Por Horacio Bernades
No tuve ninguna. Hasta
ahora, responde Frantisek cuando le preguntan sobre su experiencia
en materia de mujeres. Virgen de todo, con aspecto de funámbulo,
de rasgos desiguales, palabra escasa, mirada huidiza y, se supone, poco
seso, Frantisek llega, valijita en mano, de vuelta a casa. A una pensión,
en verdad, porque casa no le queda, o tal vez no haya tenido nunca. De
dónde viene o adónde va, no se sabe muy bien. Apenas que
es huérfano y estuvo internado, sometido a una terapia de electroshocks
que parece haber dejado sus secuelas. Cuando algo lo hace sufrir, un chorrito
de sangre le baja de la nariz. Se lo diría pasivo de toda pasividad,
si no fuera porque lo observa todo. Y parece entenderlo todo a la primera
impresión. Si no fuera, también, porque él será
el catalizador de todo aquello que, en esa ciudad del interior, parece
dormido. O enterrado, bajo densas capas de traiciones y ocultamientos.
Frantisek o, para decirlo de una vez, el idiota es uno de
los personajes más secretamente vivos que se hayan visto en cine
últimamente. Imaginado por el joven realizador y guionista Sasa
Gedeon a partir de aquel príncipe Mishkin de Dostoievsky, todo
en Navrat Idiota gira alrededor de él. El regreso del idiota es
el título original de este film que volvió a colocar en
el tapete al cine checo tras largos años de oscuridad. El año
pasado estuvo en competencia en el Buenos Aires Festival de Cine Independiente
y se llevó los premios al Mejor Guión y la Mejor Actriz,
compartido este último entre las dos coprotagonistas. El
médico me decía que tengo que dejar de evitar la vida,
dice Frantisek, que cada tanto no puede evitar recordar, o soñar,
su paso por el psiquiátrico, las ataduras a la cama, el mordillo
entre los dientes y la electricidad sacudiéndolo. Las primeras
imágenes lo muestran a bordo de un tren, asomado a través
de la ventanilla, mirando. Poco más hará a lo largo del
film, y eso solo le bastará, sin que jamás se lo proponga,
para desbaratar la red de engaños que se teje allá en el
pueblo.
Engaños familiares, amorosos sobre todo, bajo la plácida
quietud pueblerina y entre las cuatro paredes de esa casa en la que viven
unos parientes lejanos, y que son lo más parecido a una familia
que le queda a Frantisek. Lo más parecido a lo siniestro, diría
Freud. Destinado a la casualidad, en el mismo tren de Frantisek viaja
la bella Anna. Que, aunque él todavía no lo sepa, va a casarse
con su primo Emil. A quien Frantisek descubre, ni bien llegado, con Olga.
Que es la hermana menor de Anna. Quien, a su vez, viene de estar con su
cuñado. Y todo entre Navidad y Año Nuevo, cuando el hielo
cubre la ciudad, el pueblo se reúne para esperar el futuro y la
mesa hogareña es presidida por una madre terrible que parece adivinarlo
todo, siempre y cuando esto sea lo peor. Enclavado en una bonhomía
pueblerina que es sólo aparente, con una engañosa melodía
de cajita de música como fondo (pero esas notas están percudidas
por la melancolía), como su protagonista, Gedeon traspasa las apariencias
sin que se note demasiado. Gedeon encuentra una República Checa
que parece congelada en algún punto entre los años 50
y 60, con bailes en el club social, kitsch pueblerino, orquestas
de barrio tocando (mal) viejos éxitos del repertorio internacional,
animadores relamidos y deprimentes números musicales en el televisor.
Música de fondo para la danza de engaños familiares que
la sola presencia virginal del idiota terminará por desbaratar.
Todo parece quedar entre las cuatro paredes familiares. O dentro de los
límites del pueblo, como máximo. Sin embargo, Frantisek
usa la palabra régimen para aludir al psiquiátrico
checo en el que viene de estar. En ese momento, este film en apariencia
intimista se vuelve súbitamente político, lo delicado se
hace feroz y todo adquiere una larvada, corroída densidad.
PUNTOS
15
MINUTOS, UN IRREGULAR FILM DE JOHN HERZFELD
No lo salva ni el bombero
Por
Martín Pérez
De un lado hay
un policía y un bombero. El policía es famoso, y su popularidad
le ayuda a hacer su trabajo. El bombero no es famoso, y se vanagloria
de ello porque dice que lo único que quiere es hacer bien su trabajo.
Ellos son los buenos de la película. El policía es interpretado
por Robert De Niro, otra vez en el disfrutable papel de hacer de sí
mismo. O al menos de ese tradicional De Niro que desde hace tres décadas
ocupa la pantalla grande (el film se permite burlarse de aquel Are
you talking to me? de Taxi driver, haciendo que De Niro practique
ante un espejo cómo declararse ante su prometida). Mientras que
el bombero un inexplicable bombero/policía está
a cargo de Edward Burns, un exitoso y joven guionista y director de comedias
románticas como Ella es, que aquí terminará cargando
con la mayor parte de la acción de un film que también tiene
una pareja de malos. Y muy malos.
Ellos son Emil y Oleg, dos europeos del Este de muy mala traza, llegados
a Nueva York para hacerse la América. Uno ama el cine de Frank
Capra, el otro sostiene muy suelto de cuerpo que no llegó a Estados
Unidos precisamente para ponerse a trabajar. Puestos en acción,
los perversos e ingenuos aunque no tanto Emil y Oleg se dan
cuenta de que el clásico sueño estadounidense del que hablaba
el cine clásico de Hollywood sufrió algunos cambios. Amo
Norteamérica, dice Oleg luego de mirar un show estilo Mauro
Viale en la televisión de su hotel. Aquí nadie es
responsable de lo que hace. Y entonces es cuando él y su
socio idean cómo hacerse ricos sin tener que trabajar: serán
asesinos televisados, y se harán famosos vendiendo el relato de
sus crímenes. Y semejante trama ubica entre los buenos y los malos
a la verdadera fuente de todos los males para 15 minutos, que es la TV.
Comedia negra que también funciona como film de acción,
pero que también pone sus fichitas en el romance y que termina
queriendo presentar un vibrante alegato moral a la hora de su epílogo,
15 minutos es otro ejemplo del Hollywood que pretende ser de todos para
terminar siendo de nadie. Producto antes que film, 15 minutos echa mano
a varios golpes de efecto para avivar el fuego de una trama que, hacia
la segunda mitad, termina delatándose como misógina, populista
y hadadiana (sí, de Hadad), a pesar de su cacareada crítica
a los medios masivos. Cada vez menos entretenida ante la sucesión
de escenas inverosímiles, que saltan de la ironía a pedir
la emoción más directa por parte del espectador, al punto
de terminar al borde del ridículo. Y que ni siquiera tiene la coartada
de querer explicar que, ante tal estado de cosas en la dictadura de celebridad
del warholiano Estados Unidos actual, semejante realidad puede enloquecer
o enseñar didácticamente al inmigrante más
incauto. Porque Emil y Oleg ya eran malos desde mucho antes de pisar tierra
estadounidense. O de pararse ante una cámara.
PUNTOS
ENEMIGO
AL ACECHO, DE J. J. ANNAUD
Guerra soporífera
Por L. M.
Presentada en la apertura del
Festival de Berlín en febrero pasado como un ejemplo de gran superproducción
europea fue rodada en los estudios Babelsberg, con un equipo técnico
y artístico integrado por franceses, alemanes y británicos,
Enemigo al acecho tiene como escenario la legendaria batalla de Stalingrado,
en 1942, que fue el comienzo del fin para el entonces imbatible ejército
nazi. Impunemente, el director francés Jean-Jacques Annaud que
venía de perpetrar aquí en Argentina otro elefante blanco,
Siete años en el Tibet, protagonizado por Brad Pitt decide
emular en el comienzo de su film la espectacular media hora inicial de
Rescatando al soldado Ryan. Si allí se trataba de tomar la playa
de Normandía, aquí el espectador se ve sumergido en el terrible
cruce del Volga, junto a las diezmadas tropas rusas, recibidas a sangre
y fuego por la metralla y los bombardeos alemanes.
En ese caos se destaca un soldado llamado Vasily Zaitsev (Jude Law), que
prueba ser un magnífico tirador, al punto que el alto mando le
asigna la difícil posición de francotirador de vanguardia.
Más aún, un comisario político (Joseph Fiennes) hace
de Vasily el héroe que el pueblo ruso estaba necesitando, lo que
lleva a los nazis a intentar eliminarlo a toda costa, apelando a los servicios
del Mayor Konig (Ed Harris), un francotirador tanto o más eficaz
que el propio Vasily.
Ese duelo a muerte entre el alemán y el ruso Zaitsev (que existió
realmente y alcanzó en verdad el status de héroe) ocupa
los mejores tramos de un film que, por momentos, tiene la pesadez de las
viejas películas bélicas producidas por el más anquilosado
cine soviético. Eso cuando Annaud no está distraído
contando un melodrama romántico entre Zaitsev y una enfermera rusa
(Rachel Weisz), también codiciada por el comisario político,
o cuando Bob Hoskins no hace su show unipersonal imitando tan burdamente
a Nikita Kruschev que hasta John Fitzgerald Kennedy se debe haber revuelto
en su tumba.
PUNTOS
La
locura latente que anida en la normalidad
Por
Luciano Monteagudo
El solo hecho de
que La nodriza sea el primer film de Marco Bellocchio que llega a la cartelera
de Buenos Aires en más de diez años ya bastaría para
considerar a esta nueva película del director de El diablo en el
cuerpo y Salto al vacío como un acontecimiento en sí mismo.
Y el reencuentro con este gran cineasta italiano, contemporáneo
de Bertolucci (y quizás opacado por su figura), no podría
haber sido mejor, por la riqueza de lecturas y el callado virtuosismo
de la puesta en escena que propone esta adaptación de un relato
de Luigi Pirandello.
Comienzos del siglo XX en Italia. En un lujoso palazzo romano, unas mujeres
de negro bordan, rezan y ayudan al parto de Vittoria (Valeria Bruni-Tedeschi),
la esposa del profesor Mori (Fabrizio Ventivoglio), un prestigioso médico
dedicado al incipiente estudio de la locura. Afuera de esa casa oscura,
siempre en sombras, se escuchan disparos y gritos de libertad, se agita
una realidad convulsa. El profesor Mori atraviesa ambos espacios como
un espectro, como una suerte de testigo ausente. Se siente expulsado de
ese ininteligible universo femenino y no alcanza a comprender qué
sucede en las calles. Está demasiado absorto en el abismo que alcanza
a entrever en sus pacientes, un abismo que le ayuda a negar la neurosis
de la propia Vittoria, que se resiste a amamantar a su hijo o siquiera
a tenerlo en brazos.
La llegada como nodriza de Annetta (la debutante Maya Sansa), una campesina
analfabeta, provoca una silenciosa catarsis en la familia Mori. Vittoria,
cada vez más pálida, como un fantasma de quien apenas se
percibe su silueta o tan sólo sus pasos (es soberbio el uso del
fuera de campo en el film de Bellocchio) va dejando progresivamente su
lugar en la casa a Annetta. A su vez, Annetta decide aprender a leer y
escribir y descubre de la mano del siempre abstraído profesor
Mori la sensualidad de la escritura, el inesperado placer de encadenar
una palabra tras otra.
A la manera de un cine italiano que ya se creía perdido, Bellocchio
articula un discurso en el que se van enhebrando distintos niveles de
análisis: psicológico, político, social. La locura
latente que se anida en la normalidad ha sido siempre una constante en
el cine de Bellocchio y aquí encuentra una vez más una magnífica
expresión, con esos planos secuencia que van describiendo la crisis
de sustitución que atraviesa el palazzo Mori. Esa sustitución
es también política y social, con la clase trabajadora y
el campesinado ocupando espacios antes exclusivos de la gran burguesía,
como sucede no sólo en el interior de la familia Mori sino también
en una piazza abierta, en la que una manifestación presidida por
banderas escarlata se enfrenta a una guardia de a caballo, una secuencia
brillante, que en manos de Bellocchio alcanza el vuelo de una coreografía.
Esta meditada concepción teórica no le impide a Bellocchio
trabajar también con la emoción, como cuando el profesor
Mori se anima a tomar a su hijo en brazos y, a sugerencia de Annetta,
le canta una canción, un aria de I plagliacci, que él convierte
en un susurro, en un inesperado arrullo.
PUNTOS
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