Reduccionismos
Por Juan Gelman
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Afirmar por la negación: tal fue la guía que marcó
la trayectoria del suizo Alberto Giacometti. Pintor y escultor, nacido
hace 100 años, pensaba que un individuo es lo que queda cuando
se le ha quitado todo lo que se le puede quitar, las circunstancias y
los ámbitos que lo rodean. El espacio es vasto propuso en
y con su obra y el individuo, pequeño; el espacio lo aprisiona
en sus ausencias. Es decir, ejerció un concepto ubicado en los
antípodas del llamado sentido común, que dicta que el individuo
está aquí, primario y esencial, y el espacio está
allí, secundario y vacío. Concretó esa idea sobre
todo en los últimos l5 años de su vida: esculpió
entonces sus trabajos más exigentes, como los bustos de Diego,
su asistente, modelo y hermano. Uno se mira en ellos como en una sala
de espejos deformantes y sabe que observa la apariencia de una persona,
en este caso construida con tan pocos elementos que los bustos fingen
desaparecer en el espacio, dejando tras de sí un mero rastro de
identidad individual.
Alentado por su padre Giovanni, pintor postimpresionista, y su padrino
Cuno Amiet, pintor fauve, Giacometti se instala joven en Francia y se
afilia al cubismo. Los surrealistas lo adoptan: se sentían parientes
de su elegante reduccionismo del estar humano. Aunque ese estilo resultaba
rendidor en el mercado del París de los años 20, Giacometti
advierte que sus composiciones tenían tan escasa relación
con la realidad que deseaba expresar como las lámparas y los jarrones
decorativos que producía para comer. En 1935 regresa de la fantasía
a la observación, a la búsqueda de la realidad en lo que
se ve cuando se mira a un ser humano, a un arte simpledijo
alguna vez por oposición a la mirada del saber. En sus esculturas
se niega tenazmente a representar lo que no percibe, traza apenas aspectos
de una persona, porque no es seguro que haya algo más. Las cabezas
y bustos de sus modelos Caroline y Elie Lotar, en los que trabajó
antes de morir en 1966, sólo están perfilados con líneas
de fuerza y carecen de contornos y superficies.
Hay una trampa aquí: ninguna escultura puede eludir las inferencias
de quien las contempla acerca de la mano que las modeló, el saber
no visual que late en la masa, la textura, el acabado. La fascinación
de algunas obras sesentistas de Giacometti, realmente extraordinarias,
estriba justamente en que el observador ve lo que dimana de lo que no
ve para conformar un objeto único. Por lo demás, aplicado
al espacio, el principio de afirmar por la negativa distinto de
la noción de síntesis pareciera más ingenioso
que verdadero. Sartre y Genet, no por casualidad, alentaron esos acercamientos
a la nada y Giacometti llegó a creer que tal principio definía
la condición moderna. Sus obras de los 50 El
bosque, Tres hombres caminando, otras casaban
perfectamente con la angustia existencial en boga, pero hoy
muestran su fatiga. Vivió su año final empeñado en
conseguir una nueva solidez.
El no por el sí de Giacometti es insatisfactorio
en sus cuadros, quizá porque la relación figura/espacio
es explícita en la pintura. Confina al modelo en la inercia y lo
define y redefine sin cesar. Esta irresolución de sus telas mostraría
el proceso de su arte para algunos, las agonías
de su arte para otros, y no falta quien estima que esas obras son
más bien una experiencia casi literaria enmascarada de visual.
En todo caso, las celebradas agonías existieron: Giacometti
fue el tipo de artista quisquilloso y a punto de sobresalto que se siente
cómodo únicamente con modelos impasibles o muy familiares
y que se altera cuando hacen el menor movimiento mientras posan. Se ignora
si el verdadero don de Giacometti reducir plásticamente las
formas de la figura humana en el espacio obedeció al Nietzsche
que dijo: Y mi mirada bien puede huir del ahora al otrora;
lo que encuentro es siempre lo mismo: despojos, fragmentos, azares horribles,
pero en ninguna parte hombres. Una mañana de mi exilio en
Roma entré al museo de Villa Giulia y en las vitrinas de una sala
vi, en convivencia amontonada, numerosas estatuillas de cuerpos esqueléticos,
alargadísimos y delgadísimos. Me dije Giacometti,
pero no. Eran obra de los etruscos que habitaron la Toscana y que alcanzaron
su máximo esplendor en el siglo VI antes de Cristo. Había
bronces admirables. Me pareció y aún me parece curiosa esta
similitud ¿o fue un encuentro? de un escultor del siglo
XX con el arte de un pueblo de origen desconocido, y de alfabeto no descifrado,
que cultivaba el horror del más allá.
REP
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