Por Fernando DAddario
Muchas cosas se discuten en
el ya trajinado mundo del rock. Bob Marley no. El recuerdo de su figura
sirve para alumbrar a rockeros viejos, jóvenes, fumones, místicos,
chantas, rastas, chetos, marginales, alternativos, cumbieros, punkies
y chabones. A cada cual, según su necesidad. Su campo de influencia
es tan amplio que resultaría ingenuo atribuirlo en exclusividad
a su maestría artística. Debe haber algo de prócer,
algo de dios, algo de guerrillero, algo de lumpen, algo de liviandad y
mucho de leyenda en ese hombre que consiguió un milagro basado
en la fe: sus canciones son, al mismo tiempo y sin que medien contradicciones,
símbolos de dolor y de felicidad.
Conviene empezar con el dolor, idea no inherente en este caso a la tiranía
de la efeméride (hoy se cumplen veinte años de su muerte,
pero, se sabe, Marley, como el Che, como Luca, vive, not dead), sino más
bien, consustancial al reggae. Debe decirse que en Jamaica, la isla más
propicia para la postal paradisíaca, el 90 % de la población
es negra, pero los gobernantes, que fluctúan de izquierda a derecha
en el arco ideológico, siempre son blancos. En ese paraíso
aparente, donde un pasado colonial inglés dejó huellas de
refinamiento y marcas de esclavismo, hay una ciudad capital llamada Kingston,
que esconde en la periferia occidental, su rincón menos turístico,
una barriada bautizada Trenchtown. Su recorrido permite dibujar la contrapostal
jamaiquina. En una de sus chozas más pobres, rodeado de pandilleros,
con una madre africana sin trabajo y el recuerdo de un padre (un capitán
inglés) que un día se fue y no volvió más,
Marley rediseñó su destino previsible sin adivinar que la
vida lo convertiría en la primera estrella pop del tercer mundo.
Debe decirse, también, que la mitificación de Jamaica es
un fenómeno ajeno a la naturaleza del rastafarismo, el soporte
intelectual del reggae. Sus cultores, desde Marcus Garvey (profeta rasta)
hasta el argentino Fidel Nadal, incluyen las iniquidades cometidas históricamente
en esa isla dentro de un espacio virtual que ellos llaman Babylon
el mundo occidental, blanco, en oposición a una zona
de beatitud espiritual que imaginan en Africa, la madre patria. Marley,
ciudadano del mundo por obra y gracia del éxito, buscó siempre
su centro vital en esa Africa mítica, donde los negros repararían,
en un ilusorio camino de retorno, siglos de humillaciones. Desde el momento
en que pudo exportar su fe, Marley desplegó en sus conciertos la
bandera de Etiopía (roja, amarilla y verde) y un retrato de Haile
Selassie, el emperador negro beneficiado con profecías redentoras
que desconocía y que, en definitiva, le permitieron quedar en la
historia. Mientras tanto, y en otro plano menos abstracto, el mundo pop
bebía de ese ritmo hipnótico y cadencioso, que reconocía
orígenes estilísticos en el ska y el calipso. Eric Clapton
popularizó la canción I shot the sheriff y propició
de ese modo un conocimiento más profundo de Marley. The Clash y
The Police, a su turno, le agregaron al reggae adrenalina urbana primermundista.
Marley ya había editado algunos de sus mejores discos (Catch a
fire, Burnin, Natty dread) y ya había denunciado las atrocidades
del sistema cuando, en 1976, lo acusaron de colaborar con el gobierno
socialdemócrata de la isla. Es que el candidato Michael Manley
había usado para su campaña Smile Jamaica, una
canción digna de recorrer ese territorio de ambigüedad dialéctica
que Marley manejaba como pocos. Su sincretismo teológico le abría
caminos para llegar a ateos y religiosos, punks y pacifistas, a favor
de una extraña alquimia de musicalidad sedante y nitroglicerina
poética. Pero los adversarios políticos de Manley no adhirieron
a esa lógica: Marley sufrió un atentado y después
de eso decidió mudarse a Miami durante unos meses. Dos años
después, su autoridad moral y musical logró elevar su figura
por sobre las minucias electoralistas: fue la figura central del festival
One love, enKingston, donde bendijo con su música el
saludo de los dos enconados adversarios políticos.
Poco después, se enteraría de su enfermedad. El tratamiento
para atenuar el avance de un tumor maligno debilitó su entereza
física, al tiempo que su carrera artística se fortalecía
con giras, discos de platino y un prestigio que se globalizaría
tan rápido como el humo de marihuana. Murió un 11 de mayo
de 1981 en una clínica de Miami, y dicen que su entierro en Nine
Miles (donde había nacido), digno de un semidiós griego
o de una estrella pop tercermundista, todavía hoy pone la piel
de gallina a quienes lo presenciaron. No se veía ni el principio
ni el fin de la fila de fieles que subían la montaña en
peregrinación mística, en busca de la tumba sagrada. Esos
montes, donde la hierba buena crece naturalmente, indiferente a las presiones
diplomáticas de los Estados Unidos (cada tanto se organizan quemas
de plantas de cannabis, pero, fruto de la naturaleza, vuelven a crecer),
son una suerte de geografía de la historia: en el siglo XVII, el
avance irresistible de la armada de Cromwell asustó a los españoles,
que dejaron libres a miles de esclavos africanos, quienes huyeron a los
montes y allí quedaron, modelando su nuevo mundo, con costumbres
que mucho tiempo más tarde adoptarían los rastafaris.
Resulta difícil enganchar esta historia de misticismo con la bandera
de Marley colgada en la popular de River o con los coqueteos de reggae
light que ensayó en su momento Diego Torres. Tal vez puedan reconocerse
estas asimilaciones tan heterogéneas en aquella dualidad dolor-felicidad
que el mismo Marley supo fomentar. O acaso el vínculo unificador
esa la marihuana, humito dulzón que es capaz de igualar a barrabravas
de Chacarita con turistas de Montego Bay. Marley, en estos caso, no sería
más que un código de complicidad, un dealer inconsulto.
Alejado, eso sí, de las sagradas escrituras del rastafarismo, que
le confieren al cannabis un carácter sacramental, en tanto era,
según la Biblia, la planta que cultivaba el rey Salomón
en sus jardines.
Apetencias más terrenales guían hoy a su familia, al sello
discográfico Island y al gobierno jamaiquino. Gracias a Marley,
en las últimas dos décadas se duplicó el turismo
en la isla, un paraíso caribeño reloco para los turistas
que bailan reggae pasteurizado, bien lejos de Trenchtown. Los afiches
dicen: Visite Jamaica, la tierra de Bob Marley. Muestras itinerantes
llevan la cáscara del universo de Marley a los lugares más
remotos del planeta (hace cinco años llegó a Buenos Aires,
más precisamente al Palais de Glace, en la Recoleta). Su casa en
Kingston, hermosa y sencilla, ajena a la opulencia y el mal gusto de otras
estrellas de rock, es ahora una casa-museo. La familia sigue peleándose
por su herencia, unos 30 millones de dólares difíciles de
repartir (dicen que tuvo más de veinte hijos, pero solo reconoció
once, de ocho mujeres distintas). La compañía Island exhuma,
con prudencia estratégica, las joyas de la abuela. Hay quienes
aseguran que Marley dejó en sus archivos material como para editar
diez discos más. De aquí al 2002 toda su discografía
será relanzada en ediciones de lujo. Ya salió el soberbio
Catch a fire en un doble CD que incluye las primitivas versiones jamaiquinas
luego re-producidas por Chris Blackwell. Y el lunes próximo se
publicará la recopilación One love-The very best of Bob
Marley & The Wailers, que seducirá a los fans por la inclusión
de una canción inédita bautizada I know a place.
En Nine Miles, se organiza un tour con destino final en los escombros
de la casa donde Bob nació y vivió hasta los seis meses.
Los turistas más curiosos quieren conocer también los secretos
de Trenchtown, pero un par de pedradas lanzadas desde la villa son suficientes
para convencerlos de que, en definitiva, Concrete jungle se
puede disfrutar mejor desde la comodidad del hotel.
En la Argentina también hay mil maneras de adorar a Marley. Una
de ellas, sencilla, no exige diploma de rastafarismo aprobado. La elección
de tiempo y lugar es libre: una jornada de trabajo, un asado con amigos,
un viaje por la jungla de cemento porteña. En cualquier situación
ocircunstancia, escuchar una canción de Marley (los aditamentos
corren por cuenta y cargo de la conciencia individual) hace la vida mucho
más soportable.
Las
palabras del profeta
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Cuando veo a los
blancos tocar reggae me digo déjalos probar...
Bueno, algunos de ellos al menos han tenido éxito haciéndolo.
La mayor parte del tiempo tratan de mezclar el reggae con su propia
música, eso me parece adecuado. Yo, Marley, trato de hacer
una música que esté cercana a la vida. Es positivo mezclar
sonidos, aunque sean blancos y negros. La experiencia será
buena para todo el mundo.
Nunca me canso de
fumar ganja (marihuana), cuanto más lo hago, más medito.
Los políticos nos piden que bebamos ron, nos intoxiquemos y
no pensemos. Yo bebo algo de vino, jamás meto bebidas fuertes
dentro del cuerpo. Algunos de mis amigos se bajan botellas enteras
de whisky: prefiero fumarme un joint (porro) y ponerme a reflexionar.
Con el reggae yo
llegué a los negros de América e Inglaterra, pero la
gran mayoría del pueblo negro vive todavía en Africa,
en donde aún no nos conocen. Yo sería realmente feliz
si me escucharan en Africa, porque allí comprenderían
mejor lo que es ser un rasta.
Me hace reír
eso de que a veces me comparen con Mick Jagger o alguna estrella de
rock. Si escucharan atentamente mi música, se darían
cuenta de que el mensaje no es el mismo. A la gente satisfecha se
la entretiene, pero no podés entretener a los que no tienen
para comer. |
La
leyenda comenzó en 1945
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1945: Nace un 6 de febrero en St. Anns Parish, como Robert
Nesta Marley, hijo de madre negra jamaiquina y padre inglés.
1964: A los 19 años forma The Wailin Wailers, junto con
Peter Tosh y Bunny Wailer.
1972: El grupo firma contrato con Island, el sello del jamaiquino
(blanco) Chris Blackwell.
1974: El tema de Marley I shot the sheriff se convierte
en un éxito en Gran Bretaña y Estados Unidos grabado
por Eric Clapton. El público del Primer Mundo lo descubre y
comienzan a venderse a buen ritmo los discos, ya editados, Catch a
fire y Burnin.
1975: Ya no están en la banda ni Tosh ni Wailer. Se edita el
disco Natty dread, para muchos el mejor de su carrera, y el que contiene
No woman no cry.
1976: Sufre un atentado en Jamaica por cuestiones políticas
y decide irse durante una larga temporada a Miami.
1978: Encabeza en Jamaica el One love peace Concert, donde
los dos líderes políticos de la isla se le unen para
cantar One love.
1981: Muere en Miami, víctima de cáncer. |
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