Por Hilda Cabrera
Una sucesión de impactos
anímicos puede derruir la casa de Vasili, un dirigente sindical
aburguesado que, al igual que su mujer, perdió toda influencia
sobre sus hijos: Tatiana, Pedro y el adoptado Nil. La casa se hunde, pero
no sólo por los conflictos generacionales, como puede inferirse
de la zozobra de Vasili ante la posible pérdida de su status económico.
Escrita en 1901 y estrenada al año siguiente en el Teatro de Arte
de Moscú, Los pequeños burgueses, de Máximo Gorki
(18681936), describe a un grupo de individuos paralizados por sus
propias torpezas. Incluso el incisivo Teterev, pensionista y cantor en
ceremonias religiosas, es asaltado por esos letargos de la inteligencia.
En la puesta de Laura Yusem, las expresiones de ruptura, la nada
existencial y la aspiración a una vida más bella conjugan
una historia in crescendo, a la manera de una partitura. El diseño
sonoro de Claudio Koremblit, al igual que la presencia de una pianista
en escena (Patricia Martínez), refuerzan esa impresión.
En este punto, la música crea atmósfera y aporta signos,
como el del agua contenida aquí en un pequeño estanque que
recorta el piso del escenario, y en el que chapotean, a veces caprichosamente,
los protagonistas.
Esta primera pieza teatral de Gorki escritor que militó junto
a los revolucionarios bolcheviques contra la autocracia zarista y participó
de las organizaciones literarias nacidas con la Revolución de Octubre
de 1917 permite a los espectadores ingresar a un mundo de seres
particularmente vulnerables, donde la única salida es mutar, puesto
que allí no se evoluciona. Sin embargo, nada de esto se dice. Los
pequeños burgueses no es una obra de exaltación revolucionaria,
como lo fue la novela La madre, de 1907, año en que Gorki, ya enfermo
de tuberculosis, debió retirarse al sur de Italia para mejorar
su salud. Para entonces la situación en Rusia era otra: habían
estallado la guerra rusojaponesa (19041905) y la revolución
de 1905, que tuvo como eje la cuestión agraria. Acontecimiento
éste que inspiró al célebre polaco/inglés
Joseph Conrad su novela Bajo la mirada de Occidente (1911), un ataque
a los prerrevolucionarios defendidos por Gorki.
Como otro importante escritor y dramaturgo de su época, Anton Chéjov
de quien se dice que supervisó esta opera prima de Gorki,
sabía descubrir en la sociedad la vulgaridad satisfecha (lo mediocre
y lo mezquino en igual proporción), acaso la única
fuerza capaz de vencer a los héroes. Obra hecha de sutilezas,
pero también de fuertes contradicciones, de diálogos picados
(aun cuando éstos se desarrollen entre lánguidos personajes)
y de un regocijante arsenal de palabras que como dardos introduce Teterev
(Alberto Segado), el cantor de casamientos y funerales, propone preguntarse
el por y para qué de la propia vida. Asunto que, entre ironías
o amargos reproches, inquieta finalmente a todos en esta puesta creativa
y sobriamente actuada. La pregunta perturba a Teterev, pero también
a Vasili, el padre (Osvaldo Santoro), un individuo enajenado entre el
propio autoritarismo y el sentimiento de impotencia ante la sofocada rebeldía
de los hijos, y a la madre, Aculina (Rita Cortese), quien no llega a entender
qué pasa ni a quién tiene que defender, si a ella misma,
a su esposo o a sus hijos Tatiana (Gabriela Toscano), cansada para toda
la vida, y Pedro (Claudio Quinteros), enamorado de la desafiante viuda
Helena (Alicia Zanca). Aunque de modo diferente, la reflexión alcanza
a la criada Pola (Andrea Garrote), quien ama a Nil (Horacio Roca), el
trabajador ferroviario que intenta hacer inteligible su rol en la sociedad,
y a Perchijin (José María López), el cazador de pájaros.
En cuanto a la dramaturgia, Mauricio Kartun introduce en la obra frases
nuevas, algunas sorprendentes, como Se me parte la cabeza,
que parece extraída de un aviso publicitario y que dice Teterev,
el borracho lúcido al que le gusta divertirse en silencio
y aburrirse en voz alta y no quiere hacer el papel de servidor de
gobernantes imbéciles y cochinos ni sucumbir
sin resistencia a los crápulas.
SE
MULTIPLICA EL CICLO TEATRO X LA IDENTIDAD
Los lunes, una cita con la memoria
Por H. C.
Nacido en 2000 para acompañar
una de las luchas de las Abuelas de Plaza de Mayo la de que nadie
se quedara con la sospecha de ser hijo de un desaparecido, el ciclo
Teatro X la identidad, que entonces presentó A propósito
de la duda, un semimontado sobre fragmentos de testimonios de la Agrupación
Hijos, de nietos, Madres y Abuelas referidos a los niños desaparecidos,
secuestrados y apropiados durante la dictadura militar que viven con la
identidad falseada, amplió este año su propuesta con la
incorporación de cuarenta obras breves sobre temas relacionados
con la identidad, el autoritarismo y el sometimiento. Estos semimontados,
lo mismo que el pionero A propósito... (con dramaturgia de Patricia
Zangaro y dirección de Daniel Fanego) se pueden ver todos los lunes
a las 21, con entrada gratuita, en diferentes salas de la ciudad. El público
que se suma a estas funciones sabe que estos montajes son algo más
que episodios inspirados en una realidad del pasado: la propuesta compromete
a aguzar la memoria y despejar dudas.
Entre las obras programadas, El que borra los nombres, de Ariel Barchilón,
sitúa la acción en lo que parece el cuarto de desecho de
una sociedad avasallada. Metafórica y de estructura circular, la
historia gira en torno de los pensamientos (explicitados en parte) de
un doctor de aspecto cansado y gestos de obseso. Ofrecida
en el Teatro del Nudo (Corrientes 1551), junto a Descamado y Contracciones,
muestra a un funcionario sentado frente a una pequeña mesa e inclinado
sobre una pila de papeles. Su tarea es borrar nombres: uno entre quince
mil, por ejemplo. Trepado a una escalera colgante hecha de cadenas, un
empleado se convierte en pelele del doctor, acatará
órdenes y responderá a preguntas que hubiera preferido no
haber escuchado nunca. Un viejo rencor definirá aquí la
suerte del subalterno.
Actúan Adolfo Yanelli y Ricardo Díaz Mourelle, dirigidos
por Guillermo Ghío, puestista de la otra obra que se ofrece en
la misma sala. Su título es Descamado, de Hugo Men, una historia
de abandonos y venganza. Los enfrentados son aquí la adolescente
Fedra (nombre que retrotrae al mito y su sangriento desenlace) y sus padres.
Ellos demuestran que la violencia en familia puede ser tan degradante
y trágica como la que se desencadena fuera de ella. Fedra hunde
compulsivamente su cabeza en el agua, supuestamente para no oír
las agresiones verbales de un padre que oscila entre la cobardía
y la intimidación, y de una madre frívola que la rechaza.
Esa y otras escenas como las que mezclan caricatura y pavor o parodian
una mutilación (la secuencia en la que el padre enseña cómo
descamar y quitarle las entrañas a un pescado) son signos
concretos de una sociedad en estado de podredumbre y desvarío.
Este ambicioso trabajo de Proyecto Puentes es interpretado
por Marcos Montes, Lili Popovich y Catherine Biquard, una Fedra diferente
del mito.
El clima de Contracciones, la otra pieza breve que se exhibe en Del Nudo,
posee un tono intimista y de intención poética, aun en los
momentos más dramáticos. En escena, dos embarazadas configuran
una narración. La puesta de Leonor Manso consiste en la alternancia
de un diálogo que se establece entre una desaparecida y su hija
apropiada. La comunicación surge de la escritura de un cuaderno
(especie de diario personal) y de la lectura que se hace de lo allí
anotado. Esta obra de Marta Betoldi, también intérprete
junto a Laura Ezcurra, es una reconstrucción esperanzada de una
realidad trágica. Despierta inmediatamente la adhesión del
espectador por su rebeldía ante la muerte y el despojo, y por la
descripción de emociones simples pero contundentes, como la que
surge de la certeza de continuidad en el hijo: Te beso entera dice
la madre abrazando amorosamente su vientre, te abarco con mi alma.
Y mágicamente descubro mi lunar en tu pecho y sé que dejo
mi firma para siempre.
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