A
PROPÓSITO DE "LADY
MACBETH DE MTSENSK"
Shostakovich
Por José Pablo Feinmann
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Cuando a Rostropovich
le preguntan por la mejor ópera que el siglo XX haya producido
responde: Lady Macbeth de Mtsensk. Luego lo piensa, lo piensa brevemente,
ya que tiene las cosas claras, y se adelanta a las posibles objeciones:
También amo, desde luego, Wozzeck y Lulu, pero... Ah,
pero E. introduce un concepto de escaso prestigio y cientificidad: el
de alma. Porque dice: Pero Lady Macbeth llega más
a mi alma. Y es un ruso el que habla y un ruso sabe de lo que habla
cuando habla del alma. Habla, casi siempre, del alma rusa. Algo hay en
Tolstoi, Dostoievsky, Chejov, Tchaicovsky, Mussorgsky, Meyerhold, Maiakovsky
y también en Stravinsky y aun en el Rachmaninoff del Tercer concierto
para piano que los semeja. Pertenecen a una geografía, a un modo
entre trágico y ásperamente cómico de ver la vida,
a una lengua, a una historia. Son rusos. Acaso a esa ruseidad
esencial se refiere Rostropovich. No en vano, ahí, en el escenario
del Colón, insólitamente encima de ese escenario como ninguna
orquesta en ninguna ópera lo estuvo, se lo ve iluminado por un
cenital poderoso, una luz incesante que cae sobre él como una bendición.
Es la luz y la bendición de Shostakovich. El gran Mstislav encarna
a su compositor amado y pareciera que sólo así, bajo la
luz del alma de Shostakovich, se anima a dirigir esos desbordes
orquestales (la fuga con que cierra el primer acto) que exigen tanto a
la orquesta.
¿Por qué Rostropovich habla en seguida de las óperas
de Berg cuando elige, como su predilecta, la de Shostakovich? Porque la
polémica viene de lejos: ¿fue a causa de la opresión
stalinista que Shostakovich no incurrió en la atonalidad? Aquí
subyace un prejuicio, y es el que supone que en un régimen de libertad
sólo existía un camino para un genio como Dmitri Shostakovich,
la Escuela de Viena, la atonalidad. Cuando se dice, cuando Occidente dice,
cuando el capitalismo suele decir: Ah, qué dolor. Lo que
su genio hubiera dado bajo la libertad, se está diciendo
que hubiera abandonado la tonalidad, que hubiera hecho música de
experimentación, que habría utilizado técnicas renovadoras.
Créase o no, estas cosas todavía se dicen acerca de Shostakovich.
Los esquemas de interpretación sobre la música del siglo
XX siguen siendo: Viena = experimentación = técnicas renovadoras
= atonalismo = progreso. Interpretación tan vieja como ya es viejo
el siglo XX, que tan hondamente creyó en el progreso en las artes,
que tan hondamente lo exigió, y que terminó por ser eso
que muchos dicen que fue: el siglo cuya música no fue escuchada.
Con respecto a Shostakovich, no es tan sencillo decir que no incurrió
en técnicas renovadoras. No sólo por su ópera
La nariz, sino por toda su obra. Se podría abrumar a cualquier
policía atonal con los desbordes experimentales en
Shostakovich. Pero se trata de otra cosa. No hay que seguir pidiendo disculpas
a los inquisidores de la experimentación, el atonalismo,
las técnicas renovadoras, en fin, la vanguardia.
Una obra es grande por muchas razones. Entre las que no habrá que
dejar en segundo plano el genio de su autor, la especificidad de sus búsquedas
(a menudo alejadas de las búsquedas imperantes, de lo que
se debe buscar y cómo) y características tan hondas
y emocionales y abstrusas como eso que Rostropovich cubre con el concepto
de alma. O sea, Shostakovich también fue grande porque
fue infinitamente ruso, porque su música es sólo la que
un ruso podía componer, y hasta un ruso como él: desmedidamente
genial pero sofocado, experimental por caminos propios y laterales a la
dogmática de la experimentación (porque sí, porque
existen las dogmáticas de la experimentación y suelen ser
las más despiadadas), orquestador maravilloso (sólo, acaso,
igualado por Ravel, otro que, según muchos, no inventó
nada), sinfonista inalcanzable y, es el momento de decirlo, el militante
político más desgarrado del sistema comunista que se implantó
en la Unión Soviética.
¿Qué otra cosa podría haber hecho Shostakovich, que
otra cosa además de quedarse en Rusia y componer bajo Stalin? Se
sabe la respuesta. El Occidente que lo esperaba con los brazos abiertos
siempre la dio: podría haber elegido la libertad. ¿Por
qué no se fue Shostakovich? Que nadie diga porque no podía,
ya que si otros ilimitadamente menos geniales e importantes lo lograron,
es absurdo pensar que la posibilidad no existía para él.
Aquí, lo confieso, entramos en una zona conjetural, tan ardua y
compleja como lo fue el hombre que la transitó. En 1979 aparece
un libro que habrá de ser célebre: unas supuestas memorias
que Shostakovich le habría dictado a Solomon Volkov, un discípulo
que también decía ser su amigo. Es algo así como
el precio que paga Shostakovich para blanquearse ante Occidente. No consigue
convencer. Las sombras persisten.
Si luego de Lady Macbeth (que Stalin, célebremente, prohíbe),
Shostakovich sigue en Rusia, escribe su Quinta sinfonía y le pone
el no menos célebre acápite (Respuesta creativa de
un artista a una crítica justa), cabe preguntarnos: ¿no
habrá sido esa su elección? ¿Acaso no
fue una figura gloriosa en el cerco de Leningrado? ¿Puede un torturado,
un descontento, haber escrito la Séptima? ¿El último
movimiento de la Quinta no es el canto desaforado a la gloria triunfal
del comunismo? (Aclaro: como es gran música, como es la música
de un grande de la cultura universal, aun ese cuarto movimiento se transforma
en un canto a la gloria, a toda gloria, a todo triunfo, a toda epopeya.)
Pensemos en Prokofiev. Vuelve a Rusia (él, un elegido de Occidente)
en los años treinta y hasta llega a escribir una ópera,
Smyon Kotko, en la que se enaltece al Ejército Rojo. ¿Por
qué? Si bien es cierto que en el llamado Occidente (escribe
Diego Fischerman) los compositores podían escribir lo que se los
diera la gana, también lo es que sólo la Unión Soviética
era capaz de pagarles para que hicieran exclusivamente eso. Prokofiev,
en Occidente, debía tocar el piano, dar conferencias, pujar por
un encargo. En su vieja patria era un compositor. O quería serlo.
(Página/12, 18/10/2000). También Shostakovich. Por decirlo
claramente: también él quería ser un compositor en
su vieja patria. Tanto lo alimentaba su vieja patria (son
oscuros y sinuosos los caminos del gran arte) que prefería quedarse
en ella, con Stalin, vigilado, controlado, eludiendo al Estado Policial,
engañándolo, pero dueño de su geografía, sus
climas, y sus propios, intransferibles, ineludibles desgarramientos. Es
impensable un Shostakovich Occidental. Esa música que hoy el mundo
(hoy, acaso, más que nunca) escucha maravillado es producto de
las dudas, las rupturas, el escepticismo y el desesperado e imposible
amor de un músico ruso por su propia tierra. De aquí que
sea incorrecto escuchar Lady Macbeth como el rescate que Occidente hace
de un gran compositor que hubiera sido más grande de este
lado, del lado de la libertad. Primero, porque Occidente no es el
lado de la libertad, sólo dice serlo. Y segundo, porque la
grandeza de la música de Shostakovich existe porque él eligió,
no el lado de la opresión, no el lado de la tiranía,
sino la gran patria rusa, ese espacio contradictorio y terrible, pero
suyo. Ese espacio del que se nutría su alma, concepto
errático y de escaso prestigio al que apela Rostropovich, orgullosamente,
para decirnos dónde se aloja en él la música de su
maestro inagotable, ese músico al que su siglo escuchó porque
(en medio de las complejas y únicas circunstancias históricas
que le tocó vivir) escribió para la eternidad.
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