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HACE HOY VEINTE AÑOS MURIO EN MIAMI BOB MARLEY, HEROE DEL REGGAE
El guía espiritual de una nación sin fronteras

Prócer de Jamaica, fue uno de los músicos más influyentes del siglo XX. El reggae ya existía, pero fue su obra la que lo convirtió en un lenguaje sin fronteras. Amaba el fútbol y la marihuana y es hasta hoy la única súper estrella de la historia del rock o del pop nacida en el Tercer Mundo.

Por Fernando D’Addario

Muchas cosas se discuten en el ya trajinado mundo del rock. Bob Marley no. El recuerdo de su figura sirve para alumbrar a rockeros viejos, jóvenes, fumones, místicos, chantas, rastas, chetos, marginales, alternativos, cumbieros, punkies y chabones. A cada cual, según su necesidad. Su campo de influencia es tan amplio que resultaría ingenuo atribuirlo en exclusividad a su maestría artística. Debe haber algo de prócer, algo de dios, algo de guerrillero, algo de lumpen, algo de liviandad y mucho de leyenda en ese hombre que consiguió un milagro basado en la fe: sus canciones son, al mismo tiempo y sin que medien contradicciones, símbolos de dolor y de felicidad.
Conviene empezar con el dolor, idea no inherente en este caso a la tiranía de la efeméride (hoy se cumplen veinte años de su muerte, pero, se sabe, Marley, como el Che, como Luca, vive, not dead), sino más bien, consustancial al reggae. Debe decirse que en Jamaica, la isla más propicia para la postal paradisíaca, el 90 % de la población es negra, pero los gobernantes, que fluctúan de izquierda a derecha en el arco ideológico, siempre son blancos. En ese paraíso aparente, donde un pasado colonial inglés dejó huellas de refinamiento y marcas de esclavismo, hay una ciudad capital llamada Kingston, que esconde en la periferia occidental, su rincón menos turístico, una barriada bautizada Trenchtown. Su recorrido permite dibujar la contrapostal jamaiquina. En una de sus chozas más pobres, rodeado de pandilleros, con una madre africana sin trabajo y el recuerdo de un padre (un capitán inglés) que un día se fue y no volvió más, Marley rediseñó su destino previsible sin adivinar que la vida lo convertiría en la primera estrella pop del tercer mundo.
Debe decirse, también, que la mitificación de Jamaica es un fenómeno ajeno a la naturaleza del rastafarismo, el soporte intelectual del reggae. Sus cultores, desde Marcus Garvey (profeta rasta) hasta el argentino Fidel Nadal, incluyen las iniquidades cometidas históricamente en esa isla dentro de un espacio virtual que ellos llaman “Babylon” –el mundo occidental, blanco–, en oposición a una zona de beatitud espiritual que imaginan en Africa, la madre patria. Marley, ciudadano del mundo por obra y gracia del éxito, buscó siempre su centro vital en esa Africa mítica, donde los negros repararían, en un ilusorio camino de retorno, siglos de humillaciones. Desde el momento en que pudo exportar su fe, Marley desplegó en sus conciertos la bandera de Etiopía (roja, amarilla y verde) y un retrato de Haile Selassie, el emperador negro beneficiado con profecías redentoras que desconocía y que, en definitiva, le permitieron quedar en la historia. Mientras tanto, y en otro plano menos abstracto, el mundo pop bebía de ese ritmo hipnótico y cadencioso, que reconocía orígenes estilísticos en el ska y el calipso. Eric Clapton popularizó la canción “I shot the sheriff” y propició de ese modo un conocimiento más profundo de Marley. The Clash y The Police, a su turno, le agregaron al reggae adrenalina urbana primermundista.
Marley ya había editado algunos de sus mejores discos (Catch a fire, Burnin, Natty dread) y ya había denunciado las atrocidades del sistema cuando, en 1976, lo acusaron de colaborar con el gobierno socialdemócrata de la isla. Es que el candidato Michael Manley había usado para su campaña “Smile Jamaica”, una canción digna de recorrer ese territorio de ambigüedad dialéctica que Marley manejaba como pocos. Su sincretismo teológico le abría caminos para llegar a ateos y religiosos, punks y pacifistas, a favor de una extraña alquimia de musicalidad sedante y nitroglicerina poética. Pero los adversarios políticos de Manley no adhirieron a esa lógica: Marley sufrió un atentado y después de eso decidió mudarse a Miami durante unos meses. Dos años después, su autoridad moral y musical logró elevar su figura por sobre las minucias electoralistas: fue la figura central del festival “One love”, enKingston, donde bendijo con su música el saludo de los dos enconados adversarios políticos.
Poco después, se enteraría de su enfermedad. El tratamiento para atenuar el avance de un tumor maligno debilitó su entereza física, al tiempo que su carrera artística se fortalecía con giras, discos de platino y un prestigio que se globalizaría tan rápido como el humo de marihuana. Murió un 11 de mayo de 1981 en una clínica de Miami, y dicen que su entierro en Nine Miles (donde había nacido), digno de un semidiós griego o de una estrella pop tercermundista, todavía hoy pone la piel de gallina a quienes lo presenciaron. No se veía ni el principio ni el fin de la fila de fieles que subían la montaña en peregrinación mística, en busca de la tumba sagrada. Esos montes, donde la hierba buena crece naturalmente, indiferente a las presiones diplomáticas de los Estados Unidos (cada tanto se organizan quemas de plantas de cannabis, pero, fruto de la naturaleza, vuelven a crecer), son una suerte de geografía de la historia: en el siglo XVII, el avance irresistible de la armada de Cromwell asustó a los españoles, que dejaron libres a miles de esclavos africanos, quienes huyeron a los montes y allí quedaron, modelando su nuevo mundo, con costumbres que mucho tiempo más tarde adoptarían los rastafaris.
Resulta difícil enganchar esta historia de misticismo con la bandera de Marley colgada en la popular de River o con los coqueteos de reggae light que ensayó en su momento Diego Torres. Tal vez puedan reconocerse estas asimilaciones tan heterogéneas en aquella dualidad “dolor-felicidad” que el mismo Marley supo fomentar. O acaso el vínculo unificador esa la marihuana, humito dulzón que es capaz de igualar a barrabravas de Chacarita con turistas de Montego Bay. Marley, en estos caso, no sería más que un código de complicidad, un dealer inconsulto. Alejado, eso sí, de las sagradas escrituras del rastafarismo, que le confieren al cannabis un carácter sacramental, en tanto era, según la Biblia, la planta que cultivaba el rey Salomón en sus jardines.
Apetencias más terrenales guían hoy a su familia, al sello discográfico Island y al gobierno jamaiquino. Gracias a Marley, en las últimas dos décadas se duplicó el turismo en la isla, un paraíso caribeño reloco para los turistas que bailan reggae pasteurizado, bien lejos de Trenchtown. Los afiches dicen: “Visite Jamaica, la tierra de Bob Marley”. Muestras itinerantes llevan la cáscara del universo de Marley a los lugares más remotos del planeta (hace cinco años llegó a Buenos Aires, más precisamente al Palais de Glace, en la Recoleta). Su casa en Kingston, hermosa y sencilla, ajena a la opulencia y el mal gusto de otras estrellas de rock, es ahora una casa-museo. La familia sigue peleándose por su herencia, unos 30 millones de dólares difíciles de repartir (dicen que tuvo más de veinte hijos, pero solo reconoció once, de ocho mujeres distintas). La compañía Island exhuma, con prudencia estratégica, las joyas de la abuela. Hay quienes aseguran que Marley dejó en sus archivos material como para editar diez discos más. De aquí al 2002 toda su discografía será relanzada en ediciones de lujo. Ya salió el soberbio Catch a fire en un doble CD que incluye las primitivas versiones jamaiquinas luego re-producidas por Chris Blackwell. Y el lunes próximo se publicará la recopilación One love-The very best of Bob Marley & The Wailers, que seducirá a los fans por la inclusión de una canción inédita bautizada “I know a place”. En Nine Miles, se organiza un tour con destino final en los escombros de la casa donde Bob nació y vivió hasta los seis meses. Los turistas más curiosos quieren conocer también los secretos de Trenchtown, pero un par de pedradas lanzadas desde la villa son suficientes para convencerlos de que, en definitiva, “Concrete jungle” se puede disfrutar mejor desde la comodidad del hotel.
En la Argentina también hay mil maneras de adorar a Marley. Una de ellas, sencilla, no exige diploma de rastafarismo aprobado. La elección de tiempo y lugar es libre: una jornada de trabajo, un asado con amigos, un viaje por la jungla de cemento porteña. En cualquier situación ocircunstancia, escuchar una canción de Marley (los aditamentos corren por cuenta y cargo de la conciencia individual) hace la vida mucho más soportable.

 

Las palabras del profeta
“Cuando veo a los blancos tocar reggae me digo ‘déjalos probar’... Bueno, algunos de ellos al menos han tenido éxito haciéndolo. La mayor parte del tiempo tratan de mezclar el reggae con su propia música, eso me parece adecuado. Yo, Marley, trato de hacer una música que esté cercana a la vida. Es positivo mezclar sonidos, aunque sean blancos y negros. La experiencia será buena para todo el mundo”.
“Nunca me canso de fumar ganja (marihuana), cuanto más lo hago, más medito. Los políticos nos piden que bebamos ron, nos intoxiquemos y no pensemos. Yo bebo algo de vino, jamás meto bebidas fuertes dentro del cuerpo. Algunos de mis amigos se bajan botellas enteras de whisky: prefiero fumarme un joint (porro) y ponerme a reflexionar”.
“Con el reggae yo llegué a los negros de América e Inglaterra, pero la gran mayoría del pueblo negro vive todavía en Africa, en donde aún no nos conocen. Yo sería realmente feliz si me escucharan en Africa, porque allí comprenderían mejor lo que es ser un rasta”.
“Me hace reír eso de que a veces me comparen con Mick Jagger o alguna estrella de rock. Si escucharan atentamente mi música, se darían cuenta de que el mensaje no es el mismo. A la gente satisfecha se la entretiene, pero no podés entretener a los que no tienen para comer”.

 

La leyenda comenzó en 1945
1945: Nace un 6 de febrero en St. Ann’s Parish, como Robert Nesta Marley, hijo de madre negra jamaiquina y padre inglés.
1964: A los 19 años forma The Wailin’ Wailers, junto con Peter Tosh y Bunny Wailer.
1972: El grupo firma contrato con Island, el sello del jamaiquino (blanco) Chris Blackwell.
1974: El tema de Marley “I shot the sheriff” se convierte en un éxito en Gran Bretaña y Estados Unidos grabado por Eric Clapton. El público del Primer Mundo lo descubre y comienzan a venderse a buen ritmo los discos, ya editados, Catch a fire y Burnin’.
1975: Ya no están en la banda ni Tosh ni Wailer. Se edita el disco Natty dread, para muchos el mejor de su carrera, y el que contiene “No woman no cry”.
1976: Sufre un atentado en Jamaica por cuestiones políticas y decide irse durante una larga temporada a Miami.
1978: Encabeza en Jamaica el “One love peace Concert”, donde los dos líderes políticos de la isla se le unen para cantar “One love”.
1981: Muere en Miami, víctima de cáncer.

 

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