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el Kiosco de Página/12

Reduccionismos
Por Juan Gelman

Afirmar por la negación: tal fue la guía que marcó la trayectoria del suizo Alberto Giacometti. Pintor y escultor, nacido hace 100 años, pensaba que un individuo es lo que queda cuando se le ha quitado todo lo que se le puede quitar, las circunstancias y los ámbitos que lo rodean. El espacio es vasto –propuso en y con su obra– y el individuo, pequeño; el espacio lo aprisiona en sus ausencias. Es decir, ejerció un concepto ubicado en los antípodas del llamado sentido común, que dicta que el individuo está aquí, primario y esencial, y el espacio está allí, secundario y vacío. Concretó esa idea sobre todo en los últimos l5 años de su vida: esculpió entonces sus trabajos más exigentes, como los bustos de Diego, su asistente, modelo y hermano. Uno se mira en ellos como en una sala de espejos deformantes y sabe que observa la apariencia de una persona, en este caso construida con tan pocos elementos que los bustos fingen desaparecer en el espacio, dejando tras de sí un mero rastro de identidad individual.
Alentado por su padre Giovanni, pintor postimpresionista, y su padrino Cuno Amiet, pintor fauve, Giacometti se instala joven en Francia y se afilia al cubismo. Los surrealistas lo adoptan: se sentían parientes de su elegante reduccionismo del estar humano. Aunque ese estilo resultaba rendidor en el mercado del París de los años ‘20, Giacometti advierte que sus composiciones tenían tan escasa relación con la realidad que deseaba expresar como las lámparas y los jarrones decorativos que producía para comer. En 1935 regresa de la fantasía a la observación, a la búsqueda de la realidad en lo que se ve cuando se mira a un ser humano, a un arte “simple”–dijo alguna vez– por oposición a la mirada del saber. En sus esculturas se niega tenazmente a representar lo que no percibe, traza apenas aspectos de una persona, porque no es seguro que haya algo más. Las cabezas y bustos de sus modelos Caroline y Elie Lotar, en los que trabajó antes de morir en 1966, sólo están perfilados con líneas de fuerza y carecen de contornos y superficies.
Hay una trampa aquí: ninguna escultura puede eludir las inferencias de quien las contempla acerca de la mano que las modeló, el saber no visual que late en la masa, la textura, el acabado. La fascinación de algunas obras sesentistas de Giacometti, realmente extraordinarias, estriba justamente en que el observador ve lo que dimana de lo que no ve para conformar un objeto único. Por lo demás, aplicado al espacio, el principio de afirmar por la negativa –distinto de la noción de síntesis– pareciera más ingenioso que verdadero. Sartre y Genet, no por casualidad, alentaron esos acercamientos a la nada y Giacometti llegó a creer que tal principio definía “la condición moderna”. Sus obras de los ‘50 –“El bosque”, “Tres hombres caminando”, otras– casaban perfectamente con la “angustia existencial” en boga, pero hoy muestran su fatiga. Vivió su año final empeñado en conseguir una nueva solidez.
El “no” por el “sí” de Giacometti es insatisfactorio en sus cuadros, quizá porque la relación figura/espacio es explícita en la pintura. Confina al modelo en la inercia y lo define y redefine sin cesar. Esta irresolución de sus telas mostraría “el proceso de su arte” para algunos, “las agonías de su arte” para otros, y no falta quien estima que esas obras son más bien una experiencia casi literaria enmascarada de visual. En todo caso, las celebradas “agonías” existieron: Giacometti fue el tipo de artista quisquilloso y a punto de sobresalto que se siente cómodo únicamente con modelos impasibles o muy familiares y que se altera cuando hacen el menor movimiento mientras posan. Se ignora si el verdadero don de Giacometti –reducir plásticamente las formas de la figura humana en el espacio– obedeció al Nietzsche que dijo: “Y mi mirada bien puede huir del ‘ahora’ al ‘otrora’; lo que encuentro es siempre lo mismo: despojos, fragmentos, azares horribles, pero en ninguna parte hombres”. Una mañana de mi exilio en Roma entré al museo de Villa Giulia y en las vitrinas de una sala vi, en convivencia amontonada, numerosas estatuillas de cuerpos esqueléticos, alargadísimos y delgadísimos. Me dije “Giacometti”, pero no. Eran obra de los etruscos que habitaron la Toscana y que alcanzaron su máximo esplendor en el siglo VI antes de Cristo. Había bronces admirables. Me pareció y aún me parece curiosa esta similitud –¿o fue un encuentro?– de un escultor del siglo XX con el arte de un pueblo de origen desconocido, y de alfabeto no descifrado, que cultivaba el horror del más allá.

 

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