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INFORME ESPECIAL: EL ASESINATO DE CHICOS RATEROS POR EL QUE INVESTIGAN A UN GRUPO DE POLICIAS BONAERENSES
El germen de los escuadrones

Los encontraron con 6 y 11 balas, uno con una bolsa en la cabeza colocada como mensaje. �Si participaron policías, estamos ante un escuadrón de la muerte�, dice un defensor de menores. Página/12 estuvo en la zona y habló con otros chicos, los que piensan que son los próximos.

Por Cristian Alarcón

Primero los ataron, después los amordazaron, al final, cuando estaban ya indefensos, en plena noche, les dispararon. Al Monito Galván, el de 14 años, le dieron 11 tiros. Siete fueron como una ráfaga, uno tras otro, de frente, en el torso. Al Piti Burgos, 16 años, le dieron 6 tiros, todos por la espalda, distribuidos hasta el colmo de dejarle uno en cada planta de sus pies, como clavos cristianos. Al Monito le pusieron, cuando todo había terminado, una bolsa transparente en la cabeza, una corona funesta. Los forenses no detectaron síntomas de ahogo. Se trató de un símbolo. Era seguramente parecida a la que tantas veces había mojado con el vapor de su respiración desesperada, cuando pasó por los calabozos en los que el “submarino seco” es la más clásica de las torturas. Los asesinatos de dos niños rateros en Bancalari, San Isidro, por los que es investigado un grupo de policías bonaerenses, tienen las marcas de un fenómeno que vendría a coronar la política de seguridad del “meter bala a los delincuentes”: el accionar de escuadrones de la muerte. Así lo entiende el defensor de menores de ese distrito, Carlos Bigalli: “Si participaron policías, estamos ante un escuadrón de la muerte”. Así lo considera una alta fuente de la Suprema Corte bonaerense: “La limpieza social es más fácil de hacer con escuadrones de la muerte”. Página/12 estuvo en el barrio Bancalari, habló con los sobrevivientes, con los padres, con las novias, con los niños que se saben los próximos, nunca los primeros, jamás privilegiados.
Es viernes 27, son las cuatro y diez de la tarde. El Monito, Gastón Galván, lleva tres días muerto. Los sepultureros de verde furioso terminan de cubrir la tumba de flores; los deudos se desparraman hacia una corta fila de autos deshechos. Busco a los amigos. Sobre una lápida está sentado el Chino. No mide más de metro cuarenta, se parece a los pibes que compran los cigarros de los mafiosos en las películas. Habla con la voz gruesa, buscando seriedad. Evita los falsetes de sus 14. Es uno de los que estuvo hasta antes que anocheciera, el martes de la desaparición de los pibes. Esa tarde junto al Monito y a Miguel Burgos, el Piti, compartieron una latita de Poxi que habían ido a comprar a la ferretería en bicicleta. Habían caído muchas veces, sobre todo con el Monito. También habían corrido de las balas policiales, metiéndose siempre en esos senderos de yuyos, hechos entre las vías, por donde escabullirse al barrio, después de un robo fallido. Ahora está fuera de circulación. Recibió el mensaje. “Nos fueron liquidando. Ya cayeron dos pibitos hace seis meses, el Kity y otro más. No tenían caños, se los pusieron, los mataron. Mandaron a decir que quedamos seis, que nos toca a nosotros.”
–¿Qué vas a hacer entonces?
–Correr cuando vemos al patrullero –dice el Chino, ya montado a un camión arenero rojo. En la caja vuelven a Bancalari los pibes del fondo.
Levanto la mano y ellos responden espantando el aire con desgano.
Morir o volar
El Piti vivía con Mirta en esta pieza de cartón, bajo este techo ladeado, y dormía en esa cama, arrumbada ahora contra la pared, como un bártulo más entre los televisores blanco y negro y los amplificadores de aluminio que arregla de vez en cuando Eduardo Saucedo, el padre. El patio es como un depósito de chatarra. Al fondo, rancho con sus pisos de tierra. El techo esta cubierto de plaquetas electrónicas oxidadas, tubos de rayos catódicos, asuntos inconclusos de Eduardo que ahora se refriega la cara con las manos, odiándose. Lamenta no haber escuchado a su hijo cuando le contó la amenaza de los de la Patrulla de calle de la comisaría 3ª de Don Torcuato: “Algún día te voy a cazar, te voy a poner el fierro en la cabeza y te voy a tirar como un perro en un descampado”. No quiso creerle. “Dejá de volar”, le dijo. Debería haberlo hecho. No sólo porque hace un año mataron también a Víctor Hugo Saucedo, el hermano menor del Piti,tirándolo al vacío desde las alturas de las vías, atrás de Bancalari. Sino también porque hace dos años la policía mató de demasiados tiros a su madre, María Burgos. “Dicen los testigos que bajaron a tiros al Negro Chocolate, a Fabiola Manito, y que María les gritó ‘¡no disparen, tengo siete chicos!’”, cuenta la nueva mujer de Saucedo, tomando mates dulces.
“Volar” significa hablar pavadas, según Mirta, la novia del Piti. Y eso es lo que se la pasaban haciendo los pibes. Por lo menos desde que ella se declaró enamorada, hace como seis meses, justo el día que él se había escapado de un instituto de Menores en La Plata. Enseguida Mirta dejó la casa de sus padres, donde vivía con diez de sus dieciséis hermanos. Y dejó la escuela, repitiendo octavo. De ahí en adelante fue llenando una carpeta con figuritas de los Backstreet Boys y con inscripciones de amor que al Piti lo molestaban porque le daba vergüenza. De ahí en más se dedicó a largas esperas cuando él se colgaba de la bolsita. Fue ése su combate diario. ¿No venía? Allá iba ella a buscarlo y lo traía a la rastra. “Piti, a vos no te pega tu papá y te pegan los canas. ¿A vos te gusta eso?”, lo punteaba. Así se tuviera que pelear a las trompadas con uno de los más grandes, que se quedaba en la oscuridad del fondo gritándole “¡eeeeeeh, Piti, vos me dejás tirado. Sos cualquiuieeera!”. Y el Piti volvía, culposo, y ella otra vez a “rescatarlo”, que ésa es la palabra que se usa para decir “que alguien saca a alguien de la bolsita”. Hay una especie de omnipresencia de la palabra bolsita. Todos insisten, Nélida también, en que los chicos intentaban dejarla. Dejarla implicaba robar menos, también. “Eran rateritos que robaban para la latita”, ha dicho Eduardo Saucedo.
La bandita arruinada
La cuadra del Monito es la última de esta parte de Bancalari, allá donde termina el asfalto de un barrio mezcla de casas de material con rancherío.
Más allá de un graffiti que habla de un amor apasionado: “Ceci, tus ojos me emputecen. Por vos mataría una ballena a chancletazos”. El jueves del velorio en esa calle su madre contó de las torturas, costumbre de la comisaría 3ª. La mayoría de las veces el submarino seco. Otras, patadas de karate de un experto que acostumbra a entrenar con los chicos detenidos. Una noche fueron doce horas de estar parado, hasta que los pies se le llagaron. Culatazos de nueve milímetros en las costillas, varias veces. También ocurrió en la seccional de Pacheco. Ya tenía los pulmones afectados por el pegamento químico, pero los golpes en la espalda lo dejaron con dolores insoportables. Cada vez que era golpeado, el Monito volvía a tener convulsiones. Como esa vez que lo metieron al patrullero frente a su casa y dale que gritar su madre, pero nada, se lo llevaron. Ella buscó el DNI, la partida de nacimiento, los medicamentos para los pulmones y llegó sudando a la 3ª. Lo habían llevado atrás de la estación a que se le pasaran los estertores y ya lo habían largado.
La 3ª de Don Torcuato y la comisaría de Pacheco habían sido denunciadas por apremios ilegales a Galván y a Burgos. Así lo confirmaron fuentes judiciales a Página/12. “Buchón, nos mandaste al frente con la jueza”, le dijeron más de una vez al Monito los de la 3ª. Su madre le había contado a Diana Bocaccio de Pincardini sobre los tormentos. Aunque él no quiso jamás firmar una denuncia por temor a la muerte. Tampoco lo hizo nunca el Cali, más pequeño aún que el Chino, de 15 años. Está escondido tras un cuello polar, un gorro de lana y una capucha, tiene apenas los ojos de hombre viejo a la vista. El Cali es otro de los condenados. “Nos arruinaron la banda”, lanza, mirando siempre para otro lado, hacia la puerta del rancho. Lo acompaña un chorro más grande, fugado del barrio hace meses porque la misma policía le advirtió que se retiraba o era boleta. “Hace seis meses mataron al Kity y a otro más en la villa, allá arriba. Eran tres que se estaban haciendo un auto y los agarraron. Uno corrió. Los dejó a los otros con la cana, vivos y sin caños. Aparecieron como ‘muertos en un tiroteo’, pero los mataron. El otro nunca habló, anda recatado.” Recatado y rescatado se van turnando al sonar diferente en cada boca, como si fueran sinónimos, pero no. El testigo del que habla el Cali no pudo ser ubicado. Pero fuentes judiciales confirmaron la muerte del Kity en un supuesto enfrentamiento. Se llamaba Héctor Antonio Sánchez. Tenía 16 años. El Cali lo recuerda como un buen pibe. Juntos, como con el Monito, iban a la ferretería a comprar la latita de Poxi –“2 pesos la de cuarto, 3,50 la de medio; 5,50 la de kilo”–, o marihuana, o de vez en cuando cocaína.
Claro que el pegamento es la manera más barata de flashear. “Metés la mano con una bolsa en la lata y agarrás. Lo aspirás así –por la boca– y te dura cinco minutos fuerte. Pero como le dábamos tanto de última ya ni nos pegaba, ya no podíamos flashear más nada. Flasheábamos de vez en cuando nada más”, me dice el Cali, con sus ojos esquivos, pura pesadumbre. –A veces íbamos relocos a robar.
–¿Y por eso a veces son más violentos?
–Eso dice la gente porque no conocen la locura. Cuando vas a robar te rescatás. Es más para que tengan miedo. Algunos ven la bolsita y corren.
–¿Cuándo salían a robar?
–Cuando no teníamos más plata, cuando necesitás para comer, para droga, cuando ya no tenés para nada. Pero ahora estoy recatado, me fumo un faso, pero no me agarro más con la bolsita. Además una señora vino a avisar, lloraba porque según la cana faltamos seis más –dice el niño y, con los dedos que le aparecen apenas bajo las mangas, cuenta su nombre y el de los que, según todo Bancalari repite, están en la lista de los escuadrones.


AL MENOS CINCO POLICIAS YA SON INVESTIGADOS EN EL CASO
El mensaje que dejó el doble asesinato

Por C. A.

Durante toda la semana, la noticia publicada en exclusiva por este diario se volvió cada vez más palmaria: los únicos sospechosos del doble crimen de Bancalari son policías. Ayer, una fuente judicial admitió a Página/12 que son por lo menos cinco uniformados los investigados por el asesinato de Gastón “El Monito” Galván y Miguel “Piti” Burgos. “Pertenecen a más de una comisaría y entre ellas están la 3ª de Don Torcuato y la de Pacheco”, dijo el vocero. El fiscal Héctor Scebba se muestra aún reacio a brindar información, celoso de un trabajo complejo. Pero en los pasillos de la Justicia bonaerense ya es claro que este caso no es ni será uno más en la historia del gatillo fácil de la “maldita policía”. “Nunca habíamos tenido un cuerpo formado por gente de más de un lugar para ultimar mafiosamente a dos chicos enviando este mensaje de limpieza”, le dijo a este diario un alto funcionario de la Justicia de la provincia gobernada por Carlos Ruckauf. “Estamos ante la puerta de lo que ya hicieron en Brasil, son los primeros caídos de los escuadrones”, sostuvo una fuente de la Suprema Corte Bonaerense.
Los dos chicos muertos eran ciudadanos bonaerenses y de San Isidro. Allí vivían y allí cayeron presos la mayoría de las tantísimas veces que los levantó la policía, o por estar con una bolsita de pegamento en la mano, o por estar a punto de robar algo, casi siempre sin armas de fuego. Sin embargo, sus cuerpos fueron tirados en el límite entre José León Suárez y La Horqueta, distrito judicial de San Martín: esa práctica, la de arrojar los cadáveres a los vecinos, ya es antigua en la fuerza ahora dirigida por el flamante jefe Amadeo D’Angelo. Así ocurrió, por ejemplo, con José Luis Cabezas, cuando fue tirado más allá de Pinamar, en Madariaga. Quizás haya sido la aversión que la policía de San Isidro y los intendentes de la zona norte del Gran Buenos Aires le tienen al defensor de menores del distrito, Carlos Bigalli, lo que los puede haber motivado a los supuestos asesinos. Lo cierto es que Bigalli conoce demasiado de cerca la metodología utilizada por la Bonaerense con los menores. Fue él quien denunció las torturas en las comisarías de la zona en agosto de 2000.
–¿Es posible que exista un escuadrón de la muerte? –le preguntó este diario.
–Lo de los escuadrones de la muerte es una cuestión semántica. Si los caracterizamos como un grupo de personas que pertenecen a órganos de seguridad del Estado y actúan ocultándose y sin representar a la fuerza, habría casos que ocurrieron así. En principio, hasta que se investiguen estos hechos, es evidente que es un mensaje y es mafioso, sin lugar a dudas. Si esto es violencia institucional, tiene peculiaridades que hacen al caso totalmente diferente a los anteriores. Los casos que uno ha podido advertir a lo largo del tiempo son presentados como enfrentamientos con la policía, no se oculta la circunstancia de que hubo una fuerza de seguridad presente. En esto no sólo aparecen ocultos el autor y la participación en cualquier modo que sea, sino que además hay claramente un mensaje intimidatorio. En este caso, si participaron policías, estamos ante un escuadrón de la muerte.
Así como lo indica la experiencia del defensor de menores, las cifras sobre la cantidad de niños muertos por la policía en la provincia han crecido al ritmo con que se intensificó el discurso de tolerancia cero. Según el relevamiento de la Suprema Corte Bonaerense, fueron 40 los niños asesinados en 1999 en supuestos enfrentamientos, tres veces más que lo registrado en años anteriores. Las estadísticas de 2000 no están cerradas porque la información no termina de llegar de los juzgados de menores, pero ya van 25 casos contabilizados. El drama es mayor si se tiene en cuenta que los números son un pálido reflejo de la realidad porque sólo se cuenta a los chicos que estaban bajo la tutela del Estado. El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) tiene como indicador la publicación en los diarios de mayor circulación. Así, durante 2000,registraron 42 muertes de menores. En los tres primeros meses de 2001 fueron ocho. Llegan a diez con El Monito y El Piti.

 

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