Por Horacio Bernades
Lo más triste
sería no comprometerse y luchar por lo que es justo. Son
las últimas palabras de Alice Domon, en carta enviada a su familia
en noviembre de 1977, un mes antes de ser secuestrada y desaparecida en
Argentina. Esas palabras se inscriben sobre el plano final de Yo, Sor
Alice, recortadas sobre las aguas de un río que posiblemente haya
sido su tumba. Aunque ya no hay modo de saberlo con certeza. Nacida en
Francia y miembro de la congregación Hermanas de las Misiones Extranjeras,
Domon había llegado a la Argentina en 1967, abrazando, pronto y
con decisión, esa opción por los pobres que
los sectores progresistas de la Iglesia han hecho parte de su credo. Militante,
desde comienzos de la dictadura militar, de una de las más importantes
organizaciones de derechos humanos, fue capturada por miembros de un grupo
de tareas, en compañía de la hermana Léonie Duquet
e integrantes de las Madres de Plaza de Mayo.
El hecho ocurrió el 8 de diciembre de 1977, frente a la iglesia
de la Santa Cruz, en Buenos Aires, y en presencia de testigos. El episodio
es bien conocido. Entre otras cosas, porque fue el que permitió
develar la verdadera identidad de cierto muchacho rubio, en quien la hermana
Alice, engañada por su buena fe, creyó ver la pureza
de un ángel. Ese muchacho se había acercado tiempo
antes a las organizaciones de derechos humanos, alegando llamarse Gustavo
Niño y ser pariente de un desaparecido. Hoy lo sigo llamando
Gustavo, porque no puedo creer que ese chico fuera el cerdo que resultó
ser, dice hoy, conteniendo la impotencia y la rabia, una de las
madres que estaban presentes aquel día. El cerdo es, claro, Alfredo
Astiz.
Entre cartas y fotos familiares, Marquardt recompone la historia de Alice,
desde el pueblito de Charquemont, vecino a Toulouse, hasta ese día
de diciembre en Buenos Aires, en que dejó de vérsela para
siempre. Desde hacía tiempo sabíamos que se estaba
preparando un operativo de ese tipo, comenta hoy un ex detenido
de la Esma, donde Domon y Duquet fueron llevadas. Luego de que llegaron,
no se supo más de ellas, pero es obvio que fueron trasladadas,
como se les decía a quienes eran embarcados en los vuelos de la
muerte. Llegada a la Argentina a fines de los 60, la historia de
Domon, que Marquardt recorre en detalle, aparece como ejemplar, en tanto
representa el destino de muchos. Parte de una congregación cuya
madre superiora se había negado, poco antes, a cumplir destino
en el Hospital Militar de Buenos Aires, porque me parece que la
gente pobre necesitaba de nosotros mucho más que allí,
Domon eligió desarrollar su misión evangelizadora en la
villa de Lugano.
Era una más, recuerdan hoy sus ex vecinos y compañeros
de la villa. De Lugano, al interior de Corrientes, a mediados de los 70,
donde se negó a vivir entre la gente bien de la zona,
partiendo al campo y participando allí del nacimiento de las Ligas
Agrarias. Y de vuelta a Buenos Aires, ya producido el golpe, para militar
en las organizaciones de derechos humanos. Estoy tranquila,
dice en una de aquellas últimas cartas, cuando el círculo
de los asesinos se está cerrando sobre ella, y sobre el país
todo. Hay que luchar por lo que uno cree. Dar la vida, si eso sirve
para algo. Hoy, Alice Domon está desaparecida. Condenado
a perpetuidad enFrancia por crímenes de lesa humanidad, su secuestrador,
Alfredo Astiz, camina libremente por las calles.
Me niego a que la historia de Alice Domon quede sepultada en las
aguas del Tigre, dice la voz en off de Alberto Marquardt, al comienzo
de Yo, Sor Alice, mientras la cámara recorre un río más
sucio de lo que parece a simple vista y al fondo se escucha el acordeón
de Raúl Barboza, un notable músico argentino radicado en
Francia. Contar la historia de Alice, como la de otros 30.000, es sin
duda el mejor modo de evitar que el agua sucia la sepulte para siempre.
PUNTOS
LAS
TRES ESTACIONES, DE TONY BUI
Fotos de Vietnam
Por Martín
Pérez
Aclamada dos años atrás
a la hora de su estreno en el Festival de Sundance ganó el
premio a la mejor fotografía, al mejor film dramático y
el premio del público, Las tres estaciones es el primer largometraje
del director vietnamita Toni Bui, que aprendió cine en Los Angeles
antes de regresar a su tierra natal al frente de la primer producción
cinematográfica norteamericana en rodarse en Vietnam desde la guerra
entre ambos países. Tan convencional en su narración como
en la forma de comunicar las emociones un detalle más para
pensar que la independencia de Sundance a esta altura es apenas un buen
slogan, Las tres estaciones es un film sobre la vida callejera de
la ex-Saigón a través de varias historias entrelazadas de
sus protagonistas urbanos.
Una vendedora de flores de loto, un ciclotaxista enamorado, un pequeño
vendedor callejero y un norteamericano de regreso en Saigón para
buscar a una hija por la que no se ha preocupado en años. Esas
son las cuatro historias que Bui persigue y entrecruza entre las luces,
y los apagones, de un Vietnam estetizado en su pobreza, al punto de transformarse
en una suerte de escenografía natural que, a pesar de sus miserias,
está más cerca del pintoresquismo que de la denuncia.
La vendedora de flores luchará contra las flores de plástico
e intentará asomarse a los misterios de su maestro, el ciclotaxista
cortejará a su amada prostituta (provocando frases del estilo:
no me hagas sentir lo que no puedo sentir), el pequeño
vendedor callejero perderá el maletín con sus mercancías
y vagará perdido bajo la lluvia y el norteamericano (interpretado
por Harvey Keitel) llorará el único de los errores de su
vida que puede enmendarse. Todo impecablemente fotografiado desde el lado
del mundo en el que no sale el sol.
¿Estuviste alguna vez dentro de esos hoteles?, le pregunta
la prostituta al ciclotaxista, y ante su respuesta negativa le explica:
El sol sale para ellos, nosotros somos sólo su sombra.
Bui hace su película iluminando esas sombras. Y, pese a las mejores
intenciones, ese gesto de encender la luz convencionaliza las historias
que elige contar, al tiempo que parecen también perder su verdadero
sentido.
PUNTOS
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