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EL 81 POR CIENTO DE LOS PORTEÑOS DE MAS DE 60 SE SIENTE MALTRATADO
Quejas en palabras mayores

La cifras surgen de una encuesta del gobierno porteño. El 45 por ciento cree que sus derechos no son respetados; el 36 por ciento, que lo son sólo parcialmente. Las críticas apuntan al sistema de salud y organismos públicos.

Por Horacio Cecchi

El 81 por ciento de los mayores de 60 años porteños se siente maltratado por la sociedad. La cifra contundente, que surge de una encuesta multitudinaria realizada por la Secretaría de Promoción Social del gobierno porteño, pone a la cabeza de las críticas a las instituciones del sistema de salud, seguidas de cerca por la burocracia de los organismos públicos, las empresas de transportes y las de servicios públicos. Respecto de estas últimas, la posición es tajante: el 87 por ciento de los encuestados consideró como tema prioritario solucionar el estado de las veredas, rotas por esas mismas empresas. La importancia de la consulta no sólo reside en la cantidad de participantes –61.300–, sino en que los mayores de 60 años representan casi la cuarta parte de la población total de Buenos Aires.
La consulta fue lanzada con la intención de conocer las necesidades de la tercera edad y adecuar las políticas de gobierno en ese sentido. El resultado fue mucho más impactante de lo imaginado, y más aún si se tiene en cuenta que los consultados constituyen el 9,16 por ciento del total de ancianos porteños. Ayer, el gobierno presentó un preinforme en el que se detalla la proyección de unos 8.323 casos ya procesados. Una amplia mayoría fueron mujeres: 61 por ciento, una cifra semejante a la del total de la población de esa edad.
Las cifras detalladas en el trabajo echan por tierra imágenes clásicas, como la del rol pasivo de la vejez. El 57 por ciento de los encuestados se mostró interesado en participar en actividades solidarias, comunitarias y de voluntariado. “Esta disposición solidaria informa de sujetos de derecho activos con voluntad de participación ciudadana”, dice el informe. “Vivimos en una sociedad donde el rol de los mayores es cobrar su jubilación, cuando la tienen, recibir atención médica y esperar la muerte”, sostuvo Ernesto Isuani, secretario de Tercera Edad y Acción Social de la Nación, que participó en la presentación del preinforme.
Del espectro consultado, el 81 por ciento respondió que recibe jubilación o pensión. La cifra fue relativizada por el secretario de Promoción Social, Daniel Figueroa: “La encuesta fue abierta, pero fue motorizada a través de los Centros de Jubilados, lo que marca una tendencia”, sostuvo. Ramón Gutman, vicepresidente para América Latina de la Federación Internacional de la Vejez dependiente de la ONU, y presente entre los panelistas, subrayó el 19 por ciento restante: “Me llama la atención que sea tan alta la cifra. En el resto de Latinoamérica existen innumerables mecanismos de cobertura y contención que evitan que casi el 20 por ciento de los mayores de 60 años quede sin ningún tipo de cobertura”.
“¿Qué diferencia hay entre una persona de 70 años que no aportó y otra que sí? ¿Por qué se los trata diferente?”, puso el dedo en la llaga un representante de una de las federaciones de jubilados presentes. Isuani sostuvo que “desde julio, todas las familias del país recibirán cobertura, hayan o no aportado”.
Quedó claro que buena parte de las críticas al sistema se concentraron en un punto de la encuesta: “¿Usted considera que sus derechos como adulto mayor son respetados?”. Con un “no” terminante respondió el 45 por ciento de los consultados, a los que se agregó otro 36 por ciento, que respondió “sólo parcialmente”. Sumando ambos, un 81 por ciento no se siente bien tratado; apenas un 19 por ciento consideró que sus derechos son respetados. “El sentimiento de vulneración de derechos –sostiene el trabajo– informa de la calidad de las instituciones, de su capacidad de integración”.
Dentro del aspecto de los derechos vulnerados, o el maltrato que las instituciones dispensan a los mayores de 60, la mayor parte de las acusaciones fueron dirigidas contra los sanatorios, hospitales y obras sociales, un rubro cotidianamente evaluado por los encuestados: el 66 porciento consideró que deberían incrementarse las acciones en defensa de sus derechos, con lo que también evidenciaron una exigencia al gobierno. Muy cerca de las instituciones de la salud, los organismos públicos recogieron el 60 por ciento de las críticas. El 55 por ciento fue dedicado a las empresas de transporte. “Queremos una rebaja en los transportes, ¿por qué no se trata de conseguir algo?”, bramó otro de los representantes.
El 58 por ciento consideró a la calle como uno de los ámbitos donde más se los maltrata. “Te paran a diez metros, lejos de la vereda, es difícil subir, y arrancan o frenan de golpe”, acusó una de las mujeres. Se refería, obviamente, a los colectivos.
De la consulta puede deducirse que la cuarta parte de la población porteña –los mayores de 60 años– es pasiva a la fuerza. El 82 por ciento se considera autosuficiente para realizar actividades cotidianas en la vía pública, pero la calle para la gente mayor es tierra de nadie: el 87 por ciento señaló a las veredas rotas por las empresas de servicios entre las cuestiones que les impide desempeñar sus actividades. Y si están obligados a permanecer dentro, el círculo al que recurren se cierra: el 68 por ciento recurre a familiares cuando necesita ayuda.

 

Las cifras del estudio

Sobre un universo de 669.245 adultos, participaron 61.300. El preinforme se establece sobre 8.323 resultados ya procesados.
El 60 por ciento participa en centros de jubilados (la tendencia es relativa porque la encuesta fue canalizada a través de los CJ)
Las sociedades de fomento parecen haber perdido su antigua función de contención: sólo concurre a ellas el 3 por ciento.
El 52 por ciento quisiera participar en actividades turísticas, y el 25 en actividades físicas.
Aunque el 50 por ciento considera que su salud es buena y el 16 muy buena, el 66 por ciento de las quejas están dedicadas a las instituciones de salud.
La gran mayoría (82 por ciento) se considera autosuficiente para realizar actividades en la calle.
Pero las veredas rotas (87 por ciento), problemas con las paradas de colectivos (50), vendedores ambulantes (45), escasa duración de los semáforos (39), estacionamiento de autos (26), ausencia de rampas (25) y la deficiente señalización (22) son los problemas que les impiden desarrollar esa autosuficiencia.
El 9 por ciento consideró que sus derechos no son respetados ni siquiera en su propia casa.

 

“Sienten indiferencia”

Ni siquiera lo piensa. “Antes el abuelo estaba en la cabecera de la mesa, ahora en la punta de la mesa está el televisor y el abuelo está acá, en un geriátrico.” Alberto Alvarez tiene una lucidez extrema y terriblemente cruda. Tiene 96 años. “Mas bien es indiferencia lo que sienten por los viejos –y sigue, avanza–, nos miran con conmiseración, parece que fuéramos los rayados de la sociedad, por la edad avanzada que tenemos”.
Dentro de un rato, Alberto estará jugando en ronda con otros viejos. Cenará y se irá a dormir, calentito. Hasta hace un rato, estaba en la punta de otra mesa. La cabeza gacha, algo dormido. Ahora habla, ahora que “no carburo como antes”, cuenta y enseguida habla de esos 96 años y también de cuando nació. Se acuerda bien: “Paseo Colón, cuando todavía era de tierra”. Cuando a los mayores se los miraba siempre “con respeto y con cariño aunque no fuera pariente, porque siempre nos podía enseñar algo”.
Ahora no sólo está fuera de aquel barrio. También quedó fuera de su historia. Quizá desde un domingo, en la cancha de River. “Empecé a sentirme viejo cuando dejé la cancha: no era más el lugar donde nos conocíamos todos”. Y esa vez, ese día al viejo Alberto se le ocurrió aprobar en voz alta la jugada del equipo contrario: “Casi me pegan y yo era socio vitalicio y no me pude defender, me insultaron”.
Le faltaron fuerzas tal vez para volver, pero también compartir los códigos. “Acá todos vamos a jubilarnos, ellos van a ser lo mismo que nosotros”.
–¿La gente tiene tiempo de escucharlo?
–Dicen que son historias de viejos, que hablamos de tiempos pasados. Y yo digo: pero son tiempos pasados que son presente. Y tener respeto por otra persona es pasado, presente y futuro.
–¿Tiene espacio para hablar?
–Creo que no hay espacio, pero yo razono igual que ellos. Y las ideas se combaten con ideas.
Hay una época donde las ideas ni siquiera pueden pronunciarse. “Capaz que mis hijas piensan otra cosa –dice el viejo–, pero yo nunca quise estar acá, quiero calle”. La calle es territorio abierto, para pisar por donde le venga en gana, volver a la plaza Dorrego “a jugar a las barajas con los amigos, éramos quince jubilados. Esa vida terminó para mí.” Es la vida que terminó: “Desde que estoy acá estoy muerto”.

 

“Los jóvenes nos tratan mejor”

En los últimos años –ahora tiene 80–, Francisco Abate se dedicó a cultivar semillas, preparar árboles para el campo de uno de sus tres hijos que vive en el sur. “Ahora ya no voy a sembrar plantas que necesiten dos o tres años, me pongo límites: no lo encaro, trabajo para lo que puedo estimar me queda de vida.” Es un contador retirado hace veinte años. Uno de esos hombres requerido hasta allí por empresas, asesor con emprendimientos propios. Ahora sus vicios por las probabilidades y su pensamiento previsor dan vueltas durante todo el día. En esos momentos considera la “belicosidad” liberada en la calle, entre la gente, siempre “excitada, con ansiedad”. Lo piensa cuando se sienta en una sala y espera, entre los médicos de PAMI y los centros de salud donde no encuentra “el trato adecuado para las personas como yo, con los problemas que presenta la vida a esta altura”.
Se entusiasma cuando intenta volver a pensar cómo lo verán los otros, los chicos, sus colegas más jóvenes o los adultos que hasta hace muy poco lo llamaban para consultarlo como contador. Supone que la crisis o la desocupación pueden explicar este último tiempo donde no ha recibido consultas ni pedido de análisis. En su idea de la vejez –porque hubo un momento en que pensó cómo sería ser viejo–, eran los jóvenes y no los adultos los que rechazaban a los grandes. “Me ha sorprendido, nos tratan mejor los jóvenes. Inversamente a lo que esperaba”.
Ninguna de las ideas o sus dedicadas especulaciones sobre la vida le terminaron explicando cómo sería ese día cuando amanecería viejo. “Ahora que me estoy acercando al final, lo pienso; tengo una casa grande y mis tres hijos se fueron y están casados: tuve que asimilar ese contexto de soledad, haciendo cosas: ya veo cercano el fin, lo pienso siempre”.
Ese momento a veces se vuelve extrañamente extenso. Es un espacio, como un agujero vivo y despierto que va anulando hasta las formas del programa diario. “El viaje a la casa de mis hijos, en eso pienso –dice Francisco– están tan lejos...Y a esta edad”.

 

“Te discriminan, no servís”

Pide un momento, quiere leer algo del cuaderno que acaba de sacar. “La verdadera tumba de los muertos –ahora lee–: está en el corazón de los vivos.” Ese precipicio negro, para Sombra Bria no está abierto en ningún territorio físico. Está en cada uno de los espacios de esa historia de setenta años ahora replegados. Aún trabaja, escribe, “estoy en mis cabales, no me hago pis encima, me comunico con la gente –dirá–: pero te discriman, no servís más, si no sirven los de cincuenta, menos nosotros”.
Tiene un puesto de anticuaria en una vieja galería de Almagro. Pero también trabaja más. Sobre el mostrador hay pilones de postales que parecen antiguas pero no: “Busco, busco, tengo tarjetas de Italia, de España... como viajé busco recuerdos; dónde está la Alhambra, los grandes Alcázares de Sevilla. Es mi mente, la incentivo así”. La memoria no es para ella un retorno, es un chequeo constante, obsesivo, un modo de palparse lúcida y escaparle al destierro: “Mientras la mente funcione...”, ella se siente en territorio seguro, en ese ring del que habla nombrando a Ringo Bonavena. “Le pedían que mate al otro, que lo mate, pero él dijo: hay que estar acá arriba.” Porque para Sombra su sobrevida es un ring, donde “estoy peleando para tener mi lugar, no quiero ir a la casa de mi hijo ni de otro”. Está convencida: “Cuando servís te usan, cuando pasás una edad, te mandan a un geriátrico”. Las casas para ancianos aparecen pronunciadas con demasiada asiduidad entre sus amigos, la gente conocida, como programa integrado a la moderna planificación familiar. “Los detesto... no es por el encierro... cómo te puedo explicar: es un desarraigo”.
Ese desarraigo es físico y simbólico a la vez, se reproduce en cada uno de los espacios recorridos. “Un viejo es mejor que muera, eso escuché en la radio: porque son a los que hay que pagarles la pensión con la plata de las arcas”. Sobre el mostrador, entre platos de cientos de lugares extraños, adornos distraídos, pedazos de otras historias, Sombra tiene unos cuadros. Los diseña después de las diez de la noche, cuando cierra el local. Son cuadros con flores, de pétalos secos.

 

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