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SASA GEDEON LE DEVUELVE BRILLO AL CINE DE LA REPUBLICA CHECA
A veces un idiota puede cambiar todo

El film toma un personaje supuestamente inexpresivo para delinear una historia de transformación pueblerina. Algo similar sucede en �La nodriza�, de Marco Bellocchio, en que una campesina analfabeta va ganando lugares en una mansión burguesa, en una alegoría de los cambios que se viven en el exterior.
Pavel Liska es Frantisek, un hombre perdido con un pasado que incluye terapias de electroshock. Su actitud aparentemente contemplativa modificará para siempre la vida de todo un pueblo.


Por Horacio Bernades

“No tuve ninguna. Hasta ahora”, responde Frantisek cuando le preguntan sobre su experiencia en materia de mujeres. Virgen de todo, con aspecto de funámbulo, de rasgos desiguales, palabra escasa, mirada huidiza y, se supone, poco seso, Frantisek llega, valijita en mano, de vuelta a casa. A una pensión, en verdad, porque casa no le queda, o tal vez no haya tenido nunca. De dónde viene o adónde va, no se sabe muy bien. Apenas que es huérfano y estuvo internado, sometido a una terapia de electroshocks que parece haber dejado sus secuelas. Cuando algo lo hace sufrir, un chorrito de sangre le baja de la nariz. Se lo diría pasivo de toda pasividad, si no fuera porque lo observa todo. Y parece entenderlo todo a la primera impresión. Si no fuera, también, porque él será el catalizador de todo aquello que, en esa ciudad del interior, parece dormido. O enterrado, bajo densas capas de traiciones y ocultamientos.
Frantisek –o, para decirlo de una vez, el idiota– es uno de los personajes más secretamente vivos que se hayan visto en cine últimamente. Imaginado por el joven realizador y guionista Sasa Gedeon a partir de aquel príncipe Mishkin de Dostoievsky, todo en Navrat Idiota gira alrededor de él. El regreso del idiota es el título original de este film que volvió a colocar en el tapete al cine checo tras largos años de oscuridad. El año pasado estuvo en competencia en el Buenos Aires Festival de Cine Independiente y se llevó los premios al Mejor Guión y la Mejor Actriz, compartido este último entre las dos coprotagonistas. “El médico me decía que tengo que dejar de evitar la vida”, dice Frantisek, que cada tanto no puede evitar recordar, o soñar, su paso por el psiquiátrico, las ataduras a la cama, el mordillo entre los dientes y la electricidad sacudiéndolo. Las primeras imágenes lo muestran a bordo de un tren, asomado a través de la ventanilla, mirando. Poco más hará a lo largo del film, y eso solo le bastará, sin que jamás se lo proponga, para desbaratar la red de engaños que se teje allá en el pueblo.
Engaños familiares, amorosos sobre todo, bajo la plácida quietud pueblerina y entre las cuatro paredes de esa casa en la que viven unos parientes lejanos, y que son lo más parecido a una familia que le queda a Frantisek. Lo más parecido a lo siniestro, diría Freud. Destinado a la casualidad, en el mismo tren de Frantisek viaja la bella Anna. Que, aunque él todavía no lo sepa, va a casarse con su primo Emil. A quien Frantisek descubre, ni bien llegado, con Olga. Que es la hermana menor de Anna. Quien, a su vez, viene de estar con su cuñado. Y todo entre Navidad y Año Nuevo, cuando el hielo cubre la ciudad, el pueblo se reúne para esperar el futuro y la mesa hogareña es presidida por una madre terrible que parece adivinarlo todo, siempre y cuando esto sea lo peor. Enclavado en una bonhomía pueblerina que es sólo aparente, con una engañosa melodía de cajita de música como fondo (pero esas notas están percudidas por la melancolía), como su protagonista, Gedeon traspasa las apariencias sin que se note demasiado. Gedeon encuentra una República Checa que parece congelada en algún punto entre los años ‘50 y ‘60, con bailes en el club social, kitsch pueblerino, orquestas de barrio tocando (mal) viejos éxitos del repertorio internacional, animadores relamidos y deprimentes números musicales en el televisor. Música de fondo para la danza de engaños familiares que la sola presencia virginal del idiota terminará por desbaratar. Todo parece quedar entre las cuatro paredes familiares. O dentro de los límites del pueblo, como máximo. Sin embargo, Frantisek usa la palabra “régimen” para aludir al psiquiátrico checo en el que viene de estar. En ese momento, este film en apariencia intimista se vuelve súbitamente político, lo delicado se hace feroz y todo adquiere una larvada, corroída densidad.

PUNTOS

 


 

“15 MINUTOS”, UN IRREGULAR FILM DE JOHN HERZFELD
No lo salva ni el bombero

Por Martín Pérez

De un lado hay un policía y un bombero. El policía es famoso, y su popularidad le ayuda a hacer su trabajo. El bombero no es famoso, y se vanagloria de ello porque dice que lo único que quiere es hacer bien su trabajo. Ellos son los buenos de la película. El policía es interpretado por Robert De Niro, otra vez en el disfrutable papel de hacer de sí mismo. O al menos de ese tradicional De Niro que desde hace tres décadas ocupa la pantalla grande (el film se permite burlarse de aquel “Are you talking to me?” de Taxi driver, haciendo que De Niro practique ante un espejo cómo declararse ante su prometida). Mientras que el bombero –un inexplicable bombero/policía– está a cargo de Edward Burns, un exitoso y joven guionista y director de comedias románticas como Ella es, que aquí terminará cargando con la mayor parte de la acción de un film que también tiene una pareja de malos. Y muy malos.
Ellos son Emil y Oleg, dos europeos del Este de muy mala traza, llegados a Nueva York para hacerse la América. Uno ama el cine de Frank Capra, el otro sostiene muy suelto de cuerpo que no llegó a Estados Unidos precisamente para ponerse a trabajar. Puestos en acción, los perversos e ingenuos –aunque no tanto– Emil y Oleg se dan cuenta de que el clásico sueño estadounidense del que hablaba el cine clásico de Hollywood sufrió algunos cambios. “Amo Norteamérica”, dice Oleg luego de mirar un show estilo Mauro Viale en la televisión de su hotel. “Aquí nadie es responsable de lo que hace.” Y entonces es cuando él y su socio idean cómo hacerse ricos sin tener que trabajar: serán asesinos televisados, y se harán famosos vendiendo el relato de sus crímenes. Y semejante trama ubica entre los buenos y los malos a la verdadera fuente de todos los males para 15 minutos, que es la TV.
Comedia negra que también funciona como film de acción, pero que también pone sus fichitas en el romance y que termina queriendo presentar un vibrante alegato moral a la hora de su epílogo, 15 minutos es otro ejemplo del Hollywood que pretende ser de todos para terminar siendo de nadie. Producto antes que film, 15 minutos echa mano a varios golpes de efecto para avivar el fuego de una trama que, hacia la segunda mitad, termina delatándose como misógina, populista y hadadiana (sí, de Hadad), a pesar de su cacareada crítica a los medios masivos. Cada vez menos entretenida ante la sucesión de escenas inverosímiles, que saltan de la ironía a pedir la emoción más directa por parte del espectador, al punto de terminar al borde del ridículo. Y que ni siquiera tiene la coartada de querer explicar que, ante tal estado de cosas en la dictadura de celebridad del warholiano Estados Unidos actual, semejante realidad puede enloquecer –o enseñar didácticamente– al inmigrante más incauto. Porque Emil y Oleg ya eran malos desde mucho antes de pisar tierra estadounidense. O de pararse ante una cámara.

PUNTOS

 


 

“ENEMIGO AL ACECHO”, DE J. J. ANNAUD
Guerra soporífera

Por L. M.

Presentada en la apertura del Festival de Berlín en febrero pasado como un ejemplo de gran superproducción europea –fue rodada en los estudios Babelsberg, con un equipo técnico y artístico integrado por franceses, alemanes y británicos–, Enemigo al acecho tiene como escenario la legendaria batalla de Stalingrado, en 1942, que fue el comienzo del fin para el entonces imbatible ejército nazi. Impunemente, el director francés Jean-Jacques Annaud –que venía de perpetrar aquí en Argentina otro elefante blanco, Siete años en el Tibet, protagonizado por Brad Pitt– decide emular en el comienzo de su film la espectacular media hora inicial de Rescatando al soldado Ryan. Si allí se trataba de tomar la playa de Normandía, aquí el espectador se ve sumergido en el terrible cruce del Volga, junto a las diezmadas tropas rusas, recibidas a sangre y fuego por la metralla y los bombardeos alemanes.
En ese caos se destaca un soldado llamado Vasily Zaitsev (Jude Law), que prueba ser un magnífico tirador, al punto que el alto mando le asigna la difícil posición de francotirador de vanguardia. Más aún, un comisario político (Joseph Fiennes) hace de Vasily el héroe que el pueblo ruso estaba necesitando, lo que lleva a los nazis a intentar eliminarlo a toda costa, apelando a los servicios del Mayor Konig (Ed Harris), un francotirador tanto o más eficaz que el propio Vasily.
Ese duelo a muerte entre el alemán y el ruso Zaitsev (que existió realmente y alcanzó en verdad el status de héroe) ocupa los mejores tramos de un film que, por momentos, tiene la pesadez de las viejas películas bélicas producidas por el más anquilosado cine soviético. Eso cuando Annaud no está distraído contando un melodrama romántico entre Zaitsev y una enfermera rusa (Rachel Weisz), también codiciada por el comisario político, o cuando Bob Hoskins no hace su show unipersonal imitando tan burdamente a Nikita Kruschev que hasta John Fitzgerald Kennedy se debe haber revuelto en su tumba.

PUNTOS

 


 

La locura latente que anida en la normalidad

Por Luciano Monteagudo

El solo hecho de que La nodriza sea el primer film de Marco Bellocchio que llega a la cartelera de Buenos Aires en más de diez años ya bastaría para considerar a esta nueva película del director de El diablo en el cuerpo y Salto al vacío como un acontecimiento en sí mismo. Y el reencuentro con este gran cineasta italiano, contemporáneo de Bertolucci (y quizás opacado por su figura), no podría haber sido mejor, por la riqueza de lecturas y el callado virtuosismo de la puesta en escena que propone esta adaptación de un relato de Luigi Pirandello.
Comienzos del siglo XX en Italia. En un lujoso palazzo romano, unas mujeres de negro bordan, rezan y ayudan al parto de Vittoria (Valeria Bruni-Tedeschi), la esposa del profesor Mori (Fabrizio Ventivoglio), un prestigioso médico dedicado al incipiente estudio de la locura. Afuera de esa casa oscura, siempre en sombras, se escuchan disparos y gritos de libertad, se agita una realidad convulsa. El profesor Mori atraviesa ambos espacios como un espectro, como una suerte de testigo ausente. Se siente expulsado de ese ininteligible universo femenino y no alcanza a comprender qué sucede en las calles. Está demasiado absorto en el abismo que alcanza a entrever en sus pacientes, un abismo que le ayuda a negar la neurosis de la propia Vittoria, que se resiste a amamantar a su hijo o siquiera a tenerlo en brazos.
La llegada como nodriza de Annetta (la debutante Maya Sansa), una campesina analfabeta, provoca una silenciosa catarsis en la familia Mori. Vittoria, cada vez más pálida, como un fantasma de quien apenas se percibe su silueta o tan sólo sus pasos (es soberbio el uso del fuera de campo en el film de Bellocchio) va dejando progresivamente su lugar en la casa a Annetta. A su vez, Annetta decide aprender a leer y escribir y descubre –de la mano del siempre abstraído profesor Mori– la sensualidad de la escritura, el inesperado placer de encadenar una palabra tras otra.
A la manera de un cine italiano que ya se creía perdido, Bellocchio articula un discurso en el que se van enhebrando distintos niveles de análisis: psicológico, político, social. La locura latente que se anida en la normalidad ha sido siempre una constante en el cine de Bellocchio y aquí encuentra una vez más una magnífica expresión, con esos planos secuencia que van describiendo la crisis de sustitución que atraviesa el palazzo Mori. Esa sustitución es también política y social, con la clase trabajadora y el campesinado ocupando espacios antes exclusivos de la gran burguesía, como sucede no sólo en el interior de la familia Mori sino también en una piazza abierta, en la que una manifestación presidida por banderas escarlata se enfrenta a una guardia de a caballo, una secuencia brillante, que en manos de Bellocchio alcanza el vuelo de una coreografía. Esta meditada concepción teórica no le impide a Bellocchio trabajar también con la emoción, como cuando el profesor Mori se anima a tomar a su hijo en brazos y, a sugerencia de Annetta, le canta una canción, un aria de I plagliacci, que él convierte en un susurro, en un inesperado arrullo.

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