Por Hilda Cabrera
Cuando una semana atrás
se anunció que el IVA sería aplicado también a la
actividad teatral, el dramaturgo Roberto Cossa estaba en Toulouse, invitado
a un encuentro de teatristas e investigadores, en cuyo transcurso un grupo
de la región de Bretagne realizó un semimontado de La nona.
A su regreso, el Gobierno había dado marcha atrás, después
de que se le recordara que por ley (la 24.800, promulgada en 1997) se
exime a la actividad teatral de todo impuesto. Se levantaron empresarios
grandes y Economía retrocedió. El IVA nos hubiera perjudicado
mucho, dice ahora Cossa, aprestándose al estreno de hoy de
su obra más reciente, Pingüinos, en el Multiteatro de Corrientes
y Talcahuano, de Carlos Rottemberg, uno de esos empresarios grandes que
reaccionaron ante el ivazo. Quizá por eso la palabra riesgo
surgió varias veces durante la entrevista con Página/12.
Es cierto que todo estreno implica un riesgo, pero en este momento, que
Cossa califica de depresivo, se multiplica. Una salida al teatro
es en sí misma un acto de vitalidad. Sin ese entusiasmo, la gente
se queda en su casa y enciende la TV. El teatro es ceremonia. Hasta no
hace mucho, el público se ponía su mejor ropa, como si fuera
a una gala. Si bien hoy acecha la depresión, un año
atrás, cuando inició su trabajo en Pingüinos, tampoco
se vivía un tiempo de maravilla. Entonces no existía ni
el texto: Un productor español me propuso hacer una obra
con tres jóvenes españoles, algo que está en camino,
pero se demoró. Podía hacer algo semejante acá, con
intérpretes nuestros. Elegí a Daniel Marcove (dirección)
y él a su vez, a Valentina Bassi. Los dos se decidieron por Claudio
Da Passano y después apareció Pablo Rago. Necesitaba un
equipo que aceptara el riesgo, porque eso de ponerse a jugar al teatro
sin saber qué va a resultar es cosa de locos. Pero estos chicos,
más allá de ser figuras en la TV, aman el teatro.
Fue así que el autor de Gris de ausencia, Ya nadie recuerda a Frederic
Chopin, Yepeto, De pies y manos y de otras importantes piezas y guiones
para cine y TV finalizó Pingüinos en febrero de este año,
tras una labor experimental con los intérpretes, el director, el
músico Jorge Valcárcel, la coreógrafa Silvia Vladimisky,
el escenógrafo Alberto Negrín y Leandra Rodríguez
en las luces.
¿A qué se debe el título?
Apareció como metáfora. Los jóvenes tienen
algo de víctimas, como los pingüinos empetrolados. Tienen
esa misma cosa de andar juntos en una sociedad hostil. La tecnología
avanza, pero a ellos les cuesta sobrevivir.
O sea que el tema son los jóvenes...
A mí no me gusta decir los jóvenes, no me gusta generalizar.
Creo que hay jóvenes como los de esta obra, pero no que todos sean
así. Hay jóvenes que pasan hambre, otros que están
en la droga, o pertenecen a familias acomodadas y no les importa nadie
más que ellos. Están los hijos de desaparecidos... Es tan
peligroso generalizar como decir que son individualistas. En ellos, como
en los mayores, hoy influye mucho la desesperanza.
¿También el corte entre generaciones?
Esta es una obra sobre el enfrentamiento entre jóvenes y
adultos. Sobre el rechazo. Los actores interpretan a veces a padres, patrones,
jueces...
¿Qué opina sobre la relación de los autores
jóvenes con la realidad social?
Leo muchas obras, y por supuesto también las de los más
jóvenes. Creo que éstos no sienten, como los de mi generación,
la responsabilidad de tener que pintar la realidad. Nosotros lo vivíamos
como una exigencia. El teatro debía ser testimonio.
¿Cree que hoy eso resulta una exageración?
No, porque el teatro no tiene por qué ser visto como un arte
dicotómico. Es como la vida. Hay muchas maneras de contarlo. A
los autores hay que pedirles talento y oficio. Después, que se
expresen como quieran. No hay una sola estética ni una única
ideología teatral.
¿Por qué se hace tanto teatro, si falta público?
Quizá porque con el teatro los argentinos reemplazamos al
psicoanálisis. Sé que no es un valor para todo el mundo,
que hay otros proyectos de vida, pero cuando veo a esos actores que a
pesar de los fracasos siguen haciendo teatro y son felices, pienso que
el teatro es mágico. Como en otros ámbitos, hay celos y
traiciones, pero también un mundo que se quiere compartir. Soy
agnóstico, pero vivo el teatro como salvación, como un templo.
Uno está allí, y se siente bien. Puede formar una pequeña
comunidad, sobre todo cuando la base no es ganar dinero que me interesa,
como a todos sino recrear el oficio y tener capacidad de riesgo.
Se lo ve muy activo, participando de talleres y encuentros...
Estuve en Toulouse, donde grupos universitarios franceses presentaron
obras mías, y acá participo siempre que puedo con las entidades
de derechos humanos. Las Madres saben que cuando me llaman digo que sí.
En Teatro x la Identidad (ciclo de apoyo a las Abuelas) no estuve en la
organización, pero cedimos las dos salas del Teatro del Pueblo
(cuya dirección artística está a cargo de SOMI, entidad
que preside Cossa), donde estamos preparando un homenaje a Teatro Abierto.
Vamos a presentar dos obras de Carlos Somigliana: El nuevo mundo, de 1981,
y otra que no se estrenó nunca, con el Marqués de Sade como
personaje. Las voy a unir en un solo espectáculo. Además
se va a estrenar la versión musical de La nona, hecha por Eduardo
Rovner y Ernesto Acher (en el Alvear). Tiene canciones muy divertidas.
La Nona es un personaje que se relaciona con lo esencial del ser humano,
como esa cosa de comer con voracidad, de destruir.
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