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“NUBES DE MAYO”, DEL REALIZADOR TURCO NURI BILGE CEYLAN
Un director que manipula el clima

Considerado el mejor director en el Bafici porteño, Ceylan entrega una historia áspera, que incluye a sus padres como protagonistas.

Alí, un niño que apuesta
que puede llevar un huevo cuarenta días en su bolsillo.

Por Horacio Bernades

Poco y nada se conoce en Argentina del cine turco. Lo que llegó es magnífico: recuérdese aquella Yol, de comienzos de los ‘80, dirigida desde la cárcel, con maestría y sequedad, por Yilmaz Güney. Precedida de premios, entre ellos el de Mejor Dirección obtenido en el Bafici porteño, Nubes de mayo renueva esa impresión. Historia de un candidato a cineasta que pretende filmar una película con sus padres como actores, el segundo film de Nuri Bilge Ceylan –nacido en Estambul en 1959– es lo suficientemente complejo como para desplegar varias capas de relato. Pero lo hace con aire casual, casi distraído, como queriendo disimular el admirable rigor de su construcción.
Talento a seguir, Bilge Ceylan no sólo dirige y escribe inmejorablemente. A la manera de un Cassavetes oriental, se ocupó además de hacer cámara y montar su película. Proveniente de Estambul, Muzzafer vuelve a la aldea natal con una camarita de video. “¿Con esa cámara tan chiquita se filman las películas?”, pregunta, entre curioso e irónico, su padre, el anciano Emin, quien libra una batalla contra las autoridades municipales que quieren despojarlo de sus añosos robles y álamos. “Esto es Turquía, ya sabés cómo es”, dice Emin. “Te confiscan lo que es tuyo, y no podés decir nada.”
Por muy sencillo y gentil que parezca, Emin no está sin embargo dispuesto a que lo despojen así como así. De modo tan casual como la propia dirección de Bilge Ceylan, Emin (el actor que lo encarna es efectivamente el padre del realizador) intentará, a lo largo de toda la película, ver cara a cara a los funcionarios de Agricultura. Estos ni aparecerán en escena. El más sencillo de los recursos, pero el más elocuente también, para poner en escena la distancia que separa a pobladores de funcionarios.
Si Emin no cede un palmo, otro tanto ocurre con cada personaje de Nubes de mayo, todos concentrados en lograr lo que se proponen. Alí, un niño de las inmediaciones, se pasa cuarenta días intentando conservar un huevo en su bolsillo sin que se le rompa, con tal de no perder una apuesta. Fatma, esposa de Emin (madre del realizador), es tan pragmática como para cuestionar a su hijo por hacer cine, por la sencilla razón de que no deja un peso. Muzaffer, por su parte, no hace caso a nada que no sirva para su film. Como en Detrás de los olivos, de Kiarostami, su deseo de filmar chocará de continuo contra la realidad, que se resiste a entrar en la película. Pero algo diferencia drásticamente a Muzaffer de los alter egos de Kiarostami, dando un tinte particularmente amargo a la visión del cineasta que se desprende de Nubes de mayo.
Seguramente destinado al fracaso, Muzaffer no está dispuesto a ver ni escuchar nada. Esto adquiere visos particularmente chocantes, como cuando obliga a actuar a un tío anciano, viudo reciente, sin importarle nada de su dolor. Muzaffer no es sólo un cineasta ciego a sus semejantes, sino uno particularmente manipulador, capaz de dejar a alguien sin trabajo con tal de usarlo para sí, prometiéndole un destino que sabe falso. “Dedicado a Anton Chejov”, dice un cartel final. A primera vista, la referencia puede parecer ligeramente fuera de lugar. No lo es. Empezando por el sereno bucolismo del paisaje y siguiendo por ese verano tan perfecto como los de Moscú, además del aire de pereza que los reiterados bostezos de Muzafferexpresan sonoramente.
Pero no termina allí el chejovismo de Nubes de mayo. Cuando Emin, eje moral del film, asegura no gustar del mes de mayo “porque algo siempre sale mal”, da toda la impresión de estar delirando o chocheando, porque afuera el sol pega fuerte y el aire es cristalino. Pero los cirrus se irán poniendo densos, dándole la razón a la larga. Como en Chejov, esos nubarrones son también metafóricos. Abajo, algunas miserias saldrán a la luz, sobre todo las de Muzaffer. Pero siempre sin alterar ese medio tono al que ayudan pinceladas de buen humor, como cierto encendedor musical que deja oír compases de lambada en los momentos menos adecuados. Siguiendo al autor de Tío Vania, Bilge Ceylan filma el paso del tiempo, cuando el tiempo parece no pasar. Y lo hace de tal modo, que no se nota que lo está haciendo. Una vieja película casera permite confrontar a Emin y Fatma con lo que alguna vez fueron, y de toda esa escena se desprende una nostalgia intensa, pero siempre leve. Como la propia película en su conjunto, a la que le basta algún diálogo al paso, las grietas de un rostro, cierto televisor permanentemente encendido o el sol saliendo mientras una vida termina, para decir todo lo que se propone, sin perder una pizca de gentileza.

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“ANTIGUA VIDA MIA”, DE HECTOR OLIVERA
Mujeres de folletín

Por H. B.

Si algo caracteriza la larga carrera de Héctor Olivera es la recurrencia a fuentes literarias, que siempre brindan seguridad. Pero si antes eligió filmar a Osvaldo Bayer (La Patagonia rebelde), Osvaldo Soriano (No habrá más penas ni olvido, Una sombra ya pronto serás) o Roberto Cossa (La nona), ahora recurre a la escritora chilena Marcela Serrano, cuyos best sellers de consumo apuntan al público femenino. Los tiempos cambian.
Coproducción española-argentina, el ojo de productor de Olivera lo llevó a elegir a dos figuras con convocatoria en ambos mercados como Ana Belén y Cecilia Roth. Roth es Violeta Dasinski, arquitecta que se gana la vida haciendo refacciones, y Belén es Josefa Ferrer, exitosa cantante española radicada en Argentina. Amigas desde siempre, el film las toma en el momento en que Violeta es encarcelada tras haber asesinado a su pareja. El relato se organiza desde el punto de vista de Josefa, quien, a medida que lee el diario íntimo de su amiga, reconstruye su relación con Eduardo (Juan Leyrado).
Novela y película se estructuran en base a fórmulas probadas. Las protagonistas llevan muy bien sus 40 años y viven en la clase de ambientes que el espectador conoce sólo a través de ciertas películas. Para que la identificación se complete, estas mujeres deben compartir con las espectadoras dramas universales. Josefa se revela prisionera de su narcisismo y descubrirá que en casa no todo está bien. Violeta carga el mayor peso dramático, con una madre que la abandonó para “ir a hacer la revolución a Guatemala”, y el sueño postergado de tener un hijo. Cuando aparezca ese clásico del best seller femenino que es el príncipe azul que muta a monstruo (Leyrado) el círculo comenzará a cerrarse. Si la novela apuesta sobre seguro, más aún lo hace el film, con personajes que son meras funciones del relato y conflictos previsibles. Violeta y Josefa tienen la posibilidad de un mínimo desarrollo, algo que se les niega a los secundarios. Es Leyrado quien paga el precio más alto, como un castigador alcohólico que se hunde en la machietta. Atravesado un suplicio de heroína de folletín, Violeta le cantará cuatro verdades a su amiga, en el paisaje de la capital guatemalteca. Lo que les brinda a los espectadores la posibilidad de hacer turismo clase A, al tiempo que sufren con los dramas de estas señoras acomodadas.

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“SUNSHINE, EL AMANECER DE UN SIGLO”, DE ISTVAN SZABO
Demasiado lejos de “Mefisto” y “Redl”

Por Luciano Monteagudo

Casi dos décadas después de haber concretado sus dos films más famosos, Mefisto (1981) y Coronel Redl (1985), el realizador húngaro István Szabó vuelve en Sunshine sobre los temas de aquellos títulos decisivos: el hombre común sacudido por los vientos de la Historia con mayúscula, la traición a los orígenes, la necesidad imperiosa de ascender en la escala social, el Imperio Austrohúngaro como encrucijada de las grandes tragedias europeas del siglo XX. Así de ambicioso es este nuevo film de Szabó que, en tres horas, recorre la saga de la familia Sonnenschein, desde sus humildes orígenes en una aldea rural, a fines del siglo XIX, hasta la caída del socialismo real en la Budapest de los años ‘90, pasando por dos guerras mundiales, la trágica experiencia fascista y el apogeo y caída del comunismo.
Si el alemán Klaus Maria Brandauer había sido la máscara a partir de la cual Szabó reflejaba las tensiones de toda una época, aquí toma su lugar el británico Ralph Fiennes, que tiene a su cargo el desafío de interpretar a tres generaciones en busca de una misma, desesperada quimera: la asimilación social, la aceptación a cualquier costo, aún renunciando a las raíces culturales y familiares, cambiando el apellido de ser necesario. Esa necesidad de integración de los Sonnenschein –luego llamados Sors– es un poco la de Gustav Gründgens (Mefisto) y de Alfred Redl, o más bien el complejo de inferioridad es el mismo.
El actor de Mefisto llevaba a cabo una gran lucha por el éxito que –en medio de la barbarie nazi– le daba un sentimiento de seguridad. Necesitaba el aplauso, estar en el escenario para sentirse aceptado. Por el contrario, Redl precisaba ocultarse detrás de un uniforme para pasar inadvertido y poder trepar hacia el reconocimiento social. Esa inmensa parábola que va desde un origen proletario hasta los más altos círculos del poder aristocrático no era fácil de realizar por aquella época, pero la proeza de Redl consistió en anular su pasado y formarse una nueva identidad. En este sentido, los Sonnenschein son un poco como Redl, víctimas de un Estado –primero imperial, luego fascista, finalmente comunista– que empuja a sus ciudadanos a traicionar y traicionarse a sí mismos.
El reproche que le cabe a Sunshine es que –a diferencia de aquellos ilustres antecedentes– estas ideas están pronunciadas en voz alta, como proclamas en vez de desprenderse de las acciones de los personajes. Esto provoca un acartonamiento que hace de Sunshine no solo un film falto de verdad y de vida sino de una dramaturgia muy convencional, anticuada, extraña para quien ya en los ‘60, con Mi padre –otro film sobre la experiencia familiar en la Gran Historia– estaba a la vanguardia de los cines de Europa del Este.

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