Por Horacio Bernades
Se llama James Gray, tiene 31
años y es sin duda uno de los secretos mejor guardados del cine
estadounidense, desde mediados de los 90. Tan bien guardado, que
pocos saben que una película suya está en cartel, en este
momento, en Buenos Aires. Se trata de La traición, cuya distribuidora
lanzó la semana pasada, sepultándola en medio de un alud
de estrenos. Para peor, la película llegó a las salas en
el preciso momento en que su público potencial quemaba todas las
energías en el Festival de cine independiente. Destino seguro de
La traición en Argentina: bajar de cartel la semana próxima.
Con mucha suerte, la siguiente.
En verdad, la opera prima de este notable cineasta neoyorquino había
tenido un destino más marginal aún, como que salió
directo a video. Estrenada en Estados Unidos en 1994 con el título
Little Odessa, el sello Transeuropa la editó aquí poco más
tarde, como Una cuestión de sangre, y se consigue en los buenos
videoclubes. Claramente un autor de films con estilo y mundo
propios, quien se tome el trabajo de ver Una cuestión de sangre
y La traición no necesitará más que un par de planos
para verificar los evidentes rasgos de familia entre ambas. Dicho esto
tanto en términos de estilo y puesta en escena como en sentido
temático y hasta literal: las familias parecen constituir una de
las obsesiones centrales de Gray. Ambos films son variantes del tema del
hijo pródigo y su regreso al hogar. Como indica el canon, el hijo
no es recibido, en ninguna de las dos, con los brazos abiertos.
Si en La traición Mark Wahlberg vuelve de prisión, donde
fue a parar tras robar un auto, en Una cuestión de sangre Tim Roth
es un asesino a sueldo que debe cumplir un encargo en el barrio
donde nació, y donde se resiste a regresar. El barrio es esa Little
Odessa que nombra el título original, la zona de Brooklyn donde
se nuclea la comunidad de origen ruso, y donde todavía vive su
familia. Sobre ambos films pende la sombra de El Padrino, de tal modo
que familia y mafia resultan términos fuertemente
entrelazados. Los lazos con el film de Coppola son más visibles
en La traición (The Yards, en el original), empezando por la presencia
de James Caan, que rige aquí los negocios familiares, y siguiendo
por el aire trágico y una clave lumínica que rivaliza en
oscuridad con el clásico coppoliano.
En Una cuestión de sangre, el protagonista tiene, a falta de una,
dos figuras paternas con las que rivaliza violentamente. Uno es el mafioso
de la zona, que lo espera para cobrarle la muerte de su hijo. El otro
es su propio padre (Maximilian Schell), un emigrante ruso que trabaja
por derecha pero engaña a su esposa agonizante (Vanessa Redgrave),
además de castigar a sus hijos a golpes de cinto. Lo primero que
hace Joshua al regresar es agarrarse a trompadas con él. Con malas
costumbres derivadas de su rol de killer, terminará por llevarlo
a un descampado y apoyarle la pistola en la sien, el dedo en el gatillo,
en una de las escenas más perturbadoras que haya dado el cine estadounidense
en la pasada década. De modo parecido, el protagonista de La traición
terminará enfrentado no sólo con el patriarca familiar,
sino con el clan mafioso en su conjunto, aunque es verdad que la película
termina haciendo una apología del soplón que la desmerece.
Si ambos films están entre los más clásicos del cine
contemporáneo, no es sólo por su apelación a cierto
clasicismo cinematográfico (con Coppola como referente esencial,
pero el Visconti de Rocco y sus hermanos por detrás), sino por
la estrecha ligazón con una forma clásica que antecede largamente
al cine, como la que va de la tragedia griega a la ópera. Es sin
duda admirable el modo en que, tanto en Una cuestión de sangre
como en La traición, Gray se opone sistemáticamente a caer
en cualquiera de los tics cinematográficos y culturales de la época.
No hay el más mínimo rasgo de ironía, ni de autoparodia,
mucho menos de cinismo, en ambos films. Grayencara sus historias con una
seriedad absoluta, sin temor por lo grave y sin apelar siquiera a una
mínima distensión humorística.
Lo notable es que esto no resulta para nada forzado, sino que es el espíritu
que mejor le sienta al relato, aquel que le da coherencia y unidad. Cuando
todos sus contemporáneos buscan distintas formas de ironía
posmoderna, Gray cultiva una densidad radical. Seguramente eso lo condena
a seguir en el secreto, en tanto rehuye espectacularidades y efectismos,
para concentrarse en tragedias oscuras y asordinadas, que están
en los antípodas exactos de modas, modales y modismos.
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