Por Luciano Monteagudo
Si algo volvió a probar, en su tercera edición, el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente es que �a pesar de la recesión general y la inquietante retracción de espectadores que viene experimentando el sector en los últimos meses� la ciudad sigue teniendo un público fiel, más aún, incondicional, al cine de riesgo y a las nuevas manifestaciones estéticas. El hecho de que en medio de la crisis el Bafici haya mantenido el promedio de espectadores de las dos ediciones anteriores (unos 100.000 en once días) confirma una vez más la razón de ser del festival, capaz de convocar no sólo a los muchos estudiantes de cine de la ciudad sino también a un público amplio, curioso, activo, siempre ávido de conocer el cine en toda su diversidad, más allá del modelo único estandarizado por la producción masiva de Hollywood.
Nacido con una fuerte identidad desde su primera edición en 1999 (algo que no consiguen muchas muestras del mundo en mucho más tiempo), el Festival de Buenos Aires debió atravesar este año la traumática remoción de su director original, el cineasta Andrés Di Tella. Su reemplazante, el crítico Quintín, eligió profundizar la huella ya trazada �dar cuenta de la actualidad más absoluta del cine, abrir una brecha en el campo de la distribución y la exhibición, hacer del festival un foro de discusión� y dobló la apuesta, duplicando la cantidad de films y de invitados gracias a un presupuesto también mucho más holgado. El resultado, debe reconocerse, fue muy bueno, particularmente por la dinámica y la vitalidad que fue generando el festival durante su desarrollo, al margen de ocasionales contratiempos de producción (que no fueron muchos) y de algunos criterios de programación que pueden ser, en todo caso, materia de discusión.
El corazón del festival, la competencia oficial, dedicada a operas primas y segundos films, fue por ejemplo más irregular que en las dos ediciones anteriores, a veces con un grieta demasiado evidente entre un puñado de grandes films �que fueron reconocidos por el jurado� y otros de menor relevancia. La inminente presentación en Cannes de La libertad, de Lisandro Alonso, le impidió a su vez al Bafici contar con la mejor representante local para la competencia (la muestra francesa sólo autorizó una exhibición especial, fuera de concurso), pero aún así el festival se preocupó por seguir siendo la plataforma de lanzamiento del nuevo cine argentino, con tres primeros films en concurso, más otras ocho operas primas en la sección �Lo nuevo de lo nuevo�, que cuenta ahora con un premio que le permite al film ganador viajar al Festival de Venecia. La nutrida presencia de críticos extranjeros y programadores de otros festivales �Rotterdam, Toronto, Vancouver, Thessaloniki, Goteborg� determinó a su vez un intercambio fluido de información y un real interés de esos festivales por reflejar en sus respectivos programas el recambio generacional que se está produciendo en el cine argentino.
Algunos autores �el húngaro Bela Tarr, el austríaco Michael Haneke, el hongkonés Johnny To� recibieron su bautismo de fuego en Buenos Aires y tuvieron una repercusión masiva, aún en films de una exigencia abrumadora, como el monumental Satantango, de siete horas de duración. Sin embargo, otras muestras tuvieron menos suerte y �eclipsadas por las visitas de Jim Jarmusch, Volker Schlöndorff y Olivier Assayas� pasaron casi inadvertidas (al menos para la prensa), como fueron los casos de las secciones dedicadas al documental brasileño y argentino, al experimental francés o las monográficas Chris Marker, Bruce La Bruce y Jack Smith, por no hablar de la competitiva de cortos. Otro tanto podría decirse de la muestra dedicada al Grupo de los Cinco, si no fuera porque la publicación de un libro de ensayos, compilado por Néstor Tirri, cubrió ese vacío.
Si de ediciones se trata, el Bafici publicó también el último libro del crítico norteamericano Jonathan Rosenbaum (Las guerras del cine) y un boletín diario que, a pesar de cierto amateurismo, supo dar muy buenacuenta de la actualidad del festival, con un marcado acento cinéfilo. No puede decirse lo mismo del noticiero, que tuvo una circulación errática y que, por pretender ser ligero, terminó siendo superficial, que no es lo mismo.
Menos visible que estas iniciativas, pero con mayor proyección de futuro, fue el acuerdo que finalmente selló el festival con la Fundación Hubert Bals, de Rotterdam, el Festival de Goteborg (Suecia) y la Fundación Antorchas local, un proyecto iniciado por la gestión anterior de Di Tella y que éste año fructificó con la entrega de tres subsidios por 10.000 dólares cada uno a sendos realizadores debutantes, para promover el cine joven de América latina. Es una forma de que Buenos Aires se convierta paulatinamente en un punto de referencia para el nuevo cine de la región y que el festival comience a promover ciertos films ya desde su fase de guión y preproducción. Este tipo de lazos y proyectos a largo plazo (entre los que cabe incluir la sección �14 a 16� en la que el público adolescente puede ir formando su gusto por el cine) serán sin duda los que irán enriqueciendo un festival que ya hay que dar por definitivamente consolidado en el calendario cultural de la ciudad.
Una escala de terror
Uno de los visitantes más esperados del festival era el director iraní Jafar Panahi, que tenía previsto presentar la película El círculo, con la que en septiembre pasado obtuvo el León de Oro, el premio mayor de la Mostra de Venecia. Su itinerario preveía una escala en tránsito de dos horas en el aeropuerto de Nueva York, donde �según denunció el propio Panahi, en una carta abierta que comenzó a tener difusión internacional a partir de ayer� fue detenido ilegalmente y maltratado por la policía estadounidense de migraciones, que luego de 16 horas de arresto en condiciones inhumanas lo deportó por la fuerza a Hong Kong, su aeropuerto de origen. �Me encadenaron las manos como a los prisioneros medievales�, relata Panahi en su carta. �Luego me pusieron cadenas en los pies y me engancharon a otros encadenados, todos a la vez encadenados a un banco muy sucio�. Le fue negada repetidamente la posibilidad de hacer llamados telefónicos y fue fotografiado y obligado a dejar sus huellas digitales, como un criminal. �En el vuelo de regreso, vi la Estatua de la Libertad e inconscientemente sonreí. Traté de cerrar las cortinas y vi las cicatrices de las cadenas en mi mano. No podía soportar la mirada de los otros pasajeros. Sólo quería pararme y gritar: ¡No soy un ladrón! ¡No soy un asesino! ¡No soy un traficante de drogas! ¡Sólo soy un cineasta iraní!� |
|