No es el exceso de placer, sino el placer del exceso. No es una licencia, sino una regla. Y es una moral�. La conversación sigue su curso, para que en ella Mario despliegue ante Emmanuelle su filosofía del erotismo, y que ésta es una buena ocasión para recordar, justo cuando en Buenos Aires acaba de abrir sus puertas el primer erotic-shop: un lugar amigable en el que se pueden conseguir desde bombones hasta vibradores, atendido sólo por mujeres y alentado por una tendencia que reivindica la honorabilidad del erotismo.
�Sus leyes se basan en la razón, no en la credulidad. En la confianza, y no en el miedo�, sigue Mario. �El erotismo es un instrumento de salud mental y social.� Aunque no haya releído Emmanuelle, algo por el estilo pensó hace unos meses Clementina Ferreyra, ex dueña de un local de muebles y objetos de diseño ubicado en Palermo Viejo. Fue entonces que plasmó una idea que quedó concretada ahora en Erotidia, un erotic-shop que intenta hacer un nuevo recorte del stock erótico, separándolo del mundo porno. Que todavía falta mucho trecho por recorrer lo prueba el hecho de que su socia, una rubia delicada y madre reciente llamada Karin, prefiere que no se divulgue su apellido. �Todavía trabajo en una empresa muy seria, y no sé cómo puede caer ahí que yo esté embarcada en un proyecto como éste�, se disculpa. Y ríe cuando se le pregunta si ha decidido pasar a la clandestinidad entre sales de baño afrodisíacas y preservativos perfumados. �Algo así, porque todo esto está asociado hasta ahora a un mundo sórdido, y no a lo que nosotras queremos hacer: que venir a comprar lencería erótica o juguetes sea algo para hacer con amigas, a las dos de la tarde, sin vergüenza.�
Clementina dice que se le ocurrió la idea porque el barrio está atestado de las mismas propuestas, y quería diferenciarse con un rubro nuevo. Hablando con amigos, �empecé a notar que cuando la gente viaja se mete en porno-shops, se compra cualquier cosa o mira lo que hay, y después eso se convierte en una anécdota divertida. Pero acá no lo hacen, porque el sex-shop es un lugar inaccesible por muchos motivos. Hay que tener coraje para meterse en un sucucho del microcentro, esos lugares intimidan�. Durante el periplo entre la idea y su concreción, Clementina visitó sex-shops y se puso en contacto con proveedores. �Uno era un departamento privado en el que había una recepción y después, para ver mercadería, el vendedor te llevaba a otro piso. Ese chico me contaba que aveces van parejas, y que la mujer queda abajo mientras el hombre sube con él a ver los productos. El les dice `¿tu mujer no querrá ver? ¿no quieren elegir juntos?`, y los hombres le dicen que no, porque es como un acto de caballeros ahorrarles a sus parejas ese mal momento. Entonces pensé que a la compra de estas cosas hay que convertirla en un buen momento.� Así nació Erotidia, en un local discreto, sobrio, en un barrio de moda, tratando de imponer la noción de que de ese lugar uno puede llevarse, sí, un vibrador, pero también un simple antifaz.
El erotic-shop se abre en varias líneas que abarcan todas las posibilidades de lo erótico: comestibles, cristalería, objetos para baño, disfraces, lencería, chascos, blanquería, decoración, servicios para despedidas de soltero o festejos de divorcio. En exposición hay más bien poco, pero en depósito o en catálogos hay más variedad de productos. Las dueñas quieren primero ver la reacción de la gente. En un estante, descansan un vibrador y un estimulador de clítoris. �Están ahí. Hay gente que se para a mirarlos o hace alguna pregunta, y otra que directamente hace de cuenta que no están. Ahora nos importa que se pueda salir con la bolsita del local y que esa bolsita no implique que te compraste un juguete erótico: podés haber venido a comprar bombones.�
Los bombones de los que habla Clementina tiene forma de pene o de teta. Hay también inocentes almohadones y globos con forma de corazón, sillones BKF con fundas de felpa colorada, lencería de encaje o de látex, disfraces de mucama o de enfermera, pelucas carré muy `60 de colores estridentes, lápices labiales con forma de pene y otra amplia variedad de chascos (como kits de masturbación o chanchitos que se montan unos a otros), uñas esculpidas y pestañas postizas, látigos y antifaces de cotillón, preservativos musicales, ropa interior �corpiños, slips, tangas� comestibles (Clementina dice que los probó: �Se te deshacen en la boca�), cajitas energizantes de nueces y almendras, decantadores de vino, copas, velas, aceites afrodisíacos, un dominó con imágenes del Kama Sutra o la colección completa de La Sonrisa Vertical. Faltan algunas novedades, como un espejo diseñado con un sistema de poleas que puede elevarse al techo cuando la situación lo recomiende. �Quisimos asociar lo erótico más con lo romántico que con lo porno, más con la diversión que con lo sórdido�, dice Clementina.
el secreter
Variedad
�Uno de los peores inconvenientes de las pasiones egocéntricas es que le quitan mucha variedad a la vida. Es cierto que al que sólo se ama a sí mismo no se le puede acusar de promiscuidad en sus afectos; pero al final está condenado a sufrir un aburrimiento insoportable por la invariable monotonía del objeto de su devoción. El que sufre por el sentimiento de pecado padece una variedad particular de narcisismo. En todo el vasto universo, lo único que le parece de capital importancia es que él debería ser virtuoso. Un grave defecto de ciertas formas de religión tradicional es que han fomentado este tipo concreto de absorción en uno mismo.�
(Bertrand Russell, en La conquista de la felicidad. Editorial Debate.) |
sobre gustos...
Por Alan Pauls
Llegar
De viajar, una de las cosas que más me gusta hacer en la vida, lo que más me gusta es llegar. Llamo llegar a ese lapso de euforia que nace cuando acabo de dejar mis cosas en la habitación del hotel, que me expulsa literalmente a la calle �no importa lo cansado que esté, lo desconocido que sea el lugar al que haya llegado, lo imposible de la lengua que acecha ahí afuera�, que borra en mí cualquier rastro de prudencia humana �pereza, inseguridad, mapa, reloj� y de conducta interesada �necesidad de un rumbo, una actividad, un deseo de ver�, que muere entre treinta minutos y seis horas más tarde, según los casos y las calidades del llegar, y que me deja en uno de esos estados de extenuación que a veces, muy de vez en cuando, nos recuerdan hasta qué punto el cansancio puede ser una gloriosa voluptuosidad. Llegar, creo, no es un placer cultural: no es una instancia turística, ni un ritual dictado por la experiencia, ni siquiera el fruto de una curiosidad definida. Quiero decir que, a diferencia de cualquier placer, no es transitivo: no conduce a nada. Lo pienso más bien como una fatalidad, una compulsión física que empieza, incluso, casi como un malestar �ahogo, ansiedad: esa especie de idiotez catatónica que me asalta cuando descubro, en el cuarto del hotel, la cantidad de cosas completamente insignificantes que empecé a hacer y que quedaron truncas, interrumpiéndose unas a otras�, y que sólo se vuelve gozosa cuando algo de su química, que el encierro del hotel podría echar a perder, entra en contacto con ciertos factores extranjeros (el aire, la luz, el rumor de un idioma ajeno, el movimiento de las calles, la extraordinaria, casi espectral, sensación de ligereza que depara el hecho de no pertenecer) y �prende�. Llegar, creo, es más bien un goce: un goce-droga que nace, pega, desequilibra, multiplica, endulza y languidece, y que cuando se disipa no deja, como todo goce, ninguna lección, ningún �capital�, sino apenas el estupor del vacío o la orfandad, que son las únicas posteridades de la intensidad. Llegar �en el sentido de ese lapso de vértigo invulnerable� me gusta siempre, no importa el grado de exotismo del lugar al que llegue ni la antigüedad de la deuda que el viaje venga a saldar. Me pasó en Mendoza, en Nueva York, en Montevideo, en Lisboa, en Tandil y en París; me pasó exhausto y bien dormido, enfermo y sano, ansioso y aburrido, rico y pobre. Siempre quiero salir, salir ya, urgente, con lo puesto, como si corriera el riesgo de perderme algo único, un rayo verde, un eclipse, un cometa. ¿Qué es ese �algo�? Algo tan simple, creo, como la experiencia de un mundo rejuvenecido.
|
|