Por Julián
Gorodischer
Como hecho extratelevisivo,
Un cortado es una experiencia novedosa: es la cruzada personal
del guionista Leonardo Bechini (ex Poliladron y Primicias)
al rescate de los viejos bares. No le interesan los pizza cafés
reciclados que proliferan, sino los de la media luz y la madera ajada.
Les dedicó su flamante ciclo de Canal 7 .-los miércoles
a las 23 y, además, se compró uno propio en el cruce
de Cabrera y Julián Alvarez. Allí mismo graba todas las
escenas y, por qué no, prueba suerte con el negocio. Este es el
gesto político de un melancólico que cree en la importancia
de lo no rentable: aquello que la ciudad va desterrando.
Fallan, por contraste, los recursos para llegar a tal fin: las historias,
endebles, saturan el costumbrismo matizado, esta vez, por un tono de fábula
que corona cada capítulo con una moraleja. En este bar, que se
desvive por aparecer como uno más, como el de usted o cualquier
otro, el gallego que atiende las mesas es sospechado, primero, de
robarse bolsas de pan de la cocina, y podría ser despedido, pero
se descubre que lo regalaba a los chicos de la calle. ¡Era bueno!
La chica que sale con el veterano, en otro sector del bar, lo espera en
una mesa con uno de su misma edad; él llega y lo cree un competidor
desleal pero era el hermano. ¡No había malicia!
En Un cortado, las historias se enuncian, se dicen en las
mesas, aluden a algo interesante que está pasando, pero siempre
en otra parte. El café se encierra en sí mismo: no dispara
(como el consultorio de Vulnerables, o la redacción
de Primicias) la acción a un exterior, tal vez por
bajos recursos económicos o elección narrativa, y elige
no abrirse nunca. Cierra el círculo en su propio territorio. A
ese café-universo en el que todo sucede, nada del mundo le es ajeno.
Es punto de contacto para parejas swingers y, a la vez, una sede perpetua
para amigotes de barrio. Es el bar elegido por una chica joven (de las
modernas), y por el marido lumpen de la moza. Queda en el Soho porteño,
que le contagia toda la onda, pero lo atiende un mozo gallego
de los que ya no quedan.
¿El resultado? Una hibridez que aniquila el efecto buscado por
cualquier cuadro costumbrista: el ser reflejo. Cuando le pasa (o dice
que le pasa) algo a un consumidor, otros lo repiten, como si la coherencia
argumental consistiera en que nadie viva (o diga que está viviendo)
algo singular. En el último capítulo, todos celan: la esposa
del swinger, Celina Font; el veterano, Antonio Grimau; el marido de la
moza. Después, pasan al momento de la pelea: en cada mesa, se hacen
sus planteos. A todos los mueven las mismas preguntas (¿me
cagás?, ¿no me cagás?), unidos por el conflicto
temático que quita hondura. El artificio de la consigna del día
(historias de desengaños, por ejemplo) queda muy a la vista.
Hay, en Un cortado, una fuerte presencia de fórmulas
probadas. A veces, esos préstamos funcionan con eficacia, como
el rescate de olvidados que Pol-ka viene practicando desde
Gasoleros. Llegan, esta vez al canal estatal, nombres como
Guido Gorgati, Héctor Calori, Salo Pasik, y el casting le hace
bien a la vocación melancólica. Es un repertorio de estrellas
de otras décadas que encajan en el café que corre peligro.
Pero otros recursos que alguna vez movieron multitudes, como la ronda
de chistes de Café fashion o el comentario sobre actualidad
de Polémica en el bar, aquí terminan desentonando.
La mesa de los amigotes corta, cada tanto, la ficción con uno de
estos momentos para departir.
Los hombres, entonces, charlan sobre el riesgo país o critican
a algún político, segundos después del drama de los
personajes. Se pegan a la actualidad para generar conversación
sobre temas que preocupan. Sólo que la acción no se decide
y, minutos más tarde, se ubica en las mesas de los celos y el dolor
por amores que se frustran. A todos los une la misma compulsión
a contar lo que les pasa, a hablar sin parar. Es una práctica que
puede volver muy atractiva una charla de café pero que, en un programa
de TV, al menos deja con las ganas.
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