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“YO, SOR ALICE”, DE ALBERTO MARQUARDT
La hermanita Alicia

El documental es un retrato conmovedor de la vida de Alice Dumont, una monja francesa que había llegado a la Argentina en los 60 y fue secuestrada y asesinada por un grupo de tareas de la ESMA, en 1977.

El film da cuenta de las cartas
de Alice a su familia francesa.
Era parte del ala más progresista
de la Iglesia de los 60 y 70.

Por Horacio Bernades

“Lo más triste sería no comprometerse y luchar por lo que es justo.” Son las últimas palabras de Alice Domon, en carta enviada a su familia en noviembre de 1977, un mes antes de ser secuestrada y desaparecida en Argentina. Esas palabras se inscriben sobre el plano final de Yo, Sor Alice, recortadas sobre las aguas de un río que posiblemente haya sido su tumba. Aunque ya no hay modo de saberlo con certeza. Nacida en Francia y miembro de la congregación Hermanas de las Misiones Extranjeras, Domon había llegado a la Argentina en 1967, abrazando, pronto y con decisión, esa “opción por los pobres” que los sectores progresistas de la Iglesia han hecho parte de su credo. Militante, desde comienzos de la dictadura militar, de una de las más importantes organizaciones de derechos humanos, fue capturada por miembros de un grupo de tareas, en compañía de la hermana Léonie Duquet e integrantes de las Madres de Plaza de Mayo.
El hecho ocurrió el 8 de diciembre de 1977, frente a la iglesia de la Santa Cruz, en Buenos Aires, y en presencia de testigos. El episodio es bien conocido. Entre otras cosas, porque fue el que permitió develar la verdadera identidad de cierto muchacho rubio, en quien la hermana Alice, engañada por su buena fe, creyó ver “la pureza de un ángel”. Ese muchacho se había acercado tiempo antes a las organizaciones de derechos humanos, alegando llamarse Gustavo Niño y ser pariente de un desaparecido. “Hoy lo sigo llamando Gustavo, porque no puedo creer que ese chico fuera el cerdo que resultó ser”, dice hoy, conteniendo la impotencia y la rabia, una de las madres que estaban presentes aquel día. El cerdo es, claro, Alfredo Astiz.
Entre cartas y fotos familiares, Marquardt recompone la historia de Alice, desde el pueblito de Charquemont, vecino a Toulouse, hasta ese día de diciembre en Buenos Aires, en que dejó de vérsela para siempre. “Desde hacía tiempo sabíamos que se estaba preparando un operativo de ese tipo”, comenta hoy un ex detenido de la Esma, donde Domon y Duquet fueron llevadas. “Luego de que llegaron, no se supo más de ellas, pero es obvio que fueron trasladadas, como se les decía a quienes eran embarcados en los vuelos de la muerte”. Llegada a la Argentina a fines de los 60, la historia de Domon, que Marquardt recorre en detalle, aparece como ejemplar, en tanto representa el destino de muchos. Parte de una congregación cuya madre superiora se había negado, poco antes, a cumplir destino en el Hospital Militar de Buenos Aires, “porque me parece que la gente pobre necesitaba de nosotros mucho más que allí”, Domon eligió desarrollar su misión evangelizadora en la villa de Lugano.
“Era una más”, recuerdan hoy sus ex vecinos y compañeros de la villa. De Lugano, al interior de Corrientes, a mediados de los 70, donde se negó a vivir entre la “gente bien” de la zona, partiendo al campo y participando allí del nacimiento de las Ligas Agrarias. Y de vuelta a Buenos Aires, ya producido el golpe, para militar en las organizaciones de derechos humanos. “Estoy tranquila”, dice en una de aquellas últimas cartas, cuando el círculo de los asesinos se está cerrando sobre ella, y sobre el país todo. “Hay que luchar por lo que uno cree. Dar la vida, si eso sirve para algo”. Hoy, Alice Domon está desaparecida. Condenado a perpetuidad enFrancia por crímenes de lesa humanidad, su secuestrador, Alfredo Astiz, camina libremente por las calles.
“Me niego a que la historia de Alice Domon quede sepultada en las aguas del Tigre”, dice la voz en off de Alberto Marquardt, al comienzo de Yo, Sor Alice, mientras la cámara recorre un río más sucio de lo que parece a simple vista y al fondo se escucha el acordeón de Raúl Barboza, un notable músico argentino radicado en Francia. Contar la historia de Alice, como la de otros 30.000, es sin duda el mejor modo de evitar que el agua sucia la sepulte para siempre.

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“LAS TRES ESTACIONES”, DE TONY BUI
Fotos de Vietnam

Por Martín Pérez

Aclamada dos años atrás a la hora de su estreno en el Festival de Sundance –ganó el premio a la mejor fotografía, al mejor film dramático y el premio del público–, Las tres estaciones es el primer largometraje del director vietnamita Toni Bui, que aprendió cine en Los Angeles antes de regresar a su tierra natal al frente de la primer producción cinematográfica norteamericana en rodarse en Vietnam desde la guerra entre ambos países. Tan convencional en su narración como en la forma de comunicar las emociones –un detalle más para pensar que la independencia de Sundance a esta altura es apenas un buen slogan–, Las tres estaciones es un film sobre la vida callejera de la ex-Saigón a través de varias historias entrelazadas de sus protagonistas urbanos.
Una vendedora de flores de loto, un ciclotaxista enamorado, un pequeño vendedor callejero y un norteamericano de regreso en Saigón para buscar a una hija por la que no se ha preocupado en años. Esas son las cuatro historias que Bui persigue y entrecruza entre las luces, y los apagones, de un Vietnam estetizado en su pobreza, al punto de transformarse en una suerte de escenografía natural que, a pesar de sus miserias, está más cerca del pintoresquismo que de la denuncia.
La vendedora de flores luchará contra las flores de plástico e intentará asomarse a los misterios de su maestro, el ciclotaxista cortejará a su amada prostituta (provocando frases del estilo: “no me hagas sentir lo que no puedo sentir”), el pequeño vendedor callejero perderá el maletín con sus mercancías y vagará perdido bajo la lluvia y el norteamericano (interpretado por Harvey Keitel) llorará el único de los errores de su vida que puede enmendarse. Todo impecablemente fotografiado desde el lado del mundo en el que no sale el sol.
“¿Estuviste alguna vez dentro de esos hoteles?”, le pregunta la prostituta al ciclotaxista, y ante su respuesta negativa le explica: “El sol sale para ellos, nosotros somos sólo su sombra”. Bui hace su película iluminando esas sombras. Y, pese a las mejores intenciones, ese gesto de encender la luz convencionaliza las historias que elige contar, al tiempo que parecen también perder su verdadero sentido.

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