Por Julián Gorodischer
De pronto, todos reciben sus
regalos. Vick se emociona con un robot de su infancia; Mónica llora
tras leer las cartas de sus hijos; Carlos disfruta de las fotos de su
esposa esperándolo en Buenos Aires; Alejandro muestra una caja
con muchas cosas. Pablo, en cambio, recibe apenas un e mail escrito a
los apurones, de un familiar lejano. El participante con su madre desaparecida
durante la dictadura militar se convirtió de allí en más
en el centro de la escena de Expedición Robinson (Canal
13, lunes y jueves a las 23). Sus compañeros lo miraron aislarse
y se compadecieron. Pobre, él querría recibir una
carta de su mamá, dijo Marianela. El tono fraternal no duraría.
La que apareció con este caso es una vocación por plantear
lecturas sobre la Argentina que Expedición... hizo
pública desde su origen. Si la primera camada se centró
en la trama de las expulsiones (y creyó ver en los arreglos y confabulaciones
al país clonado), la segunda parte gracias a un casting menos
homogéneo añade nuevos temas. Pablo, alejado, eligió
el confesionario que otras veces se restringió a los pases de factura
internos para hacer una intervención política. Por
culpa de la justicia de este país yo no tengo a mi madre, no recibo
nada en esta isla, dijo.
Nadie, ni siquiera en El bar (que se diferencia de Gran
Hermano por la autoconciencia de ser filmados, la toma de distancia
de sus integrantes respecto de la experiencia) había asumido la
posibilidad de usar el seguimiento de 24 horas como foro de opinión,
como tribuna de ideas o doctrina. Pablo, en Expedición...
asumió una estrategia de rebelión: la cámara que
lo caricaturizó como el protestón del grupo, la que lo acompañó
mientras dormía o peleaba a causa de las miserias de la convivencia
forzada, se puso el lunes al servicio de otros fines: Soy hijo de
desaparecidos, repitió varias veces durante el envío,
y dramatizó la trivial recepción de regalos y manuscritos.
Las repercusiones, en la isla, no tardaron en aparecer: la compasión
se fue transformando en lo que ellos saben hacer mejor: conspirar y criticarse
a escondidas, cuando la cámara les pide un poco más de saña,
al reparo de unos metros de distancia, convencidos de la confidencialidad
de todo lo dicho. Mónica fue la primera en lanzar la piedra: Estoy
harta de que se presente como hijo de desaparecidos, se quejó.
Yo soy viuda y tengo dos hijos, y no por eso lo voy a andar exhibiendo
por todos lados.
Alejandro, que hace tiempo asumió haber elegido la isla para ver
cuán manipulador podía llegar a ser, llegó aún
más lejos en la cruzada: Es político, no se le puede
creer nada. Pablo es partidario de los tonos vehementes y de las
polémicas, un activo miembro del Centro de Estudiantes de Económicas,
en La Plata. Alejandro, participante promedio de un reality game show,
miró con desdén el uso aberrante de la cámara
como tribuna: las reglas no deberían ser transgredidas y por eso
contraatacó. Me lo habían advertido, pero no quise
creerlo. Enojado, profundizó su redada: delató al
amigo con Carla Levy, otra participante, y le dijo que Pablo planeaba
votarla en el Consejo. Difundió entre el resto del grupo la idea
de que Pablo está muy mal, tal vez por lo de la madre, y
necesita ir a un psicólogo. Se lo dijo, además, en
la cara: Andá a un psicólogo, nene, vos quedaste mal.
La expulsión ya era un hecho, y se concretó minutos después,
cuando los votos fueron reproduciendo el nombre de Pablo, por discutidor
o polemista. O, tal vez, por haber creído en otro uso posible para
la TV voyeurista.
Por un tiempo breve, que comenzó junto con la llegada de los regalos
y las cartas (y con el contraste entre el huérfano y el resto del
grupo), Pablo dejó de jugar y reivindicó su origen trágico
e introdujo (junto con su reclamo, su insistencia) la falta de justicia,
la muerte, el pasado trágico de la Argentina en la isla de los
cocoteros. Sobre el final del capítulo, Julián Weich le
apagó la antorcha que marca las salidas, por decisión
de la mayoría.
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