Por Fabián Lebenglik
La clasificación entre
arte culto y arte popular tomada como supuesta polaridad a través
de la cual se definirían, entre otras cosas, las artes mayores
y las menores nunca tuvo en Brasil el mismo funcionamiento
que en la Argentina. La tradición cultural argentina trazó
de manera esquemática una separación rígida entre
lo popular y lo culto, que casi siempre se intentó resolver estigmatizando
todo lo proveniente de lo popular y consagrando lo que se suponía
culto. En Brasil esa antinomia es menos nítida porque su cultura
muestra una interrelación dinámica e inteligente entre lo
culto y lo popular, entre lo local y lo extranjero. Gran cantidad de artistas
plástico, cineastas, músicos y escritores brasileños
producen sus obras una especial combustión entre los dos campos
supuestamente antagónicos.
Uno de los que ayudó a consagrar el arte popular como una expresión
mayor fue un francés con cuya colección se fundó
Museo Casa do Pontal, de Río de Janeiro, y de la cual puede verse
una excelente antología en el Centro de Estudios Brasileños.
Desde su consagración en la década del 70, las piezas
de arte popular de ese museo se exhibieron, entre otros lugares, en el
Museo de Arte Moderno de Río, la Bienal de Venecia, la de San Pablo,
el MASP (Museo de Arte de San Pablo), la Hayward Gallery de Londres, el
Museo Nacional de Estocolmo, Centro Cultural Banco do Brasil y la Muestra
del Redescubrimiento, algunos de cuyos capítulos se pueden ver
en estos días en Buenos Aires.
El viajero francés Jacques Van de Beuque, nacido en Bovey y graduado
en Bellas Artes en Lyon, llegó a Brasil apenas terminada la Segunda
Guerra Mundial. Dada la fascinación que sintió por el arte
popular brasileño, se dedicó, durante más de cuarenta
años, a recorrer el país para conocer a los artistas populares
y armar una colección de extraordinario refinamiento y sabia irreverencia
para criticar la ortodoxia religiosa y la autoridad. El patrimonio del
Museo se compone de una acervo de 8 mil piezas realizadas por 200 artistas.
La muestra del Centro de Estudios Brasileños incluye la obra de
27 de estos artistas y funciona como un panorama del arte popular de Brasil.
En más de un sentido las fronteras simbólicas, estéticas,
ideológicas y culturales que atraviesan evocan fundamentalmente
un escenario privilegiado: la calle. Ese es lugar social en que se producen
todos los intercambios a los que remite la producción popular.
La cultura del carnaval, el sincretismo religioso, las cuestiones de clase,
las manifestaciones políticas, los rituales, las profesiones, los
oficios, los velorios y procesiones, los juegos infantiles. Hay toda una
galería interminable de tipologías y costumbres.
La calle como escenario general y las plazas como eje de la vida social
resultan dos de los paisajes evidentes que sirven de contexto para todas
las piezas, generalmente miniaturas, que se exhiben en la muestra.
A través de la exposición se aporta al visitante no sólo
material de una indiscutible calidad y belleza visual sino una crítica
social y de costumbres, una mirada ingenua y al mismo irreverente.
El título de la exhibición, Roda da Vida, viene
de una de las más impactantes obras de la muestra, una gran rueda
tallada en madera, hecha por Geraldo Teles de Oliveira, apodado GTO (1913-1990),
un escultor extraordinario, que pasó su infancia y juventud en
una ciudad de nombre celestial: Divinópolis, en el estado de Minas
Gerais. Se dice que el artista hizo esta obra a partir de un sueño
recurrente que lo obsesionaba cuando era guardia nocturno en un hospital.
GTO se hizo escultor autodidacta después de los cincuenta años,
cuando se puso a tallar obras notables. La Roda da vida vuelve
sobre el tópico clásico de la rueda de la fortuna, el tiempo
circular y condensa varias mitologías y estructuras de pensamiento
tanto filosófico como religioso.
Otros de los artistas que se destacan son Adalton Fernandes Lopes (1938),
Vitalino Pereira dos Santos (1909-1963), Noemiza Batista dos Santos (1947)
y Antonio de Oliveira (1912-1996). (En la Fundación Centro de Estudios
Brasileños, Esmeralda 965, hasta el 17 de mayo. Entrada libre y
gratuita.)
OPINION
Por Jorge Figueroa *
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La muerte de un maestro
El pasado viernes 20 de abril falleció el pintor Ezequiel
Linares. Una crisis cardiovascular terminó por liquidarlo
cuando había pasado los 70 años, pero todos sabíamos
que el maestro había empezado a morir cuando falleció
su hijo, hace diez años.
Linares integró la generación neofigurativa que despertó
en los inicios de los años 60 y fue uno de los fundadores
del Grupo Sur. En 1962 llegó a Tucumán, y desde entonces
se hizo cargo del taller de pintura del entonces Departamento de
Artes, hoy Facultad de Artes. Excepto breves períodos (1971,
y entre 1980 y 1984), no abandonó su cargo, y una vez reinaugurado
el gobierno constitucional recuperó la jefatura del taller.
Desde la década del 60 hasta nuestros días,
nada hay que se haya producido en esta región que no tenga
que ver con él. De un modo u otro: sea por la legión
de discípulos, o por quienes rompieron artísticamente
con el maestro, principalmente a partir de la generación
del 80, cuando se advierte el parricidio artístico.
Linares conoció en directo las obras de Francis Bacon (en
una exposición en Madrid) y nunca pudo olvidar esos rostros
y retratos, el espacio circular. En definitiva: la angustia y el
dolor humano. Barroco y expresionista, como muchos, no encontró
otro modo de ser en una geografía como la tucumana; en una
sociedad tan conflictiva y antagónica como ésta.
La Nueva Figuración tuvo color local con Linares. No sólo
su imagen influyó notablemente en distintas generaciones
sino su modo de pintar, de construir la figura, de entender el arte.
Linares fue una marca registrada durante las décadas
del 60, 70 y la mitad de la del 80, mezclada,
eso sí, con un dejo de bohemia. Y aún constituye la
tendencia dominante en la producción artística tucumana.
Recluido en Tucumán, Ezequiel Linares no se cambió
a sí mismo, pese a que conoció las tendencias más
contemporáneas, a través de sus discípulos
y alumnos. Que se sepa, no se interesó por ellas, directamente;
el arte fue su pintura.
El maestro murió y no dejó un testamento artístico.
Sus discípulos, seguramente, se lo disputarán, con
alguna mezquindad.
Pero, como nos tiene acostumbrados la historia en tantas oportunidades,
quienes ocuparán el sitio (no su sitio) podrán ser
aquellos que, en su momento, pudieron tomar distancia para poder
crecer. ¿No es acaso el mandato del alumno para poder enseñar?
* Crítico de arte, investigador y docente de la Facultad
de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán.
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