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Transición,
memoria y justicia
Por
Carlos Castresana Fernández *
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Analizando las transiciones democráticas de Chile y Argentina,
y el hecho de que en ambos países, a diferencia de lo ocurrido
en España, los gobiernos democráticos promovieran, mediante
la creación de Comisiones de la Verdad, el esclarecimiento histórico
de los crímenes de las respectivas dictaduras, Felipe González
afirma que en la transición española decidimos no
hablar del pasado, ratifica 25 años después el acierto
de tal decisión y se lamenta de no poder opinar apropiadamente
de la experiencia de esos países, por sentirse en alusión
al proceso seguido ante la Audiencia Nacional contra los miembros de las
Juntas Militares argentina y chilena atenazado por la vergüenza
de haber visto a algunos españoles dando lecciones de democracia
a estos países.
No puedo evaluar aquí la transición española en su
conjunto, pero creo poder opinar sobre los dos aspectos mencionados por
el ex presidente, quien, además de reconocer que se optó
por el olvido, admite que, democratizados los poderes ejecutivo y legislativo,
se sacrificó la reforma de las demás instituciones confiando
en que fueran cambiando con la biología.
González y algunos de los protagonistas de las transiciones democráticas
latinoamericanas que alcanzaron a restablecer la verdad, pero tampoco
quisieron o pudieron llegar más allá, pensaron que se puede
instaurar una verdadera democracia sin justicia. Es un error. En España
fue relativamente posible porque no había miles de desaparecidos,
víctimas de la razón de Estado, y porque la casi totalidad
de los responsables de los crímenes sistemáticos de nuestra
guerra y posguerra civil ya habían muerto. En Argentina, Chile
y otros países, la memoria de las miles de víctimas y de
sus familiares no lo ha permitido. La impunidad de los responsables de
crímenes contra la humanidad ha impedido hasta ahora el desarrollo
de verdaderos Estados de derecho, ha convertido los sistemas políticos
en democracias de papel, en libertad vigilada, en las que los gobernantes
se renuevan periódicamente en las urnas, pero cuyos ciudadanos
no confían en instituciones que adolecen de un manifiesto déficit
de legitimidad.
Quienes iniciamos el caso Pinochet no pretendemos dar lecciones a nadie.
Si acaso, desde España podríamos dar lecciones de lo que
no se debe hacer: no se debe dar por finalizada la transición democrática
confiando que el poder judicial será democratizado por la biología,
porque quienes integran los resortes autoritarios del Estado también
obedecen al mandato bíblico de crecer y multiplicarse; a poder
ser, no se debe dejar al frente de las fuerzas armadas mandos militares
de la dictadura, porque intentarán regresar al pasado; no hay que
permitir que dirijan la lucha antiterrorista connotados responsables policiales
de la etapa anterior, porque cultivarán la flor envenenada del
terrorismo de Estado. Cualesquiera que sean los límites de
su margen de maniobra, los representantes de la oposición
democrática no deben arrojar por la borda la memoria histórica,
no sólo porque es injusto para las víctimas que padecieron
la dictadura, sino principalmente porque la desmemoria compromete el futuro
de la cultura democrática.
En esta España, cuyo aparato judicial fue abandonado a su suerte
en una transición que hizo de la amnesia virtud, alumbró
en 1996, como por milagro, un referente de justicia que ya es universal.
Y lo hizo, aunque González reniegue ahora de su paternidad sobre
la criatura, al amparo de una ley aprobada en 1985 durante el primer mandato
socialista. Debe ser cierto, como dice Manuel Rivas, que la justicia
pertenece al campo de las fuerzas del alma, y por eso puede brotar en
los lugares menos propicios.
No fue mérito, principalmente, de demócratas sobrevenidos
y conversos, ni, por descontado, de los políticos que han
propugnado pasar la página. Es obra de quienes no se resignaron,
de quienes rehusaron la obscena eimpuesta cohabitación con los
criminales, de los que mantuvieron vivas más de dos décadas
la dignidad, la ética, la solidaridad y la demanda de justicia;
de quienes creen que hay crímenes a los que es esencialmente
ajena la noción de frontera (Sentencia Klaus Barbie). No
se trata de azotes justicieros, sino de ciudadanos del mundo
que creen que el derecho internacional está para aplicarlo, que
la humanidad puede exigir que en Chile no se rompan los huesos a los detenidos,
se les saquen los ojos en vivo, o se les fusile por
partes. Se trata de que quienes robaban niños y los vendían,
quienes arrojaban vivos al mar desde aviones militares a los secuestrados
en los vuelos de la muerte respondan por ello ante un tribunal
de justicia. Nos da igual que sea en Buenos Aires o en cualquier otro
lugar. Hay derechos que son de todos o no son.
González parece considerar una injerencia en asuntos internos el
ejercicio de la jurisdicción universal. Quizá
desconozca que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de
la Organización de Estados Americanos, organismo nada sospechoso
de colonialismo, recomendó a sus miembros en 1998 que invocaran
y ejercieran esa jurisdicción: México acaba de hacerlo al
conceder la extradición de Ricardo Miguel Cavallo; y que en el
Informe de 19 de noviembre de 1999, a solicitud de la familia de Carmelo
Soria, ha declarado que el Estado de Chile está obligado, en tanto
que no persiga los hechos, a tolerar la persecución que haga la
jurisdicción nacional de cualquier otro país. Es la jurisdicción
que ha permitido recientemente al Tribunal Supremo de Estados Unidos declarar
competentes a sus tribunales para juzgar los crímenes imputados
a la multinacional anglo-holandesa Shell cometidos en Nigeria, a un tribunal
holandés procesar al ex dictador militar de Surinam por crímenes
cometidos en este último país, y a los tribunales de Bélgica,
Alemania, Dinamarca, Suiza, Holanda y Francia juzgar a responsables de
crímenes cometidos en la ex Yugoslavia y Ruanda. Los fundamentalistas
proliferan.
No sé si el ex presidente defendería en Alemania respecto
de los criminales nazis el olvido que parece patrocinar, sin ir más
lejos, para los españoles; si le parece que el juicio en Roma contra
Erik Priebke, 50 años después de la matanza de las fosas
Ardeatinas, no debió celebrarse; o si hubiera desaconsejado juzgar
a Maurice Papon porque su proceso podía comprometer la reconciliación
entre los franceses. Podrá argüirse que tales procesos obedecen
a la diferencia sustancial de que el fascismo fue derrotado militarmente
en casi toda Europa, lo que no ocurrió en América Latina
ni en España. Pero ésa es precisamente la singularidad y
la grandeza del caso Pinochet: que el derecho se ha impuesto sin que ningún
Gobierno impulsase la iniciativa más bien lo contrario, como
es notorio y sin que los imputados fuesen previamente vencidos por
las armas: ha sido el juicio de las víctimas. Ése es precisamente
el desafío de la comunidad internacional para los próximos
años: conseguir imponer el derecho internacional y el respeto a
los derechos humanos fundamentales sin necesidad de recurrir, como con
Noriega o Milosevic, a las intervenciones armadas.
No ha habido ningún tribunal para el general Franco, ni siquiera
el de la memoria. La joven democracia española se desembarazó
apresuradamente de su pasado sin poner demasiado interés en recuperar
el patrimonio humano, cívico y democrático de los vencidos,
de los exiliados, derrochado de manera absurda. Nuestra cultura democrática
quedó seriamente recortada en la transición, y también
después; como consecuencia, persisten algunas carencias importantes,
a las que no creo que resulte ajena la cuestión territorial
pendiente a que se refiere en su artículo el ex presidente González.
Chile y Argentina han afrontado su pasado y, con la colaboración
decisiva de la comunidad internacional, han puesto a los generales Pinochet
y Videla en el lugar que les correspondía: ante un tribunal dejusticia.
Es mucho más de lo que los dictadores concedieron a sus víctimas.
Chile es hoy un ejemplo, y esperemos que lo sea definitivamente, pero
ya no de impunidad y prepotencia: la infamia ha terminado. Los chilenos
pueden empezar a dar por cerrada su transición, esperar que no
habrá más crímenes y que no se indultará a
los responsables; asegurar que los torturadores de la dictadura no serán
jamás condecorados por un Gobierno democrático -nosotros
no podemos decir lo mismo-. Pueden disfrutar ya de esa revolución
ética y estética, visitar el Palacio de la Moneda y, frente
a él, contemplar el monumento erigido al último presidente
constitucional de Chile hasta 1973, Salvador Allende. No habrá
arcos de triunfo ni estatuas ecuestres para el dictador. A cada uno lo
suyo.
* Fiscal en el tribunal español del juez Baltasar Garzón,
que llevó adelante las causas contra Pinochet y los represores
argentinos.
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