Por Claudio Uriarte
Los primeros 100 días de George W. Bush al frente de la política exterior de la República Imperial pudieron resultar desconcertantes, pero no tanto como para enmascarar la sospecha de una lógica detrás de la aparente locura. Y de una lógica que no obedecía a un solo patrón sino a la interacción creativa entre varios, aunque inicialmente todo pareciera tratarse del relato de las desventuras de un elefante en un bazar.
Casi nadie pudo evitar, ante la sucesión de incidentes de estos últimos tres meses, la impresión de que se estaba ante una actitud de aserción de poder tan inmotivada como contraproducente: el programa de defensa antimisiles alienó primero a Rusia y China, que se dedicaron a sabotearlo con una extraña alianza contra natura y una política de ayuda a los mismos �Estados parias� contra cuya amenaza Estados Unidos decía dirigir su proyecto, como Corea del Norte, Irán, Irak y Libia; la reanudación de los bombardeos a Irak dejó en claro que sólo el viejo aliado británico seguía integrando la coalición internacional de hace 10 años contra Saddam Hussein; el repudio al Protocolo de Kyoto dejó en claro que ni siquiera el viejo aliado británico seguía respaldando a su cincuentenario primo transatlántico en este punto, y cuando todo eso estuvo dicho apareció la retórica beligerante de la administración contra China como �competidor estratégico�, que no tardó en derivar en el incidente del avión espía norteamericano EP-3 Orion en el Mar del Sur de China, con el trasfondo de la confrontación por la venta de armas estadounidenses avanzadas a Taiwan. Una posible guía de explicación de esta serie de pistoletazos �preventivos� radicaría en el inédito grado en que la administración se identifica y asimila con la realidad corporativa multinacional pero norteamericana que podría denominarse �America Inc.�. Si Marx exageraba didácticamente al proclamar al Estado burgués como el comité central ejecutivo de la clase dominante como un todo, la administración Bush parece haber invertido esa condena y haberla tomado �exageradamente, y al pie de la letra� como manual de instrucciones. Los nombres de su gabinete se leen como un almanaque de Gotha de los delegados ejecutivos top de los poderosos de Estados Unidos: el vicepresidente Dick Cheney, el secretario de Estado Colin Powell y la asesora de Seguridad Nacional Condoleeza Rice son gente de la industria petrolera; otros provienen del complejo militarindustrial, y Paul O�Neill, su secretario del Tesoro, es un magnate del monopolio del aluminio. Los hijos factuales de esta promiscuidad casi pornográfica entre negocios y poder político nunca pasan demasiado inadvertidos ante la mirada más inocente: la connivencia de los intereses de las multinacionales petroleras norteamericanas con el mundo árabe fue evidente en la reciente condena destemplada y fulminante de Powell a la intervención israelí en las zonas palestinas plenamente autónomas de la Franja de Gaza, y lo es más aún detrás de una revisión general de la política energética cuya difusión se anuncia para las próximas semanas, y que entre otras cosas aconseja aliviar las sanciones energéticas contra algunos de los mismos �Estados parias� que la nueva política del Pentágono dice querer contener con su escudo antimisiles, como Irán, Libia e Irak.
Aquí, sin embargo, la serpiente parece morderse la cola. ¿Cómo puede ser que la administración del escudo antimisiles contra los supuestos �Estados parias� se prepare al mismo tiempo a comerciar con ellos, dándoles dinero que puede servirles en el futuro para construir fuerzas militares con que atacar al escudo? ¿Será un caso de los capitalistas �matándose entre ellos para vendernos la soga con que hemos de ahorcarlos�, como se atribuye haber dicho a Lenin? Otra contradicción aparente está en el caso de China: la administración la proclamó como �competidora estratégica� (y, en definitiva, como enemiga de EE.UU.); sin embargo, el big business que opera detrás de Bush se desespera ante la sola idea de medidas que le cierren ese mercado. La contradicción no es tal, a menos que se confunda lo que efectivamente hace la administración con aquello que dice que está haciendo, o que se crea que la moderación de Powell y posiblemente Rice tengan alguna chance de imponerse frente a la orientación favorecida por el virtual primer ministro Dick Cheney. El eje de la doctrina de política exterior que Donald Rumsfeld está impulsando desde el Pentágono radica en una voluntad de poder: capitalizar y potenciar a futuro las formidables hegemonías y ventajas actuales de Estados Unidos en fuerzas militares y alta tecnología para garantizar que el XXI sea el verdadero �siglo americano� que Henry Luce, el fundador de la revista Time, proclamó exuberantemente �y un tanto prematuramente� a mediados del XX.
Vale decir: los �Estados parias� no importan; su supuesta �amenaza� es sólo un pretexto y un maniquí propagandístico para diseñar la invulnerabilidad norteamericana ante cualquiera. China, en cambio, sí importa: se trata de prevenir su ascenso como superpotencia rival, en unos 25 años. La apuesta de Rumsfeld no es desintegrarla �lo que sería desestabilizante� pero sí contenerla, mantenerla en jaque. El instrumento central es militar: el refuerzo de Taiwan, la remilitarización de Japón, el abandono de la política de no proliferacion a través del estímulo al potencial nuclear indio y, por supuesto, el aumento del patrullaje aéreo cerca de las costas chinas. Sin embargo, el trasfondo de disuasión detrás de tanto machismo escénico es una traducción económica de la lógica de mutua destrucción asegurada que mantuvo la paz entre EE.UU. y la URSS en la vieja Guerra Fría: si en ésta ambos sabían que la ofensiva nuclear equivalía a la propia destrucción �por la paridad mortífera de sus arsenales�, en la nueva Guerra Fría �donde los arsenales son extremadamente desparejos� la estabilidad reposa en la mutua inconveniencia de una guerra comercial, donde desde luego la peor parte la llevará siempre China, que es el socio más débil.
Aquí �en el largo plazo� se encuentran las paralelas entre la agresividad de Rumsfeld y el oportunismo de la comunidad de negocios: el jefe del Pentágono, seguro de que lo que es bueno para el big business es bueno para Estados Unidos, aspira a hacer del mundo un lugar seguro para el big business, sin que importe la ideología o las intenciones geopolíticas últimas de aquel con quien se comercie �sea éste Irán, Libia, Irak, China o incluso Cuba� mientras las defensas norteamericanas estén en posición de combate. Si surgen fricciones entre Rumsfeld y el big business, meramente se trata �como la traición, según Talleyrand� de una cuestión de fechas. Y de plazos: Rumsfeld está diseñando una construcción estratégica, algunos de cuyos tramos pueden intersectar puntualmente -pero no contradecir en lo esencial� con la voracidad adquisitiva de sus defendidos.
Aspira, en efecto, a un verdadero fin de la historia con unos Estados Unidos congelados en posición dominante. La apuesta �como todas sus antecesoras en la prosecución de imperios mundiales� es peligrosa y temeraria, pero tal vez era también inevitable: ¿quién que, como Rumsfeld, tuviera en sus manos los resortes tecnológicos y militares de la hegemonía del poder mundial, no aspiraría a covbnservarla para siempre?
|