Por Hilda Cabrera
De las obras del dramaturgo
estadounidense Edward Albee, nacido en 1928, se dice que el lenguaje de
sus personajes refleja quiénes son, pero no por aquello que dicen
o por sus temas, sino por la sorpresa e irritación que a menudo
producen. Esa capacidad de desconcertar se conecta en parte con la dificultad
de establecer un contacto natural con el otro. En su inaugural Historias
del zoo (1959), el protagonista no puede siquiera hallar un modo de comunicación
con un perro. Albee, quien introdujo elementos autobiográficos
en Tres mujeres altas, vista en Buenos Aires en 1994, incorporó
a sus obras elementos del absurdo, otros propios del rumanofrancés
Eugène Ionesco (El sueño americano, de 1961), y del melodrama.
Un ejemplo de esto último fue la agresiva ¿Quién
le teme a Virginia Woolf?, de 1962, donde el escarnio se convirtió
en fórmula exitosa, cuando la obra invadió los circuitos
comerciales y el cine.
De este autor se estrena hoy en el Teatro Maipo (Esmeralda y Corrientes)
El juego del bebé (The play about the Baby), dirigida por Roberto
Villanueva, con Norma Aleandro y Jorge Marrale en los protagónicos.
Los personajes de esta pieza de 1998, reescrita en el 2000, son un hombre
y una mujer mayores, cuya relación no es explicitada, y una pareja
de jóvenes que, se supone, tienen un bebé y muchos proyectos.
En diálogo con Página/12, la actriz y el director coinciden
en que El juego... posee una estructura inhabitual. Tiene algo de
teatro del mundo (o del mundo como teatro) apunta Villanueva.
Los jóvenes (interpretados aquí por Verónica Pelaccini
y Claudio Tolcachir) acaban de tener su bebé y se los ve muy ilusionados.
Pero de pronto se le cruzan los mayores y comienza a desarrollarse una
extraña ceremonia. Podríamos pensar en un secuestro dentro
de una sociedad represiva. Esto no impide que la representación
sea divertida, y hasta cómica.
En este punto, Villanueva prefiere no hacer comparaciones con ¿Quién
le teme a Virginia Woolf?. El premiado puestista de Almuerzo en la casa
de Ludwig W., del austríaco Thomas Bernhard, ha optado por dejar
hablar al texto. Es de ahí de donde saco ideas, sostiene
el director. Según Aleandro, El juego... es un trabajo movilizador.
¿Cómo se transmite al público los niveles de
lenguaje que propone Albee?
Roberto Villanueva: Ese es uno de los desafíos de este autor.
En escritores como Bernhard, por ejemplo, se reconoce cierta lógica
en las situaciones y uno trabaja sobre ellas. Aquí, en cambio,
las situaciones son muy ilógicas, y además son las que mandan.
Me costó decidirme a dirigir. Temía no tener fuerzas suficientes
después de mi operación de cadera, pero felicité
a Lino Patalano (productor artístico) por la elección. Es
raro ver una obra tan de vanguardia si es que cabe el término
en un teatro comercial. Porque éste es un teatro de estrellas.
¿No se imaginaba en el Maipo?
R.V.: Nunca planifiqué mi vida artística como si fuese
una carrera. Mi aspiración no es llegar a algún lado. Prefiero
seguir perdido en la selva del teatro, trabajando para sobrevivir. No
tengo la mentalidad de los que trabajan pensando en obtener un producto
que pueda ser intercambiado. Para mí el teatro no es una mercancía.
¿Qué le sugiere El juego...?
R.V.: Muchas cosas, pero ante todo la veo como una de esas obras
de la literatura contemporánea difíciles de clasificar.
Puede ser tanto un cuento como una pieza teatral, un ensayo o un libro
de filosofía. Desde otro ángulo, diría que es una
reflexión sobre el lenguaje.
En opinión de Leandro se trata de una infrecuente comedia de tintes
trágicos: Albee pone aquí en duda muchas cosas, y
entre ellas la realidad, ésa que uno cree que es y sobre la cual
reflexiona, sin advertir que hay miles de realidades conviviendo.
Sucede que pensar en una sola realidad proporciona seguridad...
N.A.: Que Albee nos la quita. Esta obra es como una explosión:
no nos permite seguir una sola línea de pensamiento.
¿Qué pasa con el tema de la libertad en Albee? ¿Para
ser libre es necesario someter al otro?
N.A.: Está claro que acá existe un rito de iniciación
de los más jóvenes. Uno no puede decir que ha vivido si
no ha recibido heridas profundas, si no ha entrado a esa edad en la que
todo es posible: lo bueno y lo malo. Eso malo puede tomarse acá
como iniciación.
¿Quiere decir que el sufrimiento es inevitable?
N.A.: Desde el momento en que el ser humano se hace las eternas
preguntas sobre qué hace en este mundo, y el niño toma conciencia
de que algún día va a morir, empieza el sufrimiento. Nada
es seguro ni nada se sabe de antemano. En la vida no hay ensayo. Las cosas
suceden, como los anhelos de trascender los límites físicos
y culturales. Todo esto, creo, está en la obra, y dicho con un
lenguaje cotidiano, accesible.
¿No le asusta la complejidad?
N.A.: No. Me ayuda a crecer. No podría hacer algo tonto.
Lo frívolo me aburre. Esta obra, en cambio, me divierte, me da
alegría de vivir. Es como estar en un trapecio. No abandonaré
nunca esa cosa de riesgo de circo que tiene el teatro. Lo mamé
de chica. Mi mamá (la actriz María Luisa Robledo) tiene
89 años y acaba de grabar un CD con poemas que vamos a presentar
acá, en el Maipo, después del estreno. Lo grabó de
memoria. Ella es para mí una referencia excepcional. También
escribo mucho. Le di a Kive Staiff una obra mía, La princesa se
muere en el piano de cola, otra a Lino, De rigurosa etiqueta, y otra más
a Helena Tritek, una directora que aprecio mucho y es una hermana de toda
la vida. Tengo poesías y cuentos, pero no me presiono pensando
en publicar.
¿Muestra sus escritos antes de ser publicados?
N.A: Muchas veces le he llevado mi trabajo a María Elena
Walsh. Lo que ella diga me sirve de mucho y me da seguridad. La escritura
es algo muy privado, pero es también un lugar en el que me siento
muy libre. No estoy expuesta, como en lo actoral, que me da placer, sobre
todo porque me importa mucho qué piensa el público sobre
mi trabajo.
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